Estampas urbanas de 1900

Editorial Sanjuanina editó en 1973 el libro de Pablo Alberto del Carril Quiroga, “Hilvanando Recuerdos”. Abogado, y escritor, del Carril fue vocal del consejo general de educación, secretario del Juzgado Federal, integrante de entidades como Amigos Sanjuaninos y Academia provincial de la Historia y desarrollo una intensa vida social. De ese libro hemos extraído este artículo que pinta el San Juan de 1900.

En la época de la “Vendimia”, en el mes de febrero, era frecuente durante las horas de la mañana, sentir el paso de “tropas de carros”, de dos ruedas, llantas de hierro, por la calle, los que eran tirados por tres mulares (uno varero y dos laderos), tropa que se anunciaba con un largo toque de “corneta” con que el carrero del primer carro advertía el paso de quince o viente carros que con el golpe acompasado de la maza de la rueda con el tope del eje, provocado por las irregularidades del “empedrado”, ponía una nota monótona, que atraía a la calle a los curiosos durante su paso. Carros cargados generalmente de “canecas” con uva para las bodegas o de bordalesas con vino para la “Estación del Ferrocarril” Gran Oeste Argentino (ahora Libertador General San Martín).
Delante de la “tropa”, iba una yegua madrina con un sonoro “cencerro” colgado del cogote del animal, cuyo repiqueteo mantenía unidas a quince o veinte mulas sueltas de “repuesto”, que le seguían.
Algún perro se acercaba demasiado a los animales provocándolos con sus ladridos y tratando de morderles las patas, a lo que reaccionaban aquellos, que de una feroz patada los obligaba a retirarse con aullidos lastimeros.

Casi no había “tránsito” de vehículos callejeros. Sólo una que otra “Victoria” de alquiler, tirada por un caballo, para el transporte de pasajeros, o “sulkis” particulares demasiado altos, “brek” para seis personas, carretelas de verduleros o carritos de panaderos o comerciantes a domicilio, que empujaban a mano sus vehículos.

Los primeros automóviles aparecieron el año 1908: un “Hispano Suizo” de don Juan Palá, otro de don Luis Ugarte, un “Mercedes” del doctor Washington Varando, un “Fíat” de don Domingo Driollot, un “Mercedes” de don Leónidas Echegaray, un “Fíat” de Gustavo Echegaray, un “Fíat” de don Domingo Cortínez, un “Lloy” de don José Segovia y un “Cadillac” del doctor Horacio C. Videla.

A la entrada del sol, a las siete pasado meridiano eran comunes los paseos en coche, toldo bajo, de familias conocidas, correctamente trajeados, o jóvenes que salían en grupos a hacer una “pasada” o visitar a niñas de su amistad o de su preferencia.
No se veían “descamisados” en la calle, aún los obreros se ponían su saco al salir a ella y era una irreverencia o falta de respeto el presentarse con el sombrero puesto a personas mayores o superiores jerárquicos.
En los días de mucho calor, los hombres usaban “trajes de brin” a rayas o completamente blancos y sombreros de paja, rectos “cascaritas” ala recta, elegantes, cómodos y livianos o “Panamá” importados. Las damas salían de sombrero, cuando iban de visitas, las mayores, y a las niñas de más de quince años, era difícil verles la pantorrilla por las faldas largas que las ocultaba.
Desde las doce del día, en verano, era imposible salir a la calle por el calor insoportable que “reverberaba” en las paredes recalentadas, que parecían cubiertas por llamas invisibles que deformaban la visión, al mirarlas a ras de las mismas.
A las siete (pasado meridiano), recién se notaba movimiento en el interior de la casa. Los criados se apresuraban a regar los patios, y la calle frente a la casa. En la vereda, junto a la puerta se colocaban sillas para la familia en pleno, que reposaban en ellas, para ver a los paseantes o para ponerse al habla con algún vecino y comentar la noticia saliente del día o que se conociera por la publicación de “El Censor” o por “La Ley”, diarios o periódicos de la época.
Las damas exhibían discretos abanicos o pantallas de palmera. A su lado los niños en sillitas apropiadas y hasta el “cusco” familiar dormitaba indeferente completando el cuadro. Una tarde de verano el 5 de enero de 1902, llegó la noticia, que se corrió como un reguero de pólvora, de que en Valdivia, calle Victoria, había sido asesinado, en su propia casa, don José Félix Echeverría, educador y periodista activo, cuyas campañas moralizadoras contra el Gobierno de la época le había creado enemigos y adversarios políticos cuyo encono llegó hasta ultimarlo bárbaramente sin darle tiempo a reaccionar en su defensa. Los ejecutores materiales del hecho, fueron unos hermanos de apellido Silva, empleados de Policía. Fue el primer asesinato político desde 1900. Después del primer gobierno Cantonista, aconteció otro asesinato político, el del doctor José Ignacio Castellano, ex Juez del Crimen de aquel gobierno.
Ya declinando el día, pasaba un hombre, de todos conocidos, con una angarilla llevando gran cantidad de lámparas a kerosén a mecha, todas de la misma forma y tamaño, que colocaba en los faroles fijos en la pared, en la esquina de la cuadra, faroles con cuatro vidrios en los costados, los que no duraban mucho, por el espíritu dañino de los muchachos de todos los tiempos, que ejercitaban su puntería contra ellos con sus pedreas, sintiendo placer en ocasionar ese daño.

