Costumbres lugareñas y juegos

5.1. Riñas de gallos

Una diversión, y un juego que aún perdura en algunos lugares de Cuyo, es la riña de gallos: distracción de invierno, como las carreras son de verano. La formación de los luchadores requiere una preocupación y una técnica muy bien conocida y observada por los dueños de los ani­males. Los encierran en jaulas especiales, de caña casi siempre, con una sola gallina, y les someten a un régimen dietético que elimina las grasas y fortalece los músculos, restando peso o infiriendo fuerzas. Perió­dicamente los someten a ejercicios de entrenamiento: en este caso le revisten las espuelas con cuero para evitar que se hieran. El día de la pelea cada propietario lleva sus gallos al reñidero, que es un verdadero teatro. Se presenta el campeón y se le ofrece el rival. Los participantes ya están preparados: llevan las espuelas cubiertas de lata o de plata, el acero no se usa. Estas son sus armas. El enfrentamiento de los anima­les, enardece a los espectadores y los incita a la apuesta que varía según la capacidad económica de cada uno: los más ricos juegan grandes sumas, los pobres hasta su último centavo. Los gallos pueden perder la lucha no sólo por muerte, sino por abandono del campo, cosa que ocurre cuando huyen por una salida dejada a exprofeso siempre abierta; o cuando sangrando, mal heridos cantan llamando en su auxilio a sus compañeras, las gallinas. Este recurso, provoca hilaridad en el público y para el dueño del ejemplar es la vergüenza más grande, ya ello es la más oprobiosa forma de cobardía.

5.2. La sortija
El juego de la sortija se ha practicado no sólo en Cuyo, sino en toda la República. Pablo Mongazza, escritor y médico italiano que visitó la Argentina en 1858, 1861 y 1863, publicó en 1867, su libro “Rio de la Plata y Tenerife", en el que relata sus observaciones sobre costumbres de los habitantes de este país. Sobre el juego de la sortija dice: "En las grandes fiestas nacionales y en las solemnidades religiosas, jamás falta en la plaza de la aldea un arco, del que pende un pequeño anillo de oro, apenas suspendido de una débil cinta de seda”. Los jóvenes a caballo, pasan a la carrera por debajo del mismo, debiendo ensartar la sortija con una varilla fina. A estas justas asistían las jóvenes especialmente interesadas en recibir de manos del ganador el trofeo logrado. Este juego, dice el mismo autor, recuerda los gloriosos tiempos de nuestra edad media.


5.3. Las cabalgatas
La costumbre de organizar cabalgatas se va perdiendo. Nunca fal­taba el pretexto para que la juventud con el entusiasmo que pone en sus cosas, se prepara para participar en ellas. Cada uno buscaba su mejor caballo y su mejor apero. Las muchachas vestían faldas de amazonas y montaban en sillas de gancho. Los jóvenes bombachas y botas, y gene­ralmente montura de bastos. A medida que el tiempo fue avanzando las cosas cambiaron. Las faldas largas que llegaban hasta el estribo, se remplazaron por las cortas y amplias, primero por la falda pantalón des­pués, luego por los "breeches” y por último por la clásica bombacha y botas, para montar a horcajadas en montura inglesa. Buscar la corres­pondencia en la estafeta local, era un motivo que a la entrada del sol reunía a los jóvenes que venían a caballo desde todos los lugares. Más de una vez un chaparrón de verano sorprendía a la alegre cabalgata que se guarecía debajo de los sauces, refugio que no evitaba el remojón, pero todo era motivo de alegría. Dichosos tiempos aquellos en que los jóvenes y viejos gozaban con las cosas más sencillas y que se regocijaban con las más simples, tiempos sin complejos, sin psiquiatras, sin problemas...

