Nunca se había llegado tan lejos (1860).
El asesinato de Virasoro

El asesinato de Virasoro

Fue uno de los crímenes más alevosos que recuerde la historia provincial. Para saber lo que realmente ocurrió, vamos a tomar tres testimonios distintos, basados en documentación histórica.

Primer testimonio

El relato del comandante
Este testimonio puede ser considerado parcial pues proviene de uno de los actores del proceso, el comandante general de las fuerzas que intervinieron. A continuación, reproducimos el parte del 20 de noviembre de 1860 del jefe de las “Fuerzas Libertadoras de San Juan”, Pedro Nolasco Cobo, al gobernador interino, don Francisco T. Coll sobre la muerte del gobernador Virasoro y los sucesos del 16 de noviembre.

San Juan, noviembre 20 de 1860
Al Excmo. Señor Gobernador provisorio
de la provincia, don Francisco Tristán Coll

El infraesrito cree de su deber participar al gobierno de V.E. el detalle del hecho de armas con que se consumó el pronunciamiento de este pueblo y que dio por resultado la muerte del coronel don José A. Virasoro, seis de sus secuaces y el derrocamiento consiguiente de su gobierno intruso, tiránico, atroz, no porque dicho acontecimiento deje de hallarse en el dominio público pues que se ha consumado a la luz del día en el centro de la Capital, a la faz de todo el pueblo y con el fuego mas vivo de resistencia y ataque, sino porque le parece indispensable documentarle para la apreciación del juicio público y de la historia.

V.E. conoce también el origen incluso de la autoridad que asumió en este país el coronel Virasoro así como su marcha gubernativa que lo constituyó en perpetua anormalidad en todo sentido, violando las instituciones y las leyes, desaparecieron las garantías publicas e individuales a un mismo tiempo; los tributos y gabelas se multiplicaron sin tasa ni medida, se suspendió casi completamente el pago del servicio público, distrayéndose las rentas de sus objetos legales, el ciudadano sufría por donde quiere el ultraje, el insulto y aun el destierro sin encontrar amparo en la justicia, sobreponiéndose el mandarin a sus seides y toda autoridad desde el mas alto al mas bajo magistrado de justicia; hasta su misma legislatura.
San Juan ofrecía el miserable aspecto de pueblo conquistado, cuando tenia lugar la reconciliacion definitiva y sincera de todas las Provincias Unidas que constituyen la Nación Argentina.
Este memorable suceso, tan celebrado en el fondo de su corazón, cuanto que sabía apreciar su importancia para un nuevo porvenir, fue el mismo que dio margen al coronel Virasoro para ensayar sus últimos y mas rudos golpes de absolutismo sobre su victima inerme y desfalleciente.

San Juan, sin embargo, haciendo un esfuerzo supremo sobre su profundo abatimiento se atreve a formular y suscribir un voto de gracia a la Convención ad hoc que reformó la Carta Fundamental de la República, por haber tenido la generosidad de consultar espontáneamente en sus deliberaciones el verdadero espíritu de este pueblo y su bastarda representación en aquella augusta Asamblea.
Y entretanto consiguió tomar conocimiento de esta manifestación cuando ya no era un simple proyecto y de improviso se lanza con sus esbirros sobre todos aquellos ciudadanos que creyó implicados en ella; los aprisiona, obliga a unos a pagarle diez pesos por cabeza y a otros los destierra fuera de la provincia sin permitirles ni a uno ni a otros la defensa de sus jueces competentes.
Enseguida recaba de su Legislatura una autorización para recaudar la onerosísima contribución directa anual que impuso sobre este pueblo, por lo correspondiente al año 1861, sin haber concluido aún de recoger la correspondiente al segundo semestre del que rige.

