La Flor del Cacto

 Cuentan que en Tontal, suele encontrarse una flor roja muy distinta de todas las flores que se conocen. Piedra y cielo. Arrastrando fragancias de serranías azules; por el lecho de una quebrada, baja un pequeño hilo de agua cristalina.

¿Por qué solamente en ese sitio suele verse esa flor?

Un cuento que nace en la montaña y llega a los valles como el agua de los ríos, nos da la respuesta.

En la falda de un cerro –dice esa historia- vivía una indiecita huérfana, a quien se la veía tras una majada de cabras. La niña, criada de unos puesteros que la habían adoptado, habitaba con ellos un rancho, como a una legua de la quebrada.

Salía con su burrito y con el perro pastor, siguiendo las cabras. Al atardecer tornaba con ellas. El balido del rebaño era contestado por los chivitos que esperaban en los corrales. Rumores del atardecer salían a su encuentro: ladrar de perros o el grito de algún lechuzo que hendía el aire y se alejaba.

Ese era el diario andar de la indiecita por las solitarias sendas del viento y de la puna. Ensimismada, triste, apenas si contestaba las preguntas con ademán tímido, un encojerse de hombros o alguna palabra que se escondía tras un gemido huraño.


II

Cuentan que, en cierto atardecer tormentoso, la niña regresaba con el rebaño. El ondulante lomo de las cabras llenaba la senda y expandíase entre los matorrales.

Delante, el perro pastor husmeaba rastros; se alejaba y luego volvía para unirse con las cabras.

La tarde se iba. En los bajos nacían las sombras. Un trueno cayó sobre los cerros: los valles contestaron con una salva de ecos que morían en las cumbres.

La indiecita arreaba apresuradamente a la majada, a la vez que daba latigazos al burrito para hacerlo galopar.

El viento, con fuertes oleadas, empezó a levantar remolinos y a retorcer su furia de silbos y ráfagas. Las primeras gotas hicieron levantar a las sendas con nubes de polvo. Por los yuyos sorprendidos exhaló fragancias la montaña.

Arreció la lluvia: las jarillas se agitaron en una lucha de rumores crujientes.

La indiecita, como pegada al lomo del animal, huía. Las cabras y el perro arremolinados en un solo haz, se apartaron del camino; ganaron las alturas refugiándose entre unas peñas.


Galopando y galopando, la niña siguió sola. Llegó a la quebrada y se detuvo. El agua de la pequeña vertiente, aumentada con la lluvia, rumoreaba amenazas. A los lejos se oían ruidos de crecientes descolgándose entre piedras y montes.

Indecisa, tirando fuertemente las riendas, la pastorcita no se atrevía a cruzar. Miró hacia la quebrada y vio crecer más y más el turbión de las aguas que se enredaban en la furia del viento y los relámpagos.

El camino quedó cortado. Sin poder continuar, volvió la cabalgadura para salir de las hondonadas, pero la creciente, rodeándola, le atajó el camino.

Con el agua cubriendo casi el burrito, pudo llegar hasta una loma que había quedado como una isla en medio de la correntada. Ascendió hasta la parte más alta de aquel islote y allí se detuvo, aterida, sola.
Socavada por las aguas iba cediendo la loma. El pequeño montículo se desintegraba: caían las barrancas unas tras otras, avanzando hacia ella ondulantes y negros remolinos.

Como una barranca más, cayó la pastorcita sobre el grito del viento y de las aguas. En la grieta de un relámpago, asomó el llamado de sus ojos; viéronse las manos entre espumas y remolinos; por último su vestido dio un aletazo y desapareció la niña.



III

 Como a los dos días de la tormenta, entre ambanques de arena y greda, encontraron al burrito muerto. La indiecita no apareció... Vaya a saber en qué sitio de la montaña quedaría enterrada.

Luego, en aquel paraje rumoroso de cumbres, nació una leyenda para contarnos que, mucho después de aquella tormenta, se vio una flor de cacto, roja, muy distinta de todas las flores que se conocen.

La leyenda dice que esa flor es la pastorcita que volvió a la serranía, allí, donde el pequeño río de una quebrada, arrastra fragancias de cielos y de estrellas.

Escrito por Juan de la Torre





Extraído del libro “San Juan en el IV Centenario” Editorial Cactus, Buenos Aires, Argentina, 1962. Ilustración de Raúl Mario Rosarivo.

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La Flor del Cacto. Ilustración de Raúl Mario Rosarivo