Masacre en una casa céntrica. Atentado contra el poder

Una noche agitada

Los dos hombres vestidos de traje pese al calor del verano sanjuanino, venían caminando hacia el centro de la plaza mayor de San Juan,
Uno de ellos, cojeaba notoriamente y se apoyaba en su bastón a cada paso.
Se llamaba Carlos Doncel y tres meses más tarde debía asumir la gobernación de San Juan.
—Allá está el coronel — dijo su acompañante, Vicente Mallea, señalando hacia la fuente de la plaza, que estaba en proceso de remodelación.
Mallea también debía asumir el siguiente 12 de mayo pues había sido electo vicegobernador.
El coronel era Agustín Gómez, senador nacional y ex gobernador de San Juan. A pesar de que aun no cumplía 40 años, las pronunciadas entradas de su cabellera y la barba que comenzaba a blanquearse, le daban un aspecto mayor.
—Buenas noches, señores... ¿Cómo están ustedes?
—Muy bien coronel. Aprovechando para caminar un poco.
—¿Llegó Anacleto?
—Sí, acaba de llegar. Está conversando con Justina.
Justina Gil de Mallea era hermana del gobernador Anacleto Gil y esposa de Vicente Mallea.
—¿Porqué no me acompañan unos metros? Quiero ver como marchan las obras de la Casa de Gobierno — dijo el coronel.
—Perfecto. De paso dejamos que Justina pueda hablar un rato con su hermano al que por sus ocupaciones tampoco puede ver últimamente— contestó Doncel.

Eran poco más de las ocho y media de la noche y el sol ya había desaparecido.
Sobre la calle General Acha, frente a la Plaza, se alzaba la silueta de la Casa de Gobierno la que ¡por fin! sería inaugurada.
—¿Se confirmó la presencia del viejo? — preguntó Gómez.
—Sí, coronel. Hemos recibido un telegrama desde Valparaíso donde nos confirma que estará acá para la inauguración.
El “viejo” era Domingo Faustino Sarmiento.
—¿Cuánto hace que no viene don Domingo a San Juan?, preguntó Mallea.
—Veinte años, al menos. — contestó Gómez.
—Es increíble este Sarmiento. Miren que ya cumplió 72 años y sigue andando por todas partes.
—El viajecito que le espera no es poca cosa. Varios días se demora en cruzar la cordillera...

Los tres hombres estuvieron algunos minutos conversando frente al edificio de la Casa de Gobierno y luego, lentamente comenzaron a desandar el camino. Cruzaron la plaza y llegaron a la esquina de Mitre y Mendoza.
Ya estaba oscuro.
—Tengo una sensación fea, como si alguien nos estuviera siguiendo —, dijo Gómez.
—Yo veo todo muy tranquilo— respondió Mallea.
—En los últimos días han circulado versiones muy feas —, dijo Doncel.
—¿A qué se refiere? — preguntó el coronel.
—Se habla de un plan para asesinarlo a usted y al gobernador Gil...
—Yo no sé si hay que dar crédito a todo lo que se dice... El diario La Unión está creando un clima muy denso en San Juan. Vamos a tener que hacer algo con esta gente.
—Pero no sólo el diario está en abierta oposición, coronel. El gobernador Gil recibió un telegrama desde Buenos Aires donde le prevenían que tomara precauciones pues han detectado un plan para asesinarlo.
—¿Y qué dice Anacleto?
—Usted sabe como es él. No le ha dado importancia al asunto.

