Recordando a don Buenaventura

El poeta sanjuanino Rufino Martínez escribió para el semanario El Nuevo Diario una serie de textos que integraron la sección "La Gran Aldea". En ella pintaba la ciudad de San Juan y sus personajes. El texto que aquí se reproduce está dedicado a Buenaventura Luna. Fue publicado el 3 de octubre de 1986.

Recordando a don Buenaventura


Una noche de noviembre del año 37, nos encontrarnos (yo un pibe, él un mozo) con Eusebio Dojorti en la confitería La Chiquita y conversamos de muchas cosas, como se acostumbraba antes, cuando vivíamos cerca del coraje y lejos del trotyl.
Esa noche, La Chiquita, Mitre y Mendoza, estaba de lo más sociable. Se había dado cita la crema de los firulos, y se veía que debatían importantes asuntos para la marcha de sus negocios. Era algo así como un plenario del hampa. Ahora se estilan mucho los plenarios, aunque los motivos son más baladíes: la unificación política, el acomodo del caudillito, los intereses de las prebendas y acomodos, las candidaturas para las próximas elecciones, los paros y multiparos, en fin, cosas en las que se juegan mezquindades y las tratativas (palabra de moda) se convierten en hipocresías, pero, eso si ¡todo en nombre del pueblo y la patria! Pero ¡por qué no la acaban, che!.
Con Dojorti estábamos en una mesa en un rincón, y hablábamos del Martin Fierro que Eusebio (todavía faltaban años para ser Buenaventura Luna) había sacado (el libro) de un bolsillo interior del saco. Me leía algún verso, lo comentaba, tomaba un traguito de café y vuelta al libro. Mientras, en los intervalos de la lectura, ojeaba la concurrencia, paraba la oreja y disimuladamente, asimilaba las conversaciones y los gestos de los parroquianos.
En eso estuvimos como dos horas cuando, de golpe, Dojorti me preguntó: ¿Qué te parece la concurrencia, los conoces? ¡Y cómo no —le dije— los conozco a todos!. ¡Era gente de armas llevar y tiros tirar!. En una mesa y cafetiando estaban, el gallego Navas, Camilo Balmaceda, el chileno Flores, el gallego González, el japonés Elizondo, el Cabo Negro, Pintillo, El Talero, La Chancha (iQué equipo, Dios mío, si Miguelito Gómez lleva a Sertoazinho esos muchachos, minga de campeonato para la escuadra “azzurra”!).
Había un cierto orgullo por el malandrinaje y el culto de la hombría. Una vez uno de esos “cafiolos” me sinceró: “mira pibe, no te confíes demasiado en esta chamuchina, son puro bla, bla, te lo digo yo que me chupé tres canas largas y no por basuraje sino por tres homicidios, te lo digo”.
La “chamuchina” —por lo que colegí— era la gente del abasto de carne y diversión, a veces, solían matarse por esas pavadas: mariconada que no figuraba en la agenda de mi confidente, el de los homicidios.
¡Cosas de aquellos tiempos, en que uno era dueño de su muerte y andaba con la vida a cuestas, como si le sobrara!.
Seguíamos en la mesa, pedimos otro café que acompañamos con anisado número uno (ese fuerte, que destilaba Zogbe), Dojorti se había quedado callado, como sumido en cavilaciones; el mechón que le caía sobre la frente parecía más rebelde y más negro; las bocanadas de humo del constante cigarrillo, se hacían lentas y profundas; la mirada medio aindiada, se sumergía en lo profundo del ser y urgaba en vaya a saber qué vericuetos del alma y qué abismos del pasado. Así estuvo un rato. Cuando recuperó la realidad me dijo: “Mirá pibe ¿ves toda esta gente de abajo? ¡Si la sabés ver y escuchar te va a enseñar más que cualquier libro! Tené siempre el oído atento a la voz del pueblo, que esa callada sabiduría sea tu guía, y verás que los libros sobran; este Martin Fierro que estuvimos analizando no es más que conocimiento en verso, en cambio, en el silencio de los desplazados, si afinás el oído, escucharás la voz, la razón de la vida”.
Después nos fuimos a lo de don Rosas, un bodegón de la feria. Comimos unos bifes a caballo, bien regadito con un barbera y, a las cinco de la mañana, nos fuimos para las casas. El aire, tibio, estaba poblado de olores; de vez en cuando nos toriaba un perro. Las primeras jardineras con verduras llegaban a la feria. Empezaba un nuevo día... Nosotros, en la noche, habíamos ganado otro.
Al poco tiempo nomás, ya Dojorti era Buenaventura Luna. La Tropilla de Huachi Pampa hacía roncha en Buenos Aires y en Maipú 555, Radio El Mundo, a las 20.30 hs., se cortaba el tránsito de esa cuadra. La gente, apiñada, escuchaba la tropilla y la voz grave, profunda y sentenciosa de Don Buena.

Peregrinación a Huaco

 
Cuarenta años después, con unos amigos fui a Huaco. Quería visitar, conocer los pagos del gran bardo, del folklorólogo más intenso de nuestra patria. Vi los trigales de la Pampa del Chañar, la policroma e increíble Cuesta de Huaco, con mis manos acaricié las venerables maderas del Molino Viejo.
Vi los alfalfares y las cantarinas acequias. Las viejas huaqueñas “de pobre rebozo negro y antiguo credo cristiano” eran las mismas que cantó el poeta. Algún viejo, curtido y apachangado, calentaba sus huesos en la solana del rancho y era como una estampa escapada del Fogón de los Arrieros.
Si, indudablemente Don Buena había sabido ver y sentir el pueblo. Todavía está como él lo cantó y, estoy seguro, cuando pasen los años y toda realidad haya cambiado, seguirá existiendo el Huaco que Dojorti pintó. Porque, en definitiva, los hombres, las costumbres pasan y el arte perdura, vence al tiempo.
Al último fuí al cementerio, donde, a la sombra de un algarrobo el poeta descansa. Tomé la foto que publicamos y en memoria del amigo y vate hice un soneto, que dedico a su memoria y permanencia en la savia de lo popular.

Oración en Huaco
Aquí está el bardo en su quietud sonora,
en su valle cantado está dormido.
Al final su cansancio ha conseguido
la paz completa y la brillante aurora.
Le brinda el algarrobo, protectora
su sombra y el calor de un alto nido
y le cuenta el zorzal en su silbido
todas las cosas que el poeta añora.
Yace en la tierra quien de