Los viajes en Cuyo antes de la llegada del ferrocarril

En esta nota, publicada en El Nuevo Diario el 27 de septiembre de 1991, en la edición 527, la profesora María Julia Gnecco nos cuenta, uniendo los objetos históricos a relatos de época, el mundo que rodeaba al viajero cuando se debían emprender estas verdaderas aventuras. El texto, las fotos y un poco de imaginación nos llevarán a poner pie en una de esas viejas carretas y esperar la voz del boyero...

 Eran estos, polvorientos, cansadores y hasta peligrosos viajes, pero por ello atractivos en sí mismos; tan largos y complicados, que había que disponerse a vivirlos y a sufrirlos o a gozarlos, como verdaderas aventuras.
Pensemos que en el siglo pasado, antes de que llegara el “camino de hierro”, la gente no se trasladaba tanto como ahora. Algunas fuentes llegan a decir que ciertas personas no se movían en su vida del lugar donde habían nacido, o que algunos propietarios, morían sin conocer sus dominios.
Por otro lado, un viaje nunca se decidía el día anterior o unas horas antes de la partida, como la celeridad de las comunicaciones actuales nos ha acostumbrado. Existían los estimulantes preparativos, algo que hoy tiende a desaparecer, y que antes prolongaba el viaje, con las expectativas y las faenas necesarias para cubrir todos los detalles del equipamiento y equipaje.
Si un viaje en carreta, entre Mendoza y Buenos Aires, duraba mínimamente un mes, aunque algunas narraciones o descripciones de viajes del siglo pasado llegan a prolongar su duración hasta seis meses, según, probablemente, las condiciones climáticas, del terreno, y problemas de la carga, ¡cuánto tiempo había que tener disponible para prepararlo y realizarlo!...

Los aprestos de un viaje en carreta
Imaginemos los aprestos de una tropa de carretas que transportarían vino y aguardiente, y en menor cantidad frutas secas, al litoral o a Buenos Aires, en la época colonial o principios del siglo XIX.
Podría aparecer en nuestra mente, primero, el hombre trenzando la totora para forrar la botija de cerámica, donde se colocará el vino o el aguardiente. Más tarde, antes de partir, en la bodega, se le pondrá la tapa que se le ha confeccionado también en totora, y se le sellará con barro o cera, para evitar que el líquido se escape en los mil obstáculos y recodos del deteriorado camino que a veces es sólo una huella.
Otros, los toneleros, habrán preparado los barriles, bordalesas o pipas de madera con sunchos de hierro que servían de envase transportador de estos productos tan cuyanos, aunque San Juan desde época colonial, tenía una mayor producción y comercialización de aguardiente.
Habrá que dejar, también, en condiciones las grandes y pesadas carretas cuyanas. Verificar las dos altas ruedas (las fuentes de época hablan de dos y media varas de alto(1) y el estado de la maza y el eje, que en un principio, eran totalmente de madera muy dura.