No satisfecho con esta exacción injustificable, solicita después autorización apara levantar un empréstito valor de 50 mil pesos por cierto en el seno mismo de este infeliz pueblo explotado y hundido en la miseria, so pretexto de arbitrar fondos para emprender un trabajo en el río en el invierno del año próximo.
Hasta aquí nomás llegó el sufrimiento del pueblo que les había arrebatado la pasada humillación, entra en conferencia, se arma; toma su resolución y jura reivindicar sus derechos o morir.
Los antiguos odios políticos se olvidan. Todas las diversas banderas se reúnen bajo una sola que los confunde a todos con sus pliegues.
Los puestos se distribuyen entre ellos mismos, disputándose cada cual el de mayor peligro, sin distinción de clases ni condiciones, de edades ni de estado y al infrascrito lo honran con el de jefe o comandante general.

En este estado de agitación patriótica, amaneció el memorable día 16 del mes que corre; la gente destinada a operar se mantenía en el silencio más profundo de los respectivos cantones que debían maniobrar simultáneamente sobre el cuartel, sobre el principal y sobre la casa habitación del coronel Virasoro.
Este parece que en aquella mañana hubiese tenido más confianza que de costumbre en la impotencia del pueblo pues que en las primeras horas había despachado de su casa la mayor parte de las fuerzas con que acostumbraba resguardar durante la noche su habitación; no se había reservado mas que 12 o 15 hombres de los de su mayor confianza mientras que su casa era un verdaderos arsenal de toda arma escogida, preparada y cargada.

Con todo, el poder de dicha fuerza se aumentaba considerablemente con su persona, la de su hermano don Pedro, la del edecán de gobierno don Tomás D. Hayes, la del teniente coronel Rollin, que accidentalmente había pasado la noche en casa de Virasoro, el mayor Quiroz y un teniente o capitán correntino cuyo nombre no conozco.
Un cuarto de hora haría que el reloj de la torre de la Catedral había hecho sonar la de las 8 cuando circulaba la noticia que un español llamado José Amiel, se había dirigido a casa del coronel Virasoro a poner en conocimiento de este el inminente peligro que corría su gobierno.

Entonces el pueblo, como movido por un único y mismo resorte, sale de sus cantones, se precipita en las calles en orden poco militar y mal armado, sobre los diversos puntos que debía recibir su ataque.
Un pelotón de ocho hombres con seis fusiles al mando del comandante don Carmen Navarro, armado con un azadón, atacó el cuartel que se halla guarnecido con 25 soldados y 4 oficiales, se cruzan tres o cuatro tiros por una y otra parte y aquella considerable guarnición se rinde al impulso de la sorpresa.
Toda queda prisionera y el cuartel es tomado por el valiente Navarro, quién se apoderó de tres cañones y de 250 fusiles más o menos sin sufrir otros contratiempos que las leves heridas de dos o tres de sus compañeros.
La guarnición del principal, compuesta de 28 soldados y 3 oficiales, es asaltada por los comandantes don José Nuñez y don Domingo Domínguez, con seis ciudadanos armados, todos de pistola de un tiro. Se traba una ligera lucha entre estos y cuatro o cinco hombres de la guarnición que alcanzó a formar uno de sus oficiales. Y el principal cae también en manos del pueblo por el rendimiento de la guarnición. Cuatro o cinco heridos por una y otra parte fue lo único que hubo que lamentar en aquel lance verdaderamente heroico.