Felices tiempos que han dejado sabor a fruta dulce en los labios y sones festivos en el corazón. Uno de los rincones que mejor conserva viejas tradiciones, es Chilecito, en Mendoza. En noviembre los cerros se visten allí de corolas blancas, los claveles del aire, trepados en cactos, jarillas y chañares, se llenan de flores. El aire juego con sus pétalos y oficia de incensario llevando al poblado su olorcito de limón y azahar. La juventud del lugar espera ilusionada la temporada del clavelito para ir a robárselo a los cerros.

Con las primeras luces de un día de fiesta del mes de noviembre, sale del pueblo una cabalgata bulliciosa y alegre formada por muchachos y chicas en busca de la preciosa flor, y vuelven a media mañana car­gados con un presente que reparten entre la Virgen y los señores de su mayor afecto. Otra cabalgata: en los primeros días del año 1817, dice Damián Hudson: “El campamento de El Plumerillo, se había hecho más que antes un punto de paseo de los más distinguidos de la sociedad mendocina, a donde damas y caballeros concurrían en carruajes, y más comúnmente a la caída de las hermosas tardes de estío, en numerosas y lucidas cabalgatas, siendo galantemente recibidos y obsequiados por los jefes y oficiales de su amistad”. Varios de estos oficiales casaron con damas de la sociedad mendocina.


5.4. Carreras cuadreras
 
Las carreras cuadreras siguen siendo un deporte tradicional en algu­nos lugares de nuestra campaña. En Mendoza, el Poder Ejecutivo regla­mentó las carreras de caballo por Decreto N° 45 del 3 de julio de 1866.

Entre otras cosas este decreto decía: “En cada departamento se podrán establecer hasta dos canchas. Las apuestas de más de 4 pesos, veinte centavos, deben hacerse en contrato, por escrito, haciendo mención del palo, la marca de los caballos y hora en que deben correr”. Un peso de cada carrera era para el juez y el resto para mantener en condiciones la cancha. “En las carreras que pasaran de 6 pesos, los jinetes prestaban juramento ante el juez de cumplir fielmente su sometido”. En el mismo decreto se consignaban las sanciones que se aplicarían a los jinetes que se les advirtiera malicia de estorbar. La policía era la encargada de detenerlos y enviarlos al trabajo de obras públicas, castigo conmutable por multa de 25 pesos.

En casos de mala fe, la carrera se corría con otros jinetes. Las calles destinadas a las cuadreras perdían su nombre para llamarse simplemente “La Calle de la Cancha”; y como había un juez de cancha, éste era el encargado de mantenerlas en perfectas condiciones. Los días de cua­dreras eran esperados con interés por el pueblo. En la época en que no había cine ni fútbol, ellas eran motivo de gran atracción; además, pese a todos los reglamentos se hacían apuestas y muchos se perdían el jornal de la semana y hasta jugaban sus prendas de vestir, el apero o el caballo. Esta costumbre no ha sido solamente cuyana, sino argentina.

La preparación de los caballos y sus aperos constituía una gran preocu­pación de los corredores. El día de la carrera los jinetes lucían pilchas nuevas y el pueblo endomingado se congregaba a lo largo de la cancha para animar a su favorito y jugarse hasta la camisa.

Un testigo presencial, D. Sostenio Olivares, sanjuanino, jachallero, nos ha dado la siguiente Información sobre las carreras cuadreras en una comunidad de su provincia: “Por la primera década de este siglo, él muchacho joven, vivía en Huaco donde sintió con la Intensidad que sólo pueden sentir los niños, la emoción producida por la preparación y realización de aquellas justas. No hubo detalle que no se grabara en su mente ávida. Las carreras cuadreras se corrían en la calle principal del pueblo, por supuesto era la más larga, tenía alrededor de veinte cuadras. Corría de Sur a Norte; a un lado, vereda; al opuesto, grandes tapias derrumbadas a trechos, la separaban de las propiedades de la sucesión Dojorti. En los portillos que el tiempo había hecho, los días de carreras, desde muy temprano, las mujeres colocaban sus bártulos y se entregaban a la tarea de freír pasteles que vendían a cinco centavos, pese a su gran tamaño. Las carreras casi siempre se concertaban en la cancha, en algún boliche o en una “tablada”. De inmediato venía la preparación de los caballos.
Había, por aquel entonces, un hombre cuya pericia era conocida para tal menester, Toribio Durán, de la Pampa del Chañar, de Jáchal, cuyos servicios se reclamaban cuando la carrera revestía importancia. En este caso, Durán se trasladaba a Huaco; allí pasaba una buena tem­porada atendiendo consultas hechas por los dueños de los parejeros. Las carreras despertaban tal interés que no sólo corrían los jinetes del lugar, sino que venían de Jáchal, de La Rioja (Guandacol, Pangancillo y Villa Unión, limítrofe con San Juan).