Los hombres tomaron por calle Mendoza hacia el sur.
A mitad de cuadra, entre Santa Fe y Mitre, la calle mostraba una elevación pues por allí pasaba la acequia regadora que llevaba el agua hasta las propiedades.
Precisamente a esa altura estaba la casa de Mallea. Una vivienda construida con adobe, alta, con varias habitaciones que remataba en un fondo con parrales.
—Bueno, ya llegamos. Pasen por favor— pidió el dueño de casa.
Pasaron y se dirigieron al comedor, donde Anacleto Gil conversaba con Justina.
Los hombres se saludaron afectuosamente.
Estaban por ocupar sus asientos cuando sienten golpear a la puerta.
—Buenas, buenas... ¿Cómo están ustedes?
Belisario Albarracín, ministro de Hacienda de Gil es quien había llegado.
Tras los saludos de rigor, Albarracín dice:
—Si me disculpan, ustedes, salgo unos minutos a comprar cigarrillos al negocio de Olguín.
Justina, por su parte, ofrece una taza de té.
—¿Ya cenó coronel?
—Si señora, yo ceno muy temprano. Pero con mucho gusto tomaré una taza de té.
Hacía cinco minutos que el reloj de la Catedral había señalado las 9 de la noche.
Justina sirvió el té y se retiró, dejando a los hombres solos.
Esa noche, el poder de San Juan estaba reunido en aquella casa de la calle Mendoza: un ex gober-nador, actual senador y hombre fuerte del partido; el actual gobernador y los futuros gobernador y vice.
Aunque la reunión pareciera imprevista y de carácter meramente social, lo cierto es que aquellos hombres tenían muchas cosas que hablar: las relaciones con el general Roca, las versiones sobre una revolución que se estaba gestando en San Juan, el traspaso del gobierno a Doncel, la próxima visita de Domingo Faustino Sarmiento.
—Cuéntenos, coronel. ¿Cómo andan las cosas por Buenos Aires?
—Ustedes saben mejor que yo. “El Zorro” (el general Roca), quiere consolidar su posición en toda la república. Para él somos simples bonetes a los que se controla o somete...
—Yo sé que no somos gratos a Roca — comentó Gil— las presiones que he venido soportando en estos años han sido muchas y creo que el acuerdo alcanzado en Buenos Aires es algo transitorio.
—Transitorio pero necesario, Anacleto — dijo Gómez— si no hubiéramos acordado en Buenos Aires, Roca intervenía San Juan.
Doncel guardó silencio.
Sabía que ese acuerdo es lo que le había permitido ser electo gobernador, en lugar de Mallea, el hombre que deseaba Anacleto Gil lo sucediera.

En eso estaban cuando de pronto todo cambio.
Cinco desconocidos acababan de entrar en la sala.
Doncel fue el primero en advertir la situación: los desconocidos están armados.
De pronto se oye un tiro de Remington y se escucha la voz de Mallea:
—¿Qué diablos significa esto?
Los extraños visitantes comienzan a disparar contra el grupo reunido.
Doncel de un fuerte bastonazo apaga la lámpara que iluminaba la sala y se lanza bajo la mesa del comedor.
—Hijos de puta —, se escucha en la oscuridad.
Se ve la sombra de Agustín Gómez que corre en dirección a los fondos, procurando ocultarse en el frondoso pa-rral o ganar la casa vecina.
Otras dos sombras lo siguen.
Suenan varios tiros.
Gómez cae acribillado a balazos disparados contra su espalda desde pocos metros.

El gobernador Gil está herido levemente y logra refugiarse en una sala contigua.
El olor a pólvora cubre la casa. Se escucha los gritos de Justina.
—¿Qué está pasando, por favor, que está pasando?— grita con desesperación.
Una sombra ha encontrado a Gil. Lo toma de los cabellos y la barba y lo arrastra hacia la calle.
La silueta del desconocido toma forma. Tiene cabellos y barba blanca.
El desconocido arroja a Gil sobre la acequia regadora que atraviesa la calle Mendoza. Inmediatamente comienza a dispararle. Un tiro, dos. El cuerpo del gobernador comienza a cubrirse se sangre.
El desconocido toma a Gil de los cabellos y le dispara un tiro de gracia en la nuca. El mandatario queda inerte.
—Vamos, vamos. Ya están muertos —, se escucha una voz.