La casa habitación del coronel Virasoro fue asaltada por el cantón del norte, después que el primero pudo llegar delante de las puertas y ventanas, en número de quince ciudadanos armados de fusil al mando del muy valiente comandante don David Agüero. Este intimó rendición al coronel Virasoro gritándole desde la calle con voz estentórea:
—¡Abajo el tirano Virasoro!
A cuya intimación contesta este desde adentro, a puertas y ventanas cerradas, con la trépida voz de mando:
—¡Fuego!¡Fuego!
Entonces el destacamento Agüero comienza a descargar sobre las puertas y ventanas un fuego graneado sostenido, alternando el que se le hacía desde el interior de aquella fortaleza.
Los primeros dos minutos de fuego no produjeron resultado alguno visible. Unos y otros sostuvieron sus puestos con honrosa serenidad. El cantón del sur compuesto de 16 ciudadanos armados de fusil al mando del comandante nunca bien ponderado don Marcelino Quiroga, acude en protección del cantón norte: el fuego recobra viveza y comienzan a sentirse heridos a unos cuantos de los asaltadores como los distinguidos don Remigio Ferrer, don Santiago Furque, don Manuel Herrera, etc.
La vista de la sangre hermana redobla el ímpetu del pueblo, fuerza las puertas y ventanas, salen siete soldados, algunos de ellos heridos y se rinden a discreción. El pueblo generoso los perdona a todos y sólo se determina penetrar en la fortaleza.
Embiste con nuevo impulso presentando el pecho a las balas que dirigían sobre el zaguán desde el corredor que le hace frente, cuatro o cinco tiradores valientes y decididos, que no tenían más que hacer que descerrajar las armas cargadas y preparadas de antemano.
Empero al cabo de diez minutos el pueblo consigue penetrar hasta el patio y de allí hasta las habitaciones. La lucha toma entonces un carácter feroz, se baten a quemarropa, se estrechan y se matan sin darse cuartel.
El cantón del oriente en numero de 10 o 12 ciudadanos armados de fusil, salta la muralla de los fondos y se introduce por el interior después de perder a su comandante, el malogrado valiente don Juan Figueroa. el cual fue derribado de la muralla por una bala de fusil que lo mató en el acto.
El cuadro que en aquellos momentos ofrecía la infeliz familia del coronel Virasoro compuesta por su señora esposa, la de don Tomás Hayes, cuatro o cinco niños pequeñuelos y unas cuantas sirvientas es verdaderamente indescriptible.

Apenas cubiertas las señoras con sus batas de dormir, desmelenadas y las manos alzadas al cielo, cruzaban el patio en todo sentido, entremezclándose con los combatientes. Iban y venían encontrando en dondequiera la desesperación y la muerte. En el acto que las apercibo en aquel peligro supremo, las tomo de los brazos, una en pos de otra y las arrastro hasta el rincón de una pieza del costado sud de la casa que se hallaba mas a salvo de los fuegos encontrados.

Enseguida me eché a recorrer las demás habitaciones y consigo recoger, uno tras otro, dos de sus pequeñuelos hijos. Salgo después al patio principal y allí reconozco la voz del coronel Virasoro que exclamaba desde el interior de una pieza que le llamase al comandante Quiroga para rendirse a él. Y en el mismo instante veo salir a un correntino con un revólver en la mano apuntando sobre la persona del comandante Quiroga. Por fortuna el agresor resbala un pie y pierde la puntería.

El comandate Quiroga, con toda su destreza y fortaleza de espíritu, le introduce la espada por un costado y le deja muerto en el sitio.
Esto no obstante, doy la voz de ¡cese el fuego! que es repetida por el comandante Quiroga. Pero ni una ni otra es atendida con la prontitud deseable. El fuego continúa por unos cuantos segundos y cae muerto el coronel Virasoro, mientras yo atendía a salvar la vida de su esposa, acometida a bayoneta calada por un soldado que me era desconocido. Alcancé por fortuna a ponerme de por medio y hacer variar la dirección de la bayoneta. dándole un golpe en la punta con el revés de la mano izquierda.
Cesa al fin el fuego, el humo se disipa y comienzo a recorrer el interior y todas las habitaciones de la casa a fin de despejarla y evitar el saqueo, dado el caso que se intentase por la masa de pueblo que empezó a introducirse en grandes grupos luego que pasó el peligro de aquella terrible escena.
Todos los intereses de la casa fueron en efecto respetados, con excepción de las armas y de los papeles que se hallaron a las manos, los cuales fueron guardados a granel pero asegurados bajo la vigilancia de una custodia.
Diez cadáveres produjo aquella lucha desesperada. Fueron víctimas el coronel Virasoro y su hermano don Pedro, el edecán de gobierno, don Tomas Hayes, el teniente coronel Rollin y tres mas que nunca quisieron rendirse.
De parte del pueblo murió el comandante ya nombrado, el sargento Manuel Faunde y el soldado Plácido Videla, fuera de cinco o seis heridos, aunque ninguno de gravedad.
De allí salió el pueblo a formar línea en la plaza principal en número de 300 bien armados. Dos horas después ocurrieron a la misma plaza desde los inmediatos departamentos, cuatro destacamentos de caballería de 40 a 50 hombres cada uno, todos armados con lanza y algunos con sable y carabina, además. Uno al mando de los comandantes don Juan José Atencio y don Gerónimo Agüero. Otro comandado por don Tomás Fernández y don Carlos Molina. Otro por don Juan José Astorga y don Felipe Romera. Y otro por el comandante Saso y don Juan Luis Bustos. Todos los que puse inmediatamente a las órdenes del ciudadano don Vicente de Oro como comandante en jefe de caballería.
Ella me sirvió desde luego para conservar el orden en los departamentos y para poner en huída precipitada a los cabecillas Carlos Castro Terán y Filomeno Valenzuela, quienes habiendo fugado a los primeros tiros e ignorantes por consiguiente del resultado tan completo de la lucha del pueblo, intentaron hacer pie en la villa del Salvador o sus inmediaciones.
La comandancia general de armas la deposité en el teniente coronel don Manuel José Zavalla.