Dueños de parejeros, bien montados y mejor aperados, eran don Pedro Juan Castro, Pascual Castro. Santos Carrizo, Pancho Acosta, y otros. El último de los nombrados corría siempre con su sillón, caballo de lomo hundido donde se perdía la figura pequeña de su dueño; y don Guillermo Dojorti (Don Guillo), hombre acaudalado, dueño de lindos caballos, recado chapeado, muy buen jinete y enlazador excelente, lo hacía en un zaino que provocaba la admiración de todos. Antes de largar la carrera se hacían varias partidas para ponerse de acuerdo los jinetes, llamados en aquel lugar y en aquellos tiempos, picadores. Muchas veces este ensayo de largada se prolongaba demasiado y entonces el juez ordenaba largar sobre parado. El jurado que decidía el triunfo estaba formado por un juez y dos veedores, hombres entendidos en la materia y bien considerados en el lugar. No bien se daba la orden de largada comenzaba el calor de las apuestas Casi nunca se hacían por dinero: los criollos no tenían en efectivo más de un peso, o unas chauchas.

Apostaban dos o tres fanegas de trigo, "para lo nuevo”, expresión usual que significaba del de la próxima cosecha. Las apuestas se multi­plicaban: —Dos fanegas de trigo ‘‘pa’ lo nuevo”, al overo... (Los pai­sanos analfabetos o poco leídos, decían “anegas”).

—Una yunta de cabras para el zaino...

—MI mula, al parejero de D. Guillo.

La palabra del criollo era documento. Jamás se dio el caso de que alguno no pagara sus deudas de juego ni de que nadie firmara un papel. El anuncio de una carrera, suscitaba revuelo en Huaco. Todos se lanza­ban a la calle; hombres, mujeres, niños, jóvenes y viejos... y a ellos se sumaban los de los pueblos vecinos. Al terminar la carrera principal, seguían las apuestas y las carreras de menor cuantía. El espectáculo era pintoresco:

—Mi burro por tu mula.

—Tu mula y la mía.

El entusiasmo los mantenía en la calle hasta que la noche los llevaba al boliche, donde seguían, entre trago y trago, el comentario de la carrera, que no terminaba fácilmente.


5.5. Adivinanzas y juegos de prendas
Las adivinanzas, en Cuyo, constituyeron en el siglo pasado, como en cualquier región del país, un pasatiempo no sólo para la gente del estrato folk, sino para la de la clase social más alta.

Era común entre los niños jugar a las adivinanzas. Retenían en la memoria gran número de ellas y permanentemente aumentaban su caudal con el aporte recogido de los mayores, que gustaban como ellos de este entretenimiento.

Cuando las reuniones familiares se prolongaban, siempre había grupos que se distraían jugando a las prendas y a las adivinanzas. El primero de los juegos, tenía un incentivo poderoso para quien debía cobrar el precio del error o equivocación: declarar el amor a la persona elegida; dar un paseo del brazo con ella por la sala; recitar, cantar y hasta dar un beso. Las adivinanzas tenían un gran valor didáctico ya que sin imposiciones y en forma amena se obligaban a pensar, a razonar y a agudizar el ingenio.