Otro empleado municipal pasaba después con una liviana escalera, encendiendo las lámparas y regulando las mechas.
Los primeros “heladeros” a domicilio, eran en forma muy precaria y antihigiénica. El helado se llevaba en un cubo de latón acuñado por lonas mojadas dentro de un medio barril transportado a la espalda y un balde con agua donde se lavaban los vasos usados. Después aparecieron los carritos con ruedas con dos o más cubos, con distinta clase de helados, surtidos por heladería como la de “Vila” existente en la plaza 25 de Mayo, calle Mendoza.

El marco de la ciudad lo formaban las cuatro “calles anchas” bordeadas por grandes árboles de “álamo carolino”, corpulentos y altos, añosos con ramas secas que resultaban un peligro para el tránsito, los días de viento “Zonda” o “Sur”, que muchas veces volteó con gran estridencia ramas que destrozaron algún techo o corniza. La hermosa sombra durante breve plazo del año, no compensaba el peligro o destrozos que causaban, como asimismo el levantamiento en las veredas producidos por sus raíces, al caer vencidos por el tiempo.
Las calles parecían haber salido recién del período colonial, eran estrechas y semi pavimentadas con cantos rodados chicos llamados “piedra bola”. El nivel de las que corrían de Norte a Sur no eran en un mismo plano, porque a mitad de cuadra pasaba una pequeña acequia, llena de pasto y descuidada, la que elevaba el nivel descendiendo en cada esquina a la altura de la calle traviesa dándole un aspecto ondulado.
El servicio del “agua corriente” se implantó durante la administración del gobierno del doctor Anacleto Gil. Las comunicaciones telefónicas, lo mismo, era muy deficientes, con teléfonos a manija y se necesitaba por lo menos media hora para entablar una conversación. En 1902 también se procuró iluminar las calles y plazas con luz eléctrica. Los vientos y las lluvias interrumpían la corriente. Los “arcos voltáicos” colocados en la plaza 25 de Mayo, con grandes globos de vidrio blanco, mantenidos por altas y artísticas columnas de hierro sobre el veredón de las esquinas, no funcionaron y en las noches de retreta, se asistía a un chisporroteo ruidoso, sin esperanzas de luz en esos artefactos, de los que se desprendían trozos de carbón incandescente que eran un peligro para los pasantes.