Simultáneamente mandé ordenes verbales a los facultativos señores Lawssel, Laprida, Tamini y Keller, para que pasasen a reconocer los cadáveres y prestasen atención a los heridos.
Mandé enterrar los muertos con los honores correspondientes, ordené al escribano de gobierno lacrar y sellar las puertas de la tesorería y contaduría mayor sobre sus mismas cerraduras y finalmente convoqué al pueblo para que en comicios públicos y votación directa resolviesen soberanamente sobre la acefalía de gobierno.
Los resultados de esta ultima medida son ya bien conocidos de V.E. para que me detenga en ellos, así es que para la complementación de este parte sólo me resta comunicarle la considerable disminución de las fuerzas armadas en los primeros momentos por haber ordenado el licenciamiento de la mitad de ella y en atención a la ninguna necesidad que hay de mantener en armas a la provincia y consultando la mayor economía en favor del exhausto erario.
De todo punto inevitable ha sido por desgracia la efusión de sangre para devolver a la provincia de San Juan la libertad y derechos absorbidos por la tiranía.
Una satisfacción me queda que compensa de todo punto los sacrificios que acabo de rendir al país de mi adopción: la de haber contribuido en algo la reivindicación de sus derechos, la de haber salvado algunos inocentes y de haber contribuido a la presente honrosa y feliz posición de la provincia y de V.E. a quien Dios guarde muchos años.

Firmado.
Justo Pedro N. Cobo

Segundo testimonio

El relato de la esposa
Este testimonio también puede ser considerado parcial pues proviene de la esposa del coronel Virasoro. A continuación, reproducimos la carta del 29 de noviembre de 1860 de doña Elena González Lamadrid de Virasoro a su cuñado el general Benjamin Virasoro sobre el asesinato de su marido el coronel Virasoro.

Mendoza, noviembre 29 de 1860
Hermano querido:
Haciendo un esfuerzo sobrenatural puedo decirte que hoy hace doce días que tu hermano y mi esposo querido fueron cobardemente asesinados por una parte de los hombres más decentes de San Juan, siendo victimas con él, nuestro hermano Pedro, Hayes, Cano, Quiroga y Acosta y también un tal Rollin que ese día antes había llegado y a quien no conocía.
Estos eran los hombres que se encontraban en casa en aquellos momento. Seguros de esto, los asaltantes se lanzaron a las 8 de la mañana del día 16, tomando todas las salidas que pudieran tener los atacados y trayendo 10 o 15 hombres para cada uno de los que estaban allí. Así es que no tuvieron tiempo de huir ni defenderse y en pocos minutos todos los que he nombrado eran cadáveres.
Como tu sabes, mi desgraciado José no tenía ni buscaba más goces que los que le proporcionaba su familia. Así es que en aquellos momentos lo encontraron rodeados de algunos de sus hijos pues los otros aún dormían. Alejandro era el que se hallaba en sus brazos, el que sólo la providencia ha podido salvar pues José cayó acribillado de balazos y el niño que lo sacaron de abajo de su cadáver no tuvo más que la contusión producida por el golpe.