 Posteriormente se le agregará el hierro para darle solidez a las partes que soportan la mayor fuerza y desgaste, como llantas de hierro en las ruedas, aros en las mazas o bujes para insertar el eje.
No habrá que descuidar el estado de lo que, descansaba sobre el eje, y llamaban cajón de la carreta (cuyas medidas, según los relatos del siglo XVIII, eran de cuatro y media varas de largo, por vara y media de ancho), y del pértigo, viga de crucial importancia pues, constituyendo el centro del piso de este cajón, sobresalía dos varas y media hacia adelante, de donde era atado el yugo y a éste los bueyes.
Dado que en las dilatadas travesías, cuando no era el sol el que arreciaba, era la tormenta o el sereno de la noche, nuestros viajeros deberán revisar, minuciosamente, la totora que cubría los costados de la carreta o los cueros de toro o buey que, cosidos, descansaban sobre unos arcos de mimbre, conformando un techo abovedado, que protegía a estos erráticos personajes de las inclemencias.
Mientras tanto, cada viandante, ya tiene presto el equipaje para partir. Es sencillo pero completo, pues serán varios los días y las noches: la petaca con la ropa, que a veces, hasta le sirve de asiento en la carreta, y un baúl retobado en cuero, con el plato de madera y la cuchara y el vaso de plata. Por más humilde que fuera el criollo, casi siempre tenía algún utensilio de plata que conservaba de sus antepasados.
Infaltable sería el mate, ya fuera también de plata, o de madera, aspa o simple calabaza... Pero, con ellos iba, para acercarles el líquido caliente y estimulante en las mañanas frías, que se transformaba en pretexto para la conversación pausada en los momentos de descanso... Por supuesto llevaba el caldero de cobre para hervir agua.
También incluía, en sus bártulos, una olla de hierro de tres patas para sus comidas, aunque lo más frecuente era hacer la carne asada, por lo cual no debían olvidar su cuchillo o la daga, que era su arma de defensa y de supervivencia a la vez, por ejemplo para matar un animal, si no conseguían carne en las postas en el camino.
Consigo, llevaría el viajante, el yesquero de cola de quirquincho, para hacer fuego, y la chuspa de cogote de guanaco, para no perder sus monedas de plata. En algunos casos, también, una tabaquera, hecha en cuero o lana tejida, para el cigarro que lo acompañaría en los melancólicos atardeceres de los dilatados días, antes de prender la linterna a vela o el candil, que iluminaría sus largas noches.
Al partir cargaría el almofrej, o sea la bolsa de cuero donde iban protegidas las mantas de viaje, pudiendo extenderlas en el mismo piso de la carreta, dado que estaba prevista su transformación en coche dormitorio, por las noches, para lo cual les hacían unas ventanillas enfrentadas que permitían el paso del aire y la luz.

Para hacer sus cuentas o sus notas, nuestro comerciante poseía un escritorio de campaña que hasta tenía un compartimiento secreto, donde guardaba sus valores o papeles importantes. Si no contaba con mueble tan exquisito, llevaba una mesita, que la podía usar también para comer, unos taburetes de tijera con asiento de banqueta o lona que según cuentan los viajeros del siglo XVIII, los colgaban por el lado de afuera del cajón, por lo que es dable imaginar, a este conjunto, con un aspecto casi farandulesco.
Aprestadas todas estas cosas, estaría listo nuestro viajero, para cargar la carreta con las botijas entotoradas y las pipas de maderas, portando el alcohólico elemento, sin olvidar la vasija retobada en cuero, con agua, porque esta escaseaba en varios tramos del trayecto, sobre todo en nuestra región semiárida, o inclusive, a veces se descomponía por efectos del calor, lo que obligaba a prolongar una parada dos o tres horas más, hasta llegar a un arroyo o un río para aprovisionarse.

Se llenaban también los chifles, especies de cantimploras hechas con los cuernos del buey, aunque muchas veces contenían aguardiente, indispensable para superar el frío de las noches y de las alturas.
Cerca de la partida, se cargarían algunas provisiones, preparadas con antelación. Los viajeros de aquella época mencionan un pan tipo bizcocho, hecho con una mezcla de harina de maíz y trigo, y la cantidad de leña y fruta que alcanzara, según el espacio. Esta última solía escasear en algunas regiones.
La verdura y la carne se compraban, normalmente frescas en haciendas o pequeñas propiedades a la vera del camino, que casi siempre eran las mismas, y constituían especies de postas de aprovisionamiento. Aunque probablemente, también llevarían algo de charqui, arroz, garbanzos o fideos para las comidas hechas en la olla de hierro.