Para la gente del pueblo humilde, las veladas se prolongaban por tener que cumplir tareas propias de su trabajo, como eran desgranar maíz, escoger granos para la siembra, la venta o el consumo; el carneo, o simplemente la realización de algún festejo; tenían un sabor típico que mantenía en amena vigilia a chicos y grandes; y fácilmente surgía:

—Adivinen ésta...

Había siempre alguien que traía una primicia.

—El que la sepa, que se calle...

Y así transcurrían las horas que eran de trabajo y solaz a la vez.

Todos los cancioneros escritos en esta centuria, contienen gran cantidad de adivinanzas tradicionales. Las primeras fueron publicadas por D. Francisco Schmidt en el año 1892, en su libro "Juegos de Socie­dad”. Ya en este siglo, Lechmann Nitsche, con aporte de los estudiantes universitarios, publica “Adivinanzas Rioplatenses", de las que no hace clasificación alguna. Recogidas en la campaña de Buenos Aires; en 1913, Ciro Bayo, en el “Romancero del Plata” publicó veintiséis adivinanzas. Don Rafael Cano, publicó ciento treinta, de Catamarca. En el “Cancio­nero Popular de Jujuy” hay noventa y cuatro adivinanzas, de las cuales se ha hecho un estudio comparado sobre su origen español e hispa­noamericano.

El "Cancionero Popular de Salta" tiene cincuenta y seis, también con su estudio correspondiente. De Tucumán tenemos doscientas, y quinientas de La Rioja; de Santiago del Estero, el Dr. Oreste Di Lullo publicó doscientas ocho, y en Cuyo, Juan Draghi, sin notas comparati­vas, ciento veinte. Espigadas de entre las mejores de las citadas y de otras de Hispanoamérica, compuso Rafael Jijena Sánches, su Antología, “Adivina Adivinador", con quinientas adivinanzas. Como todas las obras de! eminente folklorista tucumano, ésta es una de gran valor que merece ser terminada. Si tuviéramos que proceder al estudio y clasificación de las adivinanzas folklóricas de nuestra región, Cuyo, además de hacerlo por su origen español, hispanoamericano y local, sería necesario tam­bién penetrar en la intención. Nuestro hombre de campo era muy inclinado a tas adivinanzas de doble sentido, que en muchos casos llegan a la categoría de obscenas, las que podrían entrar dentro de lo que se ha dado en llamar "folklore prohibido".


5.6. El juego de la "Overita”
Cuando todavía no existían máquinas para deschalar y desgranar el maíz, esta faena se hacía a mano. Los vecinos de cada pueblo tenían de verdad el sentido comunitario del trabajo. Para las cosechas, las trillas, el deschalado y el desgranado del maíz, como para todas las que reclamaban brazos y rapidez, se juntaban los vecinos y el trabajo reali­zado con gusto resultaba un juego siempre divertido.

a) Psicología infantil
La psicología infantil nos da cuenta de la relación que existe entre las distintas actividades de los niños y la importancia que para ellos cobra cada una. El juego es el más serio de sus trabajos; el trabajo que no es juego, nunca da frutos provechosos.

Los padres de antes, desconocedores de la ciencia psicológica, empíricamente sabían aprovecharla sin conocer ni siquiera el por qué ni para qué hacían las cosas. Siempre era porque sí, porque lo habían hecho sus padres, porque lo hablan hecho ellos, porque habla que seguirlo haciendo. Esta es una característica del hecho folklórico.

b) Volvamos al grano
Volviendo al grano, en este caso es desgranar, vamos a narrar la forma de realizar esta actividad en Chilecito, San Carlos, que es más o menos como se vino haciendo en cualquier lugar agrícola, no solamente de Mendoza, sino de la Argentina y aún de la Madre Patria. Desfarfollar, se llama en ésta. La información ha sido recogida directamente. Era aquella, zona agrícola por excelencia, y el trigo y el maíz se daban allí generosamente.