Yo, que estaba algo indispuesta, guardaba cama y dormía en aquel momento. El estrépito de un diluvio de balas dentro de casa me hizo salir despavorida de la cama sin poder hacer nada mas que echarme una bata, descalza y medio desnuda me lancé entre aquella turba de forajidos buscando a mi marido y mis hijos. Desgraciadamente ninguno de los tiros que sobre mi descargaron fue certero y cuando se dirigían a mí con bayoneta cargada, sentí un brazo superior al mio, que arrastrando hacia un rincón, me presentaba a uno de mis hijos bañado en sangre de su padre; este era el pobrecito Alejandro y el brazo era el del hombre cruel que salvándome de la muerte (mi única dicha en aquel momento) me hacía ver con toda sangre fría un deber que yo había olvidado en aquel instante y era el de conservarme para el único hijo que me quedaba pues esta era la creencia de él.
Tal anuncio trajo a mi auxilio un ímpetu que me arrancara de los que me oprimían, y desesperada corrí dirigiendome donde un grupo de bandidos que manchaban sus manos con la sangre de un cadaver y llenándolo de injurias. Por sus palabras conocí que ese cadaver era el del mejor de todos los hombres, el de mi marido José. Penetrando entre ellos me eché sobre él diciendo que lo habían asesinado pero que no conseguirían ajarlo a no ser sobre mi cadáver.

Felizmente mi desesperación aterró a los bárbaros y se retiraron dejándome un cuadro que sólo a la mano de Dios ha podido presentársele.
En igual caso se hallaba la desgraciada Máxima, que en vano procuraba tener aliento para arrastrar los despojos de su marido, que hecho pedazos se hallaba en el segundo patio de la casa. En estos momentos, llegaron las caritativas señoras Gertudiz P. de C., doña Elena V. de C., doña Gertrudis J. de M., casi al mismo tiempo llegó el señor cónsul chileno a quien recurrí en aquellos momentos. Entonces viendo una mano amiga que me ayudase me puse en la amarga tarea de sacar el cadaver de José del lago de sangre en que se encontraba, lavando yo misma su cuerpo y cara , que en aquellos momentos era desconocida, después de haberlo levantado del suelo y puesto en el lugar que debía estar.
Concluido esto le ordenaban al cónsul que nos dejase y a pesar de haberse resistido, no consiguió que lo respetasen.
Tuvo que salir y otro tanto hicieron con las señoras dejándonos por toda compañía los cadáveres que nos rodeaban.
En tal estado teníamos que ahogar nuestro dolor y ocuparnos de reunir todas las fuerzas posibles para la custodia fiel de aquellos restos queridos. Al fin con algún trabajo, consiguió el señor cónsul volver y también las señoras, que después de los primeros momentos fue creciendo el número de las que me prodigaron cuidados y me ofrecían sus casas y todo cuanto pudiera necesitar.
Aunque entre éstas se hallaban algunas vecinas que por varios días habían ocultado los asesinos —no te las nombro porque ya las he perdonado— pero te diré que entre ellas hay viudas, otras que con sus maridos y sus hijos son más desgraciados aún pues está visto que no saben comprender un sentimiento noble.
Después de vencer las dificultades que te he dicho para volver, el señor cónsul se ocupó de las diligencias necesarias para dar sepultura a los mártires.
Eran las 6 de la tarde y aún no habían cajones para todos. Y tuve que resolverme, aunque con muchísimo pesar, a ver que Cano, Quiroz y Acosta, sus compañeros más leales y generosos, fueran llevados a un carro y echados en la zanja común.