El desagüe de los techos de las casas, cuando llovía, era por caños salientes a la calle, por debajo de las cornizas y que caían sobre la vereda, otros caños caían a los patios internos de la casa. Los transeúntes de la calle tenían que esquivar a los chorros de agua y barro que caía sobre sus personas arruinando paraguas y trajes y los caños internos cubrían de tierra y paja los ladrillos de los patios, tapando los desagües.
Hubo un medio de transporte colectivo de personas, desde la ciudad hasta “Punta de Rieles” en Desamparados. Se trataba de un “tranvía a sangre” como se lo llamaba, tirado por tres caballos, que se deslizaba sobre rieles y con capacidad para veinte personas. Eran frecuentes los descarrilamientos en las curvas o cuando alguna piedra lanzada por las patas de los caballos estorbaba a las ruedas. En estos percances tenía que descender todo el pasaje a ayudar a volver las ruedas sobre los rieles. El autor conoció su recorrido desde Av. España al Oeste, pero algunos afirman que originariamente la línea partía desde Santa Lucía por calle Ancha del Sur, hacia el oeste hasta Av. España y Entre Ríos (ahora Libertador General San Martín) y por ésta hasta lo de Igarzábal, Desamparados.
La limpieza de las calles se hacía por turno, por calle, quince o veinte muchachos, capitaneados por un adulto, manco y sin nariz, de apellido Icazati (que perdió la nariz por enfermedad) que provisto de un largo rebenque imponía su autoridad. Se usaban escobas de “pichana” de fácil fabricación con ramas de un “monte” muy abundante en el campo “La Pichana”. Mucho después aparecieron los tanques regadores y las barredoras mecánicas tiradas por animales. Cuando eran solicitados a la iglesia los servicios religiosos para asistir a algún enfermo grave en trance de muerte, concurría el señor cura, con los hábitos apropiados acompañado de monaguillo, llevando el caliz con la sagrada hostia, en un coche de plaza, cuyo paso por las calles era anunciado con el toque de campanilla, el que advertido por los transeúntes de la calle, éstos con todo respeto se arrodillaban en la vereda y se persignaban.

Cuando acontecía algún siniestro, incendio, derrumbe, etc., éste se anunciaba al público con “toques” seguidos y rápidos de campana en la torre de la Catedral y la gente corría presurosa a la plaza principal a recoger noticias. Lo mismo se anunciaba por toques acompasados, de dos en dos, de campanas, cuando ocurría algún fallecimiento de personas conocidas, quien oía esos toques, decía: “están doblando a muerte” y lo difundía, luego la gente salía a la calle a tomar noticias.
Eran muy allegadas a las casas, familias hacendosas y hábiles en muchos quehaceres: “bordadoras de manteles”, las Vargas de Trinidad; las “empanaderas”, la negra Damiana; las “que fabricaban tabletas” habían muchas, como las que fabricaban caramelos, alfeñiques, sustancia, huevos quimbos, semitas, biscochos duros, etc., que hacían sus visitas periódicas y obtenían algún encargo de su especialidad. Otros como el “Ciego Gutiérrez”, que tocaba el piano a domicilio; el Changador de la Estación, sordomudo, que ofrecía su servicio. Los vendedores de “Esteras de totora” que eran útiles en invierno para colocarlas debajo de las alfombras para evitar que éstas se deterioren marcándose los ángulos de los ladrillos en las mismas, por las irregularidades de los mismos. Todas estas personas eran cumplidoras y más que por la gratificación, se esmeraban por hacer quedar bien.
Haciendo contraste con los anteriormente mencionados, concurrían periódicamente a las casas algunos lisiados con males congénitos, imposibilitados físicamente para el trabajo, que iban directamente a pedir limosna, tales como: “El zonzo de las Peras”, “El Facundo del Cáncer”, “El Calambrioso”, “Cosme”, “El Sapo Narváez” y otros a quienes siempre se les ayudaba por ser inofensivos y
agradecidos. De “Facundo del Cáncer”, se cuenta que una vez, alguien le encargó la venta de un pavo, para ganarse una propina y después de mucho caminar, no encontrando comprador y cansado con el peso del animal, al hombro..., lo largó a éste en la calle y regresó con el cuento... diciendo
¡me cansé y lo largué!

Por las mañanas, pasaban a menudo “mercachifles” ofreciendo mercaderías de “Bazar” y “tienda” a domicilio, con un cajón a la espalda bien surtido de lo que más necesitan las dueñas de casa para el arreglo de sus ropas y otros menesteres: géneros, randas, puntillas, botones, cintas, jabón, peines, peinetas, broches, etc., de que los proveía negocios de la ciudad, que de esta manera extendían el radio de acción hasta las afuera de la ciudad, haciendo grandes giras agobiados por el peso de su mercadería. En esta forma se iniciaron muchos comerciantes conocidos que arraigaron en San Juan y llegaron a la opulencia. Pues era común que estos comerciantes compraran el sueldo a empleados, principalmente a los maestros de escuela, a quienes se les adeudaba varios meses de sueldo, y que tenían urgencia de dinero y se resignaban a perder el veinte o treinta por ciento del mismo.