c) La cosecha
Los hombres de la zona acudían cuando el maíz estaba maduro para su cosecha; todos a una, entraban por las hileras, y para marcar las que ya habían cosechado doblaban las cañas. Las panochas o mazorcas eran acarreadas en carros tirados por bueyes, en árganas de cuero y en bolsones de este material que se formaban uniendo los tres extremos de un triángulo por tientos; después de cargados, a la rastra eran llevados a las "casas”. En esta manera de acarrear el maíz colabo­raban los niños para los que era un placer montar la muía o el caballo que tiraba el cuero cargado.


d) La estaca
Así llamaban a una especie de punzón grueso hecho de madera dura, generalmente de jarilla o acacia que usaban para deschalar. La confección de la estaca, el pulido de la misma y la perforación de la parte más grueso para cruzarle un tiento que sirviera para colgarla de la muñeca, era también juego de niños, que sin proponérselo se ejer­citaban en rudimentos de talla.

Deschale: Tanto el deschale como el desgrane del maíz, se hacían en la noche. En esta faena participaban hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y los niños, ¿qué hacían...? Jugar con el mayor entusiasmo, con la mayor alegría y producir tanto como los hombres. Los grandes con­taban cuentos, historias, decían adivinanzas, cantaban y mateaban de lo lindo. Era costumbre que el niño que encontrara una mazorca con granos negros, una “overita" como la llamaban, era liberado de alguna obligación de las que debía cumplir cada día:

—El que encuentre una “overita", mañana no acarreará leña, o agua, o no cortará pasto para los animales, o no traerá la carne...

Los niños, afanosos por encontrar la mazorca de los granos negros, deschalaban y deschalaban con más ligereza aún que los grandes. El desgranado se hacía en la misma forma. Se golpeaban un poco las mazorcas para que se le desprendieran algunos granos y empezar por la falla a frotar con corontas desgranadas. Cuando los agricultores tenían gran cantidad de maíz construían trojes altos, con ventanas esca­lonadas por las que iban sacando el grano de arriba abajo. El maíz se vendía en sacas de cuero primero, después en cajones, hasta el adveni­miento de la bolsa de arpillera.


e) Viveza infantil
Conocedores los niños del premio que les traería el hallazgo de una "overita", abrían muy disimuladamente las chatas para descubrir los granos negros; conseguido esto colocaban las mazorcas privile­giadas en sitios que sólo ellos conocían. Los mayores que sabían de esta treta infantil no se daban por enterados y los niños gozaban con el descubrimiento, más por la picardía que entrababa, que por el premio que merecían.


f) Del folklore español
Con pequeñas variantes esta misma costumbre la tenían en la región meridional andaluza. También allí la tarea era comunitaria. Se realizaba de noche, pero lo que cambiaba era et nombre, en vez de deschalar, se llamaba desfarfollar. Con respecto a los granos negros que provocaban también regocijo y alboroto, no sólo favorecían a los niños: más que éstos, eran felices con el hallazgo los jóvenes. El los autorizaba a pellizcar si era un hombre, a la mujer querida, y viceversa. Los mayores casados o ancianos que descubrían el grano negro, con mucho disimulo lo pasaban al vecino joven. La alegría del encuentro suspendía por un momento la tarea. El pellizco era a veces suave como una caricia, y otras, apretado, retorcido, rabioso como una venganza; un desquite, un desahogo, una expresión celosa en respuesta a alguna ofensa recibida. Algunos cantares populares hacen mención a esta costumbre;


Cuando entre granos de oro
apunta un granito negro,
mi corazón se desboca
y en el pellizco va un beso


5.6. Faenas agrícolas

a) La siembra
Antes de que la vid fuera la riqueza agrícola de esta región, lo fue el trigo. Las diversas faenas demandadas por el proceso entre la siembra y la trilla, constituían motivos sociales de acercamiento entre parientes y vecinos, que favorecían en forma amena, y sin saber sociología, la manera comunitaria de trabajar. En cualquier comunidad folk de la región se han observado las mismas actividades que en Huaco, lugar en el que hemos realizado nuestra tarea de investigación. Huaco es un distrito del departamento Jáchal y era el granero que proveía de trigo al de­partamento.