Para que José, Hayes, Pedro y demás fueran llevados con dignidad tuve que concurrir al convento de Santo Domingo y asentar los nombres de los muertos en la cofradía. De este modo quedaban los cófrades en la obligación de acompañar los cadáveres.
A las seis y media de la tarde fue sacado el de José que fue puesto en el féretro y llevado a pulso por algunos cófrades y acompañados por un religioso del mismo convento hasta la mitad del patio pude ser su custodia y aunque casi fuera de mí, pude mezclar mis oraciones y plegarias a las del religioso que los encomendaba. Ya entonces convencida que me separaba para siempre de lo mas querido que tenía en la vida, quedé sin sentido y a merced de las personas que me rodeaban.
Cuando me fue posible comprender lo que oía tuve que abandonar aunque a mi pesar, las ruinas que me rodeaban, pues que a todas direcciones no se veían más que charcos de sangre, puertas rotas, baúles vacíos y destrozados pues mientras unos mataban otros saqueaban, a no dejarme ni siquiera el anillo que tenía en el dedo.
Ya era la oración y me encontraba amenazada por el populacho que obstruía la salida. Tuve que pedir a los caballeros, que después del asesinato y demás horrores se pusieron de guardia, que se demorasen un momento más y apoyada del brazo del muy respetable señor Borgoño, cónsul chileno, me dirigí a la casa de la señora doña Gertrudiz G. de Coll, donde he permanecido con Máxima y demás familia hasta el 22 que me puse en viaje para esta, conducida por el señor Daniel González y acompañada por algunos buenos amigos chilenos de la emigración.
Estos, asociados a González, han hecho cuanto han podido para sacarme de aquel teatro de horrores y hasta ahora no dejan de hacer cuanto un amigo consecuente cree necesario.
Entretanto, estoy en casa de don Carlos González, recibiendo favores sin límites de toda su familia y estaré aquí hasta que pueda arreglar algunos asuntos que conviene los atienda de aquí.
Recomendándole los consuelos para mi pobre madre no tengo aliento para poner limpio estos borrones. Tómate el trabajo de leerlas así y también de mostrarlos a todos los amigos; ya no puedo más.
Un abrazo a Leonor y tú el cariño de la más desgraciada de tus hermanas.

Firma: Elena.


Tercer testimonio

El relato de un arrepentido
Este testimonio puede ser esclarecedor ya que se trata de una persona que participó de los hechos pero advirtió la gravedad de lo sucedido. A continuación, reproducimos un párrafo de una carta sin fecha ni firma, de uno de los actores del asalto al gobernador Virasoro en los sucesos del 16 de noviembre de 1860.

“Una cuestión sobre minas, que todos dicen aunque yo creo que es pretexto que Virasoro se las quería agarrar, fue uno de los resortes que se pusieron en juego para enconar más a la gente del pueblo y hacer hervir las pasiones y por fin el destierro de unos cuantos que eran los cabezas de la revolución, vino a precipitar el movimiento que estalló el 16 pero que nunca creimos tuviese por objeto una matanza.
Yo vi el pueblo armado y contribuí a todo, mas en la creencia que era para intimidar al mandón, hacerlo renunciar y si era preciso, ponerlo preso y mandarlo al gobierno nacional que le diera otra colocación. Así pues cuando entré con los demás a la casa y lo vi salir con el chiquillo en los brazos y que le hicieron fuego a pesar que él decía que estaba a disposición del pueblo, me dio temor por una acción tan infame y retrocedí asustado hasta un rincón, detrás de aquella gentuza que por momentos triplicaba el número, encabezados por unos 15 o 20 amigos del gobierno, jóvenes a quienes yo no hubiese creído tan sanguinarios y feroces.