 Posiblemente, lo último antes de partir, sería unir los bueyes al yugo y a la carreta, con las coyundas preparadas al efecto. Debía contarse con un buen número de estos anímales y en buen estado. Cada carreta generalmente necesitaba a seis de estos corpulentos ejemplares, para mover la pesada carga que podía ascender a 200 arrobas (2000 kg aproximadamente), o para sortear las dificultades del terreno.
Los problemas más serios, eran el vadeo de los ríos y pantanos.
Para estar preparados se uncían los bueyes al pértigo, por lo cual se los denominaba “pertigueros”, y dos yuntas más, a una distancia de alrededor de tres varas, unidos al pértigo con una cuarta (por lo que estos últimos se denominaban cuarteros). Eran los cuarteros los primeros en pasar el vado y por la distancia a que se encontraban, recién cuando llegaban a tierra firme, los pertigueros entraban en el agua o al lodo, siendo la fuerza que hacían los primeros de real ayuda para los que estaban más próximos a la carreta.

Estos animales tenían gran fuerza y sorprendente habilidad para manejarse en estas situaciones, solamente caían derribados y llegaban a ahogarse, cuando se enredaban en las coyundas, en cuyo caso, podía perderse carga y carreta.
Era el buey un animal dócil y, según las narraciones de época, no llevaban riendas y se los animaba con la palabra. Si se ponían mañosos, los azuzaban con picanas de caña o de madera con punta de hierro. Una de ellas, la cuartera, pendía de una pértiga de caña colocada en el techo de la carreta, y la otra, llamada picanilla, era llevada en la mano.
El boyero debía conocer el grito y el tono de voz al cual respondían los animales, o de lo contrario, tener destreza para manejar la picana cuartera, tirando, con una mano, de una polea que hacía bajar la caña para que llegara la punta a los bueyes, en el mismo momento que azuzaba con la picanilla, asida con la otra mano, a los pertigueros.
A este noble animal, le debe, nuestra cultura y gran parte de la humanidad, un merecido y agradecido homenaje, porque durante años fue fuente de energía para mover la carreta o el arado, y una vez muerto seguía prestando utilidad, dado que su cuero, servía para confeccionar múltiples utensilios y elementos de trabajo.

Ya están todas las carretas listas. Normalmente eran varias (de 5 a 20), para ayudarse ante los problemas del camino, tales como el ripio, sinuosidades del camino y el peligro siempre latente del ataque del indio.
Si aguzamos la imaginación, hasta podríamos sentir los gritos guturales y las rechiflas que acompañaban la partida, en medio del polvito cuyano que los envolvía, en una cálida despedida, según la usanza del lugar...

 

(1) Medida de longitud usada en la Argentina, equivalente a 866 milímetros.

 

GALERIA MULTIMEDIA
Carreta de viaje en un pantano", acuarela del viajero inglés Emeric Vidal, aparecida en el libro "Ilustraciones pintorescas de Buenos Aires y Montevideo..:". Publicado en Londres, en 1820. (Fuente: Biblioteca del Museo “Agustín V. Gnecco”, dependiente de la Subsecretaría de Cultura)
Foto de uno de los carros encargados a norteamérica al señor Zoulawsky para don Eusebio Videla de San Juan. Fechada en Rosario en abril de 1869. (Fuente: Museo “Agustín V. Gnecco”, dependiente de la Subsecretaría de Cultura)
1870 - La Oriental / Esta foto fue tomada en 1870 por el brasileño Cristiano Junior. La tropilla de carros que aparece en ella se llamaba La Oriental y llevaba la bandera –como se observa en el primer carro- de esa nacionalidad. La tropa era propiedad de don Eladio Gigena y viajaba llevando y trayendo cargas a Rosario de Santa Fe. Estaba compuesta por 85 carros y el capataz era Eriberto Varas, al que se ve al fondo, montado en la mula. A su lado, montado a caballo, aparece Gigena quien tenía por costumbre salir a esperar la tropa y entrar con ella a la ciudad. Esta tropa sólo sobrevivió un año a la llegada del ferrocarril, o sea que cumplió servicio hasta 1886. Como detalle edilicio, obsérvese los desagües de las casas y las calles de piedra. (Imagen publicada en el libro "El San Juan que Ud. no conoció", de Juan Carlos Bataller. Foto perteneciente al Museo Gnecco. Testimonio de Agustín V. Gnecco).