Dos minutos más tarde, la casa es un hervidero de gente.
—¡Han matado al gobernador y al coronel Gómez! — dice alguien.
Belisario Albarracín ha llegado corriendo al lugar del crimen.
Doncel y Mallea están heridos pero con vida.
—¿Cómo está, doctor? — le preguntan a Doncel.
—Bien, sólo tengo una herida en una mano.
Los gritos de Justina se alzan sobre el resto.
—¡Ayúdenme, por favor, parece que Anacleto aun vive!
A pesar de las heridas recibidas, Mallea se acerca.
—¡Rápido, llamen a un médico!
—Que alguien vea qué ha pasado con el coronel — grita Doncel.
—Está muerto doctor. Tiene nueve balazos de Smith en la espalda.
La noche cubre San Juan, la siempre violenta, la de las pasiones envenenadas.
A lo lejos se escuchan tiros.
—¡Cagamos, esto es una revolución! —, piensa para sí Carlos Doncel.

Mientras esto sucedía en la calle Mendoza, a pocas cuadras de allí, medio centenar de sujetos emponchados, atacaban el cuartel de San Clemente, que ocupaba toda la manzana delimitada por las calles Tucumán, Santa Fe, General Acha y Córdoba.
Durante veinte minutos dispararon contra el cuartel sin dar tregua.
—Resistan, carajo, no dejen de tirar— gritaba el capitán Juan de Dios Olivares.
Olivares había quedado al frente de la resistencia. Su jefe, el mayor Manuel Fernández Oro, estaba entre los complotados.
—Aquel hijo de puta es Sebastián Elizondo — dijo un soldado.
Olivares lo conocía bien. Elizondo había sido montonero a las órdenes de Felipe Varela y ahora trabajaba como capataz del diputado Napoleón Burgoa.
—¡Cuándo mierda se les terminarán las balas!

A las 10 de la noche, el silencio volvió a cubrir la ciudad.
Los revoltosos habían fracasado en el intento de tomar el cuartel y huían.
Un soldado se acercó a Olivares.
—Hay varios muertos y heridos, mi capitán.
—¿Hay detenidos?
—Hemos apresado a varios heridos. Quédese tranquilo que ya van a hablar...
Olivares sabía que hablarían. Y mucho.
—¿Sabe quién estaba entre los atacantes, mi capitán?
—Dígame.
—José Carrizo.
Olivares sabía bien quién era Carrizo. Hermano de Santos Guayama, el bandolero muerto por orden de Agustín Gómez años atrás.

El día después

El día 7 de febrero amaneció un San Juan distinto.
La noticia sobre lo sucedido la noche anterior ya era conocida en cada rincón.
La gente había salido a las calles a informarse. Aldea chica, cada detalle se relataba una y mil veces, se agrandaba, se modificaba, se tejían mil versiones.
Monseñor Salvador Isaac Giles, el presidente del Senado, estaba instalado en su oficina. Frente a él, el capitán Juan de Dios Olivares, rendía su informe.
—¿Tiene una idea clara, capitán, de lo que ocurrió anoche?
—Estamos recién tomando los primeros testimonios. Puedo sí decirle que el coronel Gómez está muerto.
—Se que el gobernador Gil se debate entre la vida y la muerte.
—Efectivamente, monseñor. Lo están atendiendo los doctores Amaro Cuenca, Miguel S. Echegaray, José María Flores Videla y Alejandro Albarracín... Pero nadie da nada por su vida. Estos bestias le dispararon tres veces...
—Mallea y Doncel están fuera de peligro...
—Sólo han recibido heridas menores.
—¿Se sabe quiénes los atacaron?
—Esto ha sido político, monseñor, no le quepa dudas. Pero pronto sabremos quién está detrás.
—¿Tiene alguna sospecha?
—Monseñor, yo sólo soy un soldado...
—Hable y quédese tranquilo que la información la manejaré yo.