La población entera, en la época de labor se aprestaba a ayudar desinteresadamente cuando el pariente, amigo o vecino necesitaba que le dieran una mano. En los tiempos en que no se conocía el arado de hierro los labriegos se hacían el suyo de madera. Tenía éste un timón de casi tres metros de largo y la mancera de dos, más o menos. De hierro solamente era la reja, que en los principios también era de palo duro. Araban siempre con bueyes, y se miraba con menosprecio y burla al que empleaba mulas o caballos para esa tarea. Para atar el arado al yugo usaban un torzal de cuero crudo y otro de igual material que hacia de orejero y servía para dirigir a las bestias. Listo el terreno se realizaba la siembra. Era costumbre que los hombres se colocaran el poncho y con la esquina izquierda delantera, levantada con el brazo, formaran un bolsón donde llevaban el grano que con la mano derecha arrojaban a boleo.


b) La siega
Se hacía con hoz, llamada ichona o ichuna. En el año 1917 entró en Jáchal la primera máquina trilladora. Fue introducida por don Eduardo Varela, dueño de un pueblo entero, Niquivil. A medida que segaban el trigo lo iban dejando en montones que las mujeres y los niños armaban en gavillas.


c) El alza
—“Pal tiempo el "alza“, o“ya han hecho l’alza en Huaco"— eran expresiones que marcaban una época. Las gavillas se alzaban en cueros preparados para ese fin. Se sacaban del animal enteros y se estaqueaban al sol hasta que se secaran. Colocadas las gavillas sobre ese cuero, se sujetaban con tientos cruzados que partían de las esquinas, extremidades del animal. Listo el fardo, era arrastrado también por tientos tirados por caballos montados por muchachos muy ágiles, que volaban con su carga a la era para formar la parva.


d) La era
La preparación de la era requería una técnica especial: en el centro del potrero se preparaba un redondel de unos veinte metros o más de diámetro donde se había rozado toda la vegetación. Se regaba hasta embarrizarlo y se cubría de paja: se hacía entrar en él una manada de ovejas que lo pisoteaba hasta dejarlo completamente duro. Allí se amon­tonaban las gavillas para la parva. Esta adquiría las proporciones equi­valentes a la cantidad de trigo segado. Eran tan hábiles en la preparación de la parva que podía resistir lluvias y vientos sin sufrir deterioro. Para trillar había que cercar la parva, con una empalizada o con tientos distantes unos dos metros de la misma. Allí entraban las yeguas trilla­doras y a los gritos de "yegua, yegua"... corrían velozmente sobre la miez madura.


e) La bajada
Los hombres con horquetas de madera iban alimentando la pista por donde corrían las yeguas a los gritos ininterrumpidos de “yegua... yegua...”


i) La trilla
Consistía la trilla, además de una faena campestre, un motivo social de acercamiento. El único gasto que tenía el dueño del trigo, era dar de comer a los colaboradores. La comida de trilla consistía en un gran puchero con carne de oveja, de cordero o de vacuno, con toda clase de verduras de la estación y de la región: zapallo, choclos, papas, camotes, etc., además el pan de alza: panes grandes, redondos que se daban por la mañana y por la tarde a cada trabajador. En la noche se hacía por lo general, un locro sustancioso y bien condimentado, y para postre, la fiesta típica donde se cantaba, se bailaba, se decían chistes y por último se chispeaban un poquito y les amanecía cantando tonadas y bailando cuecas.


g) La ballena
Con el trigo ya trillado se formaba una especie de media luna, mi­rando siempre hacia el Sur, porque de ese lado viene el viento gene­ralmente. A esto se llamaba ballena. A veces el viento se hacía esperar hasta quince o veinte días. Y allí estaban, en permanente vigilia los hom­bres que debían aprovecharlo. Cuando éste llegaba, se tiraba al aire con horquillas y con una técnica tan precisa que el viento separaba fácil­mente la paja del grano. Las mujeres con una pichana (escoba), juntaban la grazna con la que hacían una segunda trilla para aprovechar total­mente el grano. A la era llegaban los acreedores y se llevaban el trigo. Por lo común a la casa iban unas pocas fanegas envasadas en sacos que llamaban cutamas o chasmas, hechas de telas de lana tejidas por las mismas mujeres. Los campesinos esperaban la trilla con el ansia con que se espera el más feliz de los acontecimientos, y éste de veras era motivo de alegría y felicidad. Las parejas de jóvenes enamorados tenían oportunidad para el diálogo: los que aún no se hablan declarado el amor, hallaban ambiente propicio para hacerlo; los viejos tenían audi­torio atento para contar historias verdaderas o urdidas, y todos se diver­tían y gozaban con el gozo que da el trabajo que no se paga con dinero y se hace por el gusto de ser útil.


5.7. Manjar blanco, postre de trilla
Para los niños de Chilecito, pueblo del departamento San Carlos, Mendoza, eran los días de trilla, días de fiesta para el espíritu.

Al despuntar el alba, la voz de “yegua... yegua...” y el chasquido del látigo cortando el aire, los despertaba. Saltaban de la cama y corrían a medio vestir a ocupar un sitio en la copa de algún árbol, en los postes de las alambradas o en las parvas que circundaban la era, para ver desde allí lo que constituía para ellos, casi un ritual sagrado.

Allí habrían podido estar sin comer ni beber horas enteras, hasta caer vencidos por el sueño, caer como "frutos maduros"; pero la peonada a media mañana, suspendía la tarea de hacer correr la yeguada arisca sobre el trigo maduro, para dirigirse a "las casas" a tomar un respiro y un bocado. Entonces alguien gritaba "¡muchachos el manjar blanco!". En un momento todos estaban en el suelo y corrían hacia las huertas y chacras, en las que abundaban los zapallos, que brindaban la belleza de sus hojazas. Cada uno cortaba una; la que mejor le parecía; siempre la más grande; la colocaba sobre las palmas extendidas y se dirigían corriendo a la casa del dueño de la trilla.

Era común que allí se obsequiara a quienes se acercaban, y en especial a los niños, con una gran variedad de bizcochos y dulces que eran como un sello característico de la faena que se realizaba: eran bizcochos de trilla. Pero lo que no podía faltar era el "manjar blanco".

Las manos de los chiquillos temblaban de emoción al extenderse cubiertas con el corporal verde que oficiaba de patena, para recibir el pedazo de torta de almidón de trigo cubierta de firigües y rociada con arrope.

Estas costumbres se fueron perdiendo cuando la máquina trilladora suplantó a la yeguada arisca: pero hay aún en Chilecito quien hace el "manjar blanco con firigües" y arrope, y quien lo recibe emocionado con las manos temblorosas debajo de una hoja de zapallo...

Hay quien al saborear el regalo de la trilla, se retrotrae en el tiempo para embriagarse con el olor de la mies madura y del pasto recién cortado, y de la tierra húmeda...

Hay quien con los ojos entornados saborea el "manjar blanco" que tiene un poder de evocación, a nada comparable.

Hemos visto ojos nublados por las lágrimas, de hombres y mujeres de aquellos pagos, mientras saboreaban con un rictus de tristeza el postre de la trilla de antaño.

Lo probamos y nada dijo a nuestra sensibilidad. Era una mazamorra corriente, salpicada de pedacitos pequeños de masa frita, y rociada con arrope.

Lo probamos... Nos miramos... Era un postre de pobres... vulgar, comida de trilladores.

No se nos nubló la mirada. Ni se nos agudizaron los sentidos, ni pudimos retroceder en el tiempo... Alguien que nos observaba com­prendió y dijo: "claro, ustedes no lo comieron de niños".


5.8. La ronda
Quisimos que el Dr. Olivares nos dijera algo sobre costumbres de los hombres de Valle Fértil, y él, que es un enamorado del lugar, no se hizo rogar y nos habló de la "Ronda''''''''''''''''''''''''''''''''*. Es un acto en el que participan todos los hombres del lugar. Se realiza anualmente, generalmente en los meses de julio y agosto. Eligen estos meses porque no llueve y por lo tanto, escasea el agua para la hacienda, esto obliga a los animales a ir a determinados lugares a tomar agua. De noche, los hombres esperan alrededor del fogón a que los animales se acerquen; y de día los buscan a campo abierto. Por la mañana temprano los reúnen en un corral común. Allí bajo la dirección del “presidente", vecino caracterizado que es ele­gido por consenso público, se hace el reparto del ganado: se entrega a cada uno de los dueños, según marca o señas particulares, los animales de su pertenencia. En las largas horas de espera, durante la noche, los hombres sentados alrededor de una fogata en la que se prepara el churrasco y se matea, hablan de las actividades del día y por último caen en la costumbre de contar hechos, anécdotas, leyendas y cuentos.
En una de esas “rondas”, el Dr. Olivares recogió el cuento que trans­cribimos, que se titula “El queso riojano”: Don Mónaco Fernández, qua vive en “la Mesada", cuando era chico, su padre lo mandó a La Rioja, en compañía de un hermano, para comprar allí el queso más grande que encontrara. Los hermanos caminaron y caminaron de puesto en puesto, y siempre les parecía chico el queso que les ofrecían. Tras mucho andar encontraron uno que reunía las condiciones que el padre les había impuesto: "que sea el queso más grande del mundo". Los muchachos compraron el queso, y en vano pretendieron subirlo en su burrito. No lo pudieron levantar siquiera, y el burro no lo habría podido aguantar. Inte­ligentes, los hermanos decidieron llevado rondando desde La Rioja a Valle Fértil, y empezaron a empujarlo. El queso en su andar, cruzaba arroyos y ríos, aprisionaba sembrados, destrozaba arbustos, y hasta los árboles temerosos de ser derribados, se apretaban para dejarlo pasar. Los pájaros levantaban vuelo y los animales del campo se ponían a buen recaudo ante la presencia del monstruo redondo; pero, al bajar una loma, el queso cobró tal velocidad que los muchachos no pudieron detenerlo. Se les escapó de las manos y con la velocidad de un rayo desapareció de la vista de los Fernández. Estos llegaron a Valle Fértil, tristes, más que por la pérdida del queso, porque no hablan podido satisfacer el deseo del padre...y, llegaron el día de "ronda" y se unieron a ella. En ese momento los hombres que estaban alrededor del fogón mateando, contando cuentos de aparecidos... era de noche, de pronto sintieron un ruido de animal cansado que se arrastraba con dificultad sobre la vegetación seca y achaparrada. El ruido se fue haciendo cada vez más audible, y ante el asombro de todos, lo que era, se detuvo justo a los pies de los hermanos Fernández... y era un quesito chiquititito, que casi no lo conocieron.

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1920 - Las Cuadreras / Hasta 1920 las más famosas carreras cuadreras se realizaron en “La alameda”, en lo que hoy es la Avenida Rawson. El espectáculo tenía relevancia social y se hacían fuertes apuestas; hasta las damas concurrían al espectáculo que tenía lugar los domingos y para fiestas patrias Durante el gobierno de Sarmiento se dictó un reglamento especial para este tipo de competencias. (Foto publicada en el libro "El San Juan que Ud. no conoció", de Juan Carlos Bataller; proporcionada por Víctor Rodrigo Navas)