Después aparecieron otras formas de venta ambulante con angarillas con la mercadería en exposición y todo por “veinte centavos”, a quienes el vulgo los llamaba los “tute a veinte” que perduraron por muchos años aunque modificaron el valor del artículo.
Al 1900, las calles de la ciudad en horas de la noche, eran lóbregas por la falta de luz. Se distinguían fácilmente a la distancia la débil luz que proyectaban sobre la vereda algunos negocios que mantenían abiertas sus puertas hasta las doce pasando meridiano (principalmente las tiendas) hora en que despachaban al escaso personal para cerrar la casa, “teniendo el propietario derecho a meter la mano en el bolsillo del empleado”, para tener la certeza de que no se llevaba mercadería o dinero, así me lo aseguraba un propietario de esos negocios de entonces...
La Policía con agentes de a pie, hacía la “ronda” nocturna en la siguiente forma: En cada esquina de las calles orientadas de norte a sur, tenía su “facción” un vigilante, es decir diez agentes entre calle Ancha del Norte y Calle Ancha del Sur, transcurrida una media hora, el de la esquina de calle Ancha del Norte, tocaba el silbato, anunciando al agente de la esquina siguiente, que en ese momento iniciaba el desplazamiento hasta la otra esquina del Poniente, los demás vigilantes hacían lo propio en orden sucesivo de colocación. Después vinieron las recorridas de agentes a caballo, en grupo de tres, “Escuadrón de Seguridad” que hacían el recorrido en otro sentido.
Como generalmente la gente permanecía en su domicilio, de noche, habían pocos incidentes callejeros. No había casi tránsito. Sólo algún excedido en libaciones alcohólicas, que salía de algún “boliche”, interrumpía la calma dando gritos característicos, sin ofender a nadie, sólo como desahogo incontrolado de su estado anormal.

Los planeamientos políticos se hacían en locales cerrados y ocultos con precauciones para mantenerlos secretos y cuando salía a la calle era ya un acto revolucionario, cuyo primer objetivo era la toma de la Policía Central. Esto hizo que después de 1907, se erigiera en la Policía Central un tanque con un proyector de luz, que durante la noche giraba paseando un haz de luz que alcanzaba algunas cuadras, pretendiendo con ello poder descubrir grupos en la sombra que estuvieran tramando alguna revolución.
Fue pobre la concepción del que creó esa “Torre Vichadora” (como la llamaban) que no sirvió para nada, pues las revoluciones se sucedieron a pesar de ella.

El aspecto de la ciudad era de gran atraso, a tono con las demás ciudades del interior del Oeste argentino. Calles angostas, mal pavimentadas, construcciones bajas sin criterio arquitectónico, casas hechas generalmente por albañiles, de adobe, excepcionalmente de ladrillo, precarios servicios públicos, de luz, agua, etc. Este aspecto cambió un poco a través de los años, por influencia del progreso técnico de personas especializadas con nuevas ideas al servicio de la comunidad.

El atraso casi colonial, se explica: todavía no estaba consolidada la organización administrativa de muchas dependencias del gobierno. Eran épocas de continuas revueltas políticas y quizás eso hacía descuidar algunos aspectos de la ciudad, porque el apasionamiento de los políticos llevaba a negar ventajas del progreso a lugares ocupados por casas, negocios, fábricas o fincas de contrarios políticos de la situación imperante. No se continuaba una obra empezada por un gobierno anterior contrario; o si su utilidad lo hacía indispensable se hacía en otro lugar, tal sucedió con la “avenida costanera”, con la “cárcel pública”; se interrumpía el mejoramiento de una calle frente a las fincas del contrario, para continuarla más adelante; se borraba y cambiaba el nombre de una calle que recordaba una administración adversa. De lo dicho hay ejemplos en todos los departamentos, principalmente en el de pocito. Nada decimos de los compartos que se achicaban, las compuertas cuyo marco se elevaba para surtir de menos agua a algunas propiedades, pero sí, es ostensible el hacer ambular algunas “estatuas” de próceres, para colocar en su lugar “bustos” de prohombres más recientes, sin esperar que la posteridad los consagre como tales.