Olivares contó todo lo que sabía.
—Anoche, nos avisaron que había una persona muerta cerca del puente Los Tapones, en Trinidad.
—Continúe...
—Esta persona participó en los sucesos ocurridos en la casa del señor Mallea.
—Ahá...
—Es más, sería el hombre que, una vez muerto el coronel Gómez, se acercó al cuerpo y le dio una última puñalada para asegurarse que era difunto.
—¿Y qué pasó con este hombre?
—Cometido el crimen, huyó por calle Mendoza hacia al sur, hasta que al llegar al puente Los Tapones quedó muerto.
—¿Estaba herido...?
—No, en absoluto. Al parecer, le dio un síncope.
—¿Y quién era ese hombre?
—Esto es lo extraño...
—¿Extraño?
—Sí, monseñor. Ese hombre es o era, mejor dicho, el cochero de don Manuel María Moreno...
Monseñor Giles miró a Olivares y nada dijo.
Moreno había sido vicegobernador de Agustín Gómez y hombre de confianza de este, al extremo que al renunciar a su cargo lo dejó al frente de la provincia. Era en esos días, el presidente del partido roquista en San Juan.
Monseñor Giles quedó pensativo unos minutos y Olivares correspondió con un respetuoso silencio.
Como volviendo de sus cavilaciones, el presidente del Senado preguntó:
—¿Quién puede haber sido el jefe, capitán?
—Se dice que Napoleón Burgoa, monseñor.
—Mmmm... Algún pez más gordo debe estar más arriba...
—He mandado al teniente Desiderio Salinas acompañado por varios hombres en persecución de un grupo que tras atacar el cuartel huyó hacia Caucete. Espero tener novedades para la tarde.
—¿Sabe quiénes están en ese grupo?
—Los manda Sebastián Elizondo, el capataz de Burgoa.
—¡Lindo ejemplar!

Monseñor Giles convocó esa misma tarde a la Legislatura.
Cientos de curiosos esperaban en la plaza y en la equina de Rivadavia y General Acha cuando fueron llegando los legisladores.
A esa hora ya una noticia había ganado la calle:
—El vicegobernador Juan Luis Sarmiento era uno de los jefes del movimiento revolucionario.
Sarmiento había desaparecido.
Agonizante el gobernador Anacleto Gil y desaparecido Sarmiento, la provincia quedaba prácticamente acéfala por lo que monseñor Giles, como presidente del Senado, se apresuró a convocar a los le-gisladores.
—Señores, quiero decirles que he decidido renunciar como presidente del Senado.
Los legisladores se miraban absortos. Un murmullo creció en la sala.
—Usted no puede renunciar, monseñor. San Juan está en estado de acefalía.
—No sólo que puedo sino que debo renunciar. Antes que nada, soy un sacerdote. Yo no puedo estar al frente de las tareas de esclarecimiento, represión y castigo de los culpables. Compréndanme. Uno de ustedes debe conducir esa tarea. Y por eso he pensado que debemos poner en marcha los mecanismos para que quienes ustedes decidan, quede al frente del gobierno. El primer paso es, pues, mi renuncia.

Las palabras de monseñor tenían lógica.
El paso siguiente consistía en elegir al sucesor.
El poder estaba bien atado, en aquellos días.
Tenía que ser un hombre de confianza de Gil pues, aunque agonizante, aún estaba vivo y era el gobernador.
Pero al mismo tiempo, debía ser un integrante del Poder Legislativo.
Y un hombre con capacidad suficiente para manejar una situación muy delicada que nadie sabía a esa altura, hasta donde podría llegar en sus ramificaciones.
Un sólo hombre reunía todas las condiciones: el cuñado de Gil, senador provincial y vicegobernador electo, Vicente C. Mallea.
Esa misma noche, Mallea asumió la presidencia del Senado y quedó interinamente a cargo del Poder Ejecutivo.
Esa misma noche, también, la Legislatura reunida en sesión extraordinaria, promovió juicio político contra el vicegobernador Juan Luis Sarmiento, sospechado de ser instigador de los graves hechos que terminaron con la muerte de Gómez, las gravísimas heridas recibidas por el gobernador Anacleto Gil y el asalto al cuartel que causó varias muertes y heridos.
Mallea, hombre práctico, sabía donde golpear.
Su primera orden fue terminante:
—Quiero ver inmediatamente detenido a don Manuel María Moreno, a Gregorio Correa, a Napoleón Burgoa y a todos los que han participado del hecho.
El capitán Olivares presentaba su informe a Mallea:
—El teniente Salinas se topó con el grupo de Sebastián Elizondo en Caucete y tras un intenso tiroteo en el que hubo varios muertos y heridos por ambas partes, logró reducirlos.
—Perfecto. ¿Qué hace Salinas ahora?
—Lo he mandado en persecución de Napoleón Burgoa y de don Juan Manuel de la Presilla que al parecer huyen a Chile por el paso de Portillo.

Nunca imaginó Mallea que en tan pocos días su vida cambiaría tanto. De ser el senador de con-fianza de su cuñado, el gobernador Gil, había pasado a ser el hombre fuerte de la provincia.
Las noticias sobre Gil eran desalentadoras.
—Sigue en estado muy crítico— decían los médicos.
La noticia del asesinato del senador nacional Gómez y el atentado contra el gobernador habían causado conmoción en Buenos Aires.
El presidente Roca había recibido un telegrama del vicegobernador Sarmiento, oculto en algún domicilio que le servía de refugio:
—“San Juan en estado de acefalía, solicito urgente la intervención federal”— decía.
Roca estaba indignado con lo ocurrido. Moreno y Sarmiento eran hombres de su partido y algunos intentaban sacar provecho de la situación señalándolo como autor intelectual de los crímenes.
El 11 de febrero Mallea firmó un decreto suspendiendo la aparición del diario La Unión, “por haber incitado al pueblo a deshacerse del gobernador Gil y del senador Gómez”.
El día 13, el Senado, reunido en sesión especial, expulsó de su banca a Manuel María Moreno, por encontrarlo responsable de los sucesos del día 6.
A todo esto, el juez del Crimen, Segundo Riveros, realizaba la instrucción del sumario por lo ocu-rrido.
Con el correr de los días se conocieron otros detalles del suceso:

Quedó en claro que no se trató de un hecho aislado sino de un movimiento revolucionario.

Al frente del movimiento estaba un comité que integraban varios de los principales dirigentes de la oposición mezclados con elementos del oficialismo desplazados de la conducción provincial tras los acuerdos que posibilitaron la elección de Doncel y Mallea.

Ese comité lo integraban Domingo Morón, jefe de los liberales o mitristas, quien nueve años después sería gobernador de San Juan, Juan Manuel de la Presilla (ex ministro de Rosauro Doncel, quien se alejó del grupo de los “regeneradores” al verse defraudado por no ser elegido diputado nacional), Napoleón Burgoa, Manuel María Moreno y Pedro A. Garro, por los roquistas locales en disidencias con las nuevas directivas del presidente y Juan E. Balaguer, por los seguidores de Bernardo de Irigoyen.

El cantón principal de la revolución estuvo instalado en el domicilio de Emiliano Rosas, situado a una cuadra del cuartel de San Clemente.

Entre los atacantes a la casa de Mallea estaban Clemente Cuello, un ex soldado de línea de ape-llido Salinas, hijo del capataz de la Presilla y José Carrizo, hermano de Santos Guayama, además del cochero que murió de un infarto aquella noche.

Un grupo revoltoso había partido del comercio que poseía el senador Moreno, siguiendo un carro propiedad del ex gobernador, conducido por Amador Valdéz y otro del domicilio de Emiliano Rosas.

Un tal Marcos A. Rufino había entregado armas en la casa de Domingo Morón, ubicada en la calle Laprida, entre General Acha y Mendoza, donde hoy está la Biblioteca Franklin.

Varios de los implicados habían huido de la provincia. Entre los detenidos figuraban los pe-riodistas del diario “La Unión”, Nicanor y Alejandro Garramuño, Manuel Malla, Juan de Dios Aguilar, Vicente Mercado, Ignacio Coria, Manuel Castro, Manuel José Díaz, Cayetano Espada, Juan de Dios Maradona, Numa Benavídes y Melchor Barrionuevo.

En total se habían dictado ordenes de detención contra 26 personas.

- El jefe del grupo que atacó el cuartel era el mayor Manuel Fernández Oro, actuando como segundos Elizondo y Gregorio Correa.

Una pena de muerte

Los participantes de la revuelta recibieron penas más de carácter moral que práctico.
El juez dicto orden de prisión contra 25 personas pero hay constancia de una sola sentencia a pena capital. Esta recayó en el ex soldado Salinas, uno de los asaltantes de la casa de Mallea.
Los peces grandes, nunca pagan.
El caso tuvo gran repercusión nacional
Los hechos de 1884 en San Juan, tuvieron gran repercusión nacional.
Al extremo que una comisión de notables reunida en Buenos Aires, de la que participaron más de cien personas, invitó al pueblo de la Nación a realizar un acto solemne de protesta contra el bárbaro crimen.
Repasar la lista de los asistentes, da una idea del repudio generalizado que generó el hecho. Estaban entre otros, Bartolomé Mitre, Guillermo Rawson, Santiago Cortínez, Vicente Fidel López, Leandro N. Alem, Nicolás Avellaneda, Lucio Vicente López, Tristán Achával Rodríguez, José María Rosa, Hipólito Yrigoyen, Carlos Guiado Sano, Roque Sáenz Peña, Marcial Quiroga, Nicanor Larraín, Guillermo Hudson, etc.
Esta comisión dio a publicidad un documento que expresaba en su párrafo más significativo:
“El asesinato por causas políticas es un crimen atroz que debe ser execrado como arma de partido. Jamás el asesinato es un delito puramente político y los asesinos y sus instigadores y cómplices, deben ser juzgados como reos de delito común”.
Sarmiento adhirió a la condena enviando un telegrama desde Valparaíso.


Los principales protagonistas




Carlos Doncel

Apodado “El Cojo”, tenía 32 años. Abogado, recibido en la Universidad de Buenos Aires hacía 10 años. Acababa de ser electo gobernador de San Juan y debía asumir su puesto el 12 de mayo. Más que un apasionado de la política era un producto inteligente de la ilustración. Pese a su juventud ya había sido subsecretario de Justicia e Instrucción Pública de la Nación (a los 23 años), ministro del Tribunal de Justicia de San Juan (con 26 años), convencional constituyente y ministro de Hacienda y Obras Públicas. Era sobrino de Rosauro Doncel, quien también fue gobernador.
Padecía una artrosis de cadera por lo que debía usar bastón.
 



Anacleto Gil
Tenía 32 años y desde hacía tres se desempeñaba como go-bernador de San Juan. Graduado de abogado y doctor con 22 años, comenzó a militar en el Club del Pueblo, agrupación sarmientista. Poco después fue designado ministro del Superior Tribunal de Justicia y en 1878, convencional constituyente. Luego fue ministro de Hacienda y Obras Públicas, durante las gobernaciones de Manuel María Moreno y Agustín Gómez. Al ser electo para ejercer la primera magistratura, el 2 de enero de 1881, tenía sólo 28 años, por lo que la oposición, representada por el diputado Napoleón Burgoa, lo objetó ya que la Constitución exigía un mínimo de 30. No obstante, pudo asumir el 12 de mayo de ese año por decisión de la mayoría.






Domingo Morón
Hombre del general Bartolomé Mitre en San Juan, en cuya casa de la calle Laprida se hospedó cuando este visitó San Juan en 1883. Tenía 40 años y provenía de una familia de antiguo arraigo. Nunca había salido de San Juan ni era un intelectual de nota ni un empresario de éxito. Dedicado a la agricultura y al comercio con Chile, nunca había participado en política, aunque era muy respetado por los sectores que vieron en él la figura ideal para encabezar a los seguidores de Mitre en la provincia.




 
Agustín Gómez
Nacido en San Juan, tenía 40 años y era un caudillo nato. Intuitivo, pragmático, acostumbrado al orden y a mandar, había nacido en un hogar no pudiente, por lo que un tío, Eusebio Dojorti, lo ayudó a emigrar en busca de horizontes más amplios. Otro tío, Camilo Rojo, lo hizo designar teniente de la Guardia Nacional en plena guerra con Paraguay. Al regresar a San Juan, tras participar de varias campañas, ser herido en Paraguay, alcanzar el grado de teniente coronel y vincularse muy bien en la política nacional, Gómez ocupó diversos cargos, hasta que el 23 de marzo de 1878 fue designado gobernador y juró el cargo el 12 de mayo. Durante su gestión se reformó la Constitución Provincial y se creó el cargo de vicegobernador. Renunció el 27 de enero de 1880 para hacerse designar senador nacional .Agustín Gómez era el jefe indiscutido del grupo de los “regeneradores”. Más que un político, Gómez era un jefe con ideas claras, relativamente ilustrado pero muy inteligente, al que algunos vaticinaban llegaría a la presidencia de la Nación.
 
 


Manuel María Moreno
No era brillante como los hombres que conducían San Juan en aquellos años. Además, no era tan joven como ellos pues en 1884 había cumplido los 54 años. Hombre mesurado, casi opacado, su carrera política fue muy dilatada pero comenzó modestamente: juez de paz en Caucete y comisario.
Era un típico contador del Estado, por lo que Hermógenes Ruiz lo designó ministro de Hacienda. Fue diputado y convencional constituyente y al ser creado el cargo de vicegobernador fue electo por la Legislatura. El gobernador de entonces, Agustín Gómez, renunció para hacerse designar senador nacional con lo que Moreno asumió la primera magistratura, aunque nunca quiso firmar como gobernador - lo que le correspondía- sino como vicegobernador a cargo.
 

Vicente Celestino Mallea
Tenía 35 años. Descendiente del capitán Eugenio de Mallea, era cuñado del gobernador Anacleto Gil. Había sido ministro y se desempeñaba como senador nacional. Electo vicegobernador, debía asumir esas funciones el 12 de mayo de 1884.


 

El marco político

Los regeneradores

Para la oposición era una simple “argolla”, que desde hacía años venía distribuyéndose los principales cargos públicos. Pero lo cierto es que se trató de un grupo de alto vuelo intelectual, integrado en su mayoría por profesionales jóvenes, que intentaban dar una base más sólida a San Juan. En aquel San Juan de los años 80, con una mayoría analfabeta, donde muy pocos tenían el derecho de elegir y ser elegidos, la existencia de estos hombres, los mejores de esa generación, generó lógicas reacciones. En la historia se los reconoce como el grupo de “Los regeneradores” y en él se incluyen a los gobernadores Rosauro Doncel, Agustín Gómez, Manuel María Moreno, Anacleto Gil, Carlos Doncel y Angel D. Rojas.
La mayoría de ellos fue no sólo gobernador sino también senador nacional, ministro, legislador provincial y convencional durante la reforma de Constitución Provincial en 1878. Los regeneradores se oponían al centralismo porteño. El más enérgico era Gómez, que en el Senado sostenía que la capital debía estar en Rosario.
No era casual que permanentemente se hablara de intervención a San Juan.
Durante el gobierno de Anacleto Gil, hombre de fuerte carácter, muy independiente, la cuerda se tensa al máximo y cuando ya estaba decidida la intervención, Agustín Gómez llega a un acuerdo con el presidente Roca: a cambio de que no envíe una intervención se acepta que Carlos Doncel fuera el próximo gobernador.
Roca pensaba que Doncel sería mucho más manejable que Gil. Pero esta postulación divide a los sanjuaninos. Integrantes del grupo de los “regeneradores” se sienten desplazados y comienzan a conspirar con sectores de la oposición, apoyados por el diario La Unión, dando origen a un clima de revuelta.


 

Santa y vidente

Nadie que hubiera presenciado los hechos ocurridos el 6 de febrero habría pensado que Anacleto Gil sobreviviría al atentado.
Con dos heridas en la cabeza y una en la nuca, el gobernador estuvo varios días entre la vida y la muerte, privado del conocimiento.
En esos días, aunque lo atendían varios facultativos, su hermana Justina mandó llamar a una mujer que gozaba fama de santa y vidente.
Se trataba de la sirva de Dios, Jesús Vera, mentada en las crónicas del pasado por su acendrada devoción al Sagrado Corazón de Jesús.
Tras orar ante el cuerpo agonizante de Gil. la mujer fue contundente en su pronóstico:
—Este hombre se salvará.
— ¿Está segura, hermana?
—Sí, es un hombre limpio.
Jesús Vera fue sepultada en el templo de San Agustín, ubicado en la calle que hoy se llama Entre Ríos, entre Mitre y Rivadavia, por ser considerada partícipe de un hecho reputado de milagroso.


 

Las pasiones sanjuaninas

¿Tuvo el general Roca algo que ver en los sucesos de 1884?
Todo da a entender que no, aunque algunos círculos interesados en la competencia por la futura presidencia, se empecinaron en considerar la declaración de los notables una condenación contra Roca, como supuesto instigador de la eliminación de Gómez, cuya figura había alcanzado cierto volumen por sus actitudes en el Senado contra el centralismo.
Sin embargo, Roca condenó siempre lo ocurrido.
La revuelta y el asesinato sólo pueden adjudicarse a las siempre encendidas pasiones políticas sanjuaninas que, a lo largo de la historia provincial detonaron más de una vez en violentas manifestaciones.


 

Qué fue de ellos

Juan Luis Sarmiento

El vicegobernador, tras el juicio político, fue destituido en la sesión del 4 de abril, declarándoselo “inhábil para ejercer ningún cargo público de honor o de confianza”. Fue el primer juicio político de la historia provincial.

Anacleto Gil
No pudo reasumir su cargo de gobernador, aunque asistió al acto de traspaso del mando a Doncel e inauguración de la Casa de Gobierno. Meses más tarde fue electo senador nacional para completar el período del asesinado Agustín Gómez. Permaneció diez años en el Senado Nacional. Su vida política entró luego en un eclipse pronunciado. Falleció el 22 de marzo de 1939, a los 87 años, tras desempeñarse hasta la ancianidad como rector del Colegio Nacional.

Carlos Doncel
Asumió como gobernador el 12 de mayo de 1884 y cumplió con su mandato de tres años. Fue senador nacional y director del Banco Hipotecario Nacional. En 1896 fue electo nuevamente gobernador pero renunció dos años más tarde para hacerse elegir senador nacional. Designado juez federal en 1809, falleció el 17 de junio de 1910, a los 59 años.

Vicente Mallea
Se desempeñó como presidente del Senado a cargo del Poder Ejecutivo hasta el 12 de mayo, fecha en la que asumió como vicegobernador completando el mandato en 1887. Fue luego ministro del gobernador Federico Moreno y uno de los fundadores del Club Social, en1888. Falleció a los 46 años, el 27 de diciembre de 1894.

Manuel María Moreno
Tras este hecho, Manuel Moreno sale de escena en la política sanjuanina. Su nombre reaparece recién en 1908 cuando el coronel Carlos Sarmiento, electo gobernador, lo designa su secretario privado. Murió el 21 de febrero de 1923, con 93 años. En los últimos años de su vida se desempeñó como encuadernador de decretos oficiales.

Domingo Morón
Se mantuvo por algunos años alejado de la política pero pronto se reveló como un hombre capaz de ejercer una dura oposición al gobierno y de mostrar dotes apreciables de conductor. Electo gobernador el 16 de enero de 1913, asumió el cargo el 12 de mayo de ese año.

Napoleón Burgoa
Estuvo un tiempo exiliado en Chile y al regresar, el general Roca lo hizo designar en un puesto en la comisaría de la Cámara de Senadores de la Nación, donde se jubiló como empleado del Congreso.



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