Allí presencié el fusilamiento inútil de aquella pobre gente que a la verdad tenían bien puesto el nonbre de valientes porque lo eran hasta donde puede llegar el valor de los hombres; ni uno solo de los once que estaban, contando tres o cuatro ordenanzas y sirvientes, se mostró flojo ni pidió cuartel. Hechos pedazos, brotándoles a torrentes la sangre por veinte bocas abiertas por las balas, mutilados muchos de sus miembros, se defendían y peleaban como leones, hasta que cayeron sin dar un gemido entre la gritería infernal del pueblo.
La mujer de Virasoro salió con sus hijos gritando si no habían balas para ella. La sangre se me heló en el cuerpo al ver aquella mujer hermosa, desnuda, con sólo una bata suelta y descalza, con los niños en la mano, pálida como un muerto, ante aquella pueblaba cebada en sangre. Nunca creí ver algo tan horrible como lo que acababa de ver.
Felizmente el oficial Marcelino Quiroga, se dio vuelta y dio la voz de
—¡Fuera, ya concluyeron los tiranos!.
Entonces se dispuso llevar a la plaza los cadáveres mientras que varias comisiones se repartieron con orden de acabar con todos los amigos del gobernador.
Muchos de estos han sido unos buenos bribones y merecían un buen susto. El que les dieron no fue chico como a los jefes militares que se han escapado a Dios gracias y a los buenos caballos.
Algunas horas después supe que no habían muerto ninguno sino que los tenían presos lo mismo que a los representantes.

Al día siguiente la gente se miraba unos a otros y se agrachaba teniendose miedo a si mismo. Los que dieron los primeros tiros a Virasoro negaban que hubiesen ellos asistido y culpaban a otros. El remordimiento empezó a hacer efecto y yo he visto a algunos hacer acciones de locos, según era el miedo que les entró.
Se nombró a Precilla gobernador interino y se negó. Esto infundió más el pánico, hasta que empezaron a esconderse, mas como los promotores vieron el compromiso y el aislamiento en que iban a quedar, se pusieron con tesón a juntar la plebe y temiendo otro San Bartolomé, concurrieron muchos ciudadanos y como último recurso, mientras llegaba Aberastain a quien se había mandado llamar a esta para gobernar, ahí en Buenos Aires y en otras partes, se nombró provisoriamente o fue el único que aceptó al chileno Cobo.
Mientras tanto, amigo, si antes era esto malo hoy es peor. Cierto que se oyen y se gritan palacadas capaces de asustar a Napoleón, se hacen invitaciones y amenazas a Mendoza y San Luis que atemorizan. Pero la verdad es que los hombres en privado no saben qué hacer. Los oigo contar con Peñaloza y con los hombres de esa. Pero yo que sé algo de anterior por un amigo de Virasoro creo que se engañan ellos mismos. Muchos que han registrado los papeles y la correspondencia de Virasoro, temen más que Peñaloza invada a San Juan en venganza del gobernador de su plenipotenciario Rollin que era todo su despempeño en diplomacia.

Muerte innecesaria

Que la muerte de Virasoro fue innecesaria lo demuestra el hecho de que reconciliadas momentáneamente la Confederación y el Estado de Buenos Aires y buscando ambas partes la unidad nacional, el 11 de noviembre se reúnen en Paraná, Justo José de Urquiza, el general Bartolomé Mitre, gobernador de Buenos Aires y Santiago Derqui, presidente de la Confederación. Preocupados por la situación de San Juan, deciden enviarle una carta a Virasoro en la que le expresan que “nos permitimos aconsejarle un paso que le honraría altamente y que resolvería de una manera decorosa para todos la crisis por la que está pasando esa desgraciada provincia”.
“Este paso que le aconsejamos amistosamente —dice la carta— es que meditando seriamente sobre la situación de San Juan, tenga V.E. la abnegación y el patriotismo de dejar libre y espontáneamente el puesto que ocupa en ella, a fin de que sus aptitudes militares puedan ser utilizadas en otra parte de la Nación, con mayor honra para el país y para V.E. mismo”.
En pocas palabras, el gobernante correntino iba a renunciar a su cargo. La carta fue despachada el día 16, el mismo en que fue asesinado Virasoro.


El principal protagonista

José Antonio Virasoro.

Tenía 46 años cuando fue asesinado el coronel José Antonio Virasoro. Era miembro de una familia de militares y políticos correntinos. Su padre, Juan Ascencio Virasoro, había nacido en Viscaya, España y fue piloto y cosmógrafo. Su hermano, el general Benjamín Virasoro, fue gobernador de Corrientes en 1847 y figura de relieve nacional. Otro de sus hermanos, el coronel Miguel Virasoro, fue dos veces gobernador correntino, en 1848 y 1849. Cuando llegó a San Juan, en 1859, Virasoro era un militar de carrera de cierto prestigio y estaba casado con Elena González de Lamadrid, descendiente también de militares de carrera.



El marco político

El asesinato del general Nazario Benavides en 1858, tuvo honda repercusión en el país. La muerte de quien fuera hombre fuerte de San Juan durante 20 años derivó en la integración de una Comisión Representativa Nacional, encabezada por el ministro Santiago Derqui a quien acompañaba una corta comitiva que integraba entre otros, el coronel correntino Juan José Virasoro. La Comisión se proponía buscar una salida al problema político de San Juan, elevado a la categoría de caso institucional.
El problema sanjuanino enlazaba con la situación nacional donde la disputa por la presidencia estaba centrada entre el cordobés Santiago Derqui y el sanjuanino —y vicepresidente— Salvador María del Carril. Precisamente, con el asesinato de Benavides pierde Del Carril sus posibilidades pues su actuación fue dilatoria, lo que decidió al presidente Urquiza a apoyar a su ministro.

La situación en San Juan

Sesenta días actuó la Comisión Representativa Nacional. Conformó un Consejo o Senado consultivo de 25 miembros, destituyó al gobernador Manuel José Gómez y convocó a elecciones para elegir un nuevo gobernador. Aunque era forastero, el elegido fue el correntino Virasoro, que asumió su cargo el 25 de enero de 1859, primero como gobernador interino para completar el mandato de Gómez.
Apoyado inicialmente por diversos sectores, Virasoro pronto demostró que no era un político ni un hombre de Estado. Mitre dijo de él que “era un hombre con instintos de tigre, que no podía mandar pueblos sin cometer violencias y provocar resistencias”.
Pronto los sanjuaninos lo fueron dejando sólo, rodeado por colaboradores que trajo de Corrientes. Aunque tuvo iniciativas progresistas, como el empedrado de las calles de la ciudad y la iluminación con lámparas de aceite, cometió un “pecado” que siempre trajo dolores de cabeza a los gobernantes sanjuaninos: quiso cobrar los impuestos.
El malestar de la población y la prédica de Aberastain desterrado en Mendoza, sumado a las actitudes dictatoriales de Virasoro ya transformado en el “tirano correntino” para la opinión pública, fueron creando las condiciones para los sucesos que se produjeron el 16 de noviembre de 1860.

Carta de Urquiza a Sarmiento

San José, 15 de enero de 1861
Señor Don Domingo F. Sarmiento
Estimado amigo:
Voy al ser breve al contestar su última carta sin fecha pues es inútil una discusión cuando usted está tan apasionado que llama bandoleros a las fuerzas de la autoridad federal y vota por su rechazo y derrota, y a los bandoleros que escalaron la casa del señor Virasoro para asesinarlo, patriotas.
Virasoro no ha sido asesinado porque se defendió, según usted. No creo yo le diesen tiempo cuando iban tantos contra uno. Y ya ve que si no hay más con que probarlo no debe admitirse. Virasoro era un bravo y no había de morir como un cordero.
Esté usted seguro que si el coronel Saa se ve obligado a usar las armas, la resistencia que le opongan los que prohijen el asesinato será tan débil como la que se opuso cuando fue asesinado el general Benavides. El crimen es siempre cobarde.
Yo apelo de sus opiniones de hoy para ante los que usted formará desde el extranjero, menos plazo que el que usted me pone cuando se liberte usted de una atmosfera densa y de suyo prismática.
Soy de Ud. Affmo. amigo y servidor.
Justo José de Urquiza.



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