Lo anotado mostraba un marcado contraste con el aspecto social de la población. San Juan se destacaba por su cultura en el ambiente social; así lo han puesto de relieve los visitantes de distintos orígenes y jerarquía, y es porque la actuación de los sanjuaninos les creaba vinculaciones con los centros más destacados de la Capital Federal, donde sus hombres brillaban por su capacidad y acertada actuación.
En las reuniones sociales en hogares sanjuaninos, se ponía de manifiesto las finas dotes de las damas, en ambiente de distinción y moralidad; se cultivaba la música, la danza alternando con otras expresiones artísticas como el canto, la declamación, o se leín producciones literarias de alguno de los concurrentes. Las damas lucían sus mejores galas que realzaban su belleza y femenidad y los jóvenes su elegante apostura. Las fiestas se cerraban con la danza de “Mazurcas”, “Minués”, “Chotís”, “Lanceros”, etc., en la que se exhibía la pulcritud, el recato y la fina gracia de las damas.

Los caballeros no perdían la oportunidad de apartarse discretamente cuando deseaban hacer algún comentario político, el que no trascendía al resto de la reunión.
Las reuniones en casas particulares, se llamaban “Recibos”, pues los dueños de casa recibían a sus amistades especialmente invitadas. Es de recordar los “Recibos” en lo de don Carlos Tascheret, en lo de don Anacleto Gil, en lo de don Ramón Yornet, en lo de don Juan de Dios Flores, en lo del Dr. Riegé y otros.
Ha sido costumbre desde antaño, que jóvenes aficionados a la música, guitarra, violín o mandolín, después de salir de una fiesta, a altas horas de la noche o a las primeras horas de la madrugada, fueran a casas de amistades a amenizar con canciones, principalmente donde habían niñas a quienes se hacía destinatarias de las endechas. El silencio de la calle a esas horas hacía más grato el despertar arruyado por notas melodiosas, sentidas en el entresueño y que obligaba a una recepción generosa de los dueños de casa que servían manjares y licores a los visitantes.


El desagüe de los techos de las casas, cuando llovía, era por caños salientes a la calle, por debajo de las cornizas y que caían sobre la vereda, otros caños caían a los patios internos de la casa. Los transeúntes de la calle tenían que esquivar a los chorros de agua y barro que caía sobre sus personas arruinando paraguas y trajes.
Desde las doce del día, en verano, era imposible salir a la calle por el calor insoportable que “reverberaba” en las paredes recalentadas, que parecían cubiertas por llamas invisibles que deformaban la visión, al mirarlas a ras de las mismas.
En 1907, se erigiera en la Policía Central un tanque con un proyector de luz, “Torre Vichadora” (como la llamaban), que durante la noche giraba paseando un haz de luz que alcanzaba algunas cuadras, pretendiendo con ello poder descubrir grupos en la sombra que estuvieran tramando alguna revolución.


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Calle Mendoza, hacia el Sur. A continuación de la Catedral se ve el Palacio Episcopal. Los autos compartían la calle, de doble mano, con los coches de plaza. Los árboles, todavía son pequeños. La torre izquierda de la Catedral, que había sido afectada por el terremoto de 1894, ya estaba restaurada.
Esta era una imagen habitual en las mañanas. Las carretas de dos ruedas tiradas por tres mulas en la época de cosecha. (Foto publicada en los fascículos "Fotos con historia" de Juan Carlos Bataller)
Vendedor de diarios (1875), con una mano sostiene los diarios y con la otra vocea su venta callejera. (Foto Christiano Junior. Archivo General de la Nación)
Repartidor de leche (1875), siempre a caballo y con grandes tachos colgados a ambos lados de la montura. (Foto Witcomb. Archivo General de la Nación)
Esta foto tomada en 1910 muestra a dos damas de riguroso luto atravesando la calle General Acha en dirección a la Plaza 25 de Mayo. (Foto publicada en los fascículos Fotos con Historia de Juan Carlos Bataller)
El afilador de cuchillos y tijeras, otro oficio casi perdido. Era un trabajo ambulante. La presencia del afilador se anunciaba con el sonido de una armónica. (Foto proporcionada por Ricardo Prieto y publicada en el libro"El San juan que Ud. no Conoció" de Juan Carlos Bataller)
El vendedor de carne. (Foto Christiano Junior. Archivo General de la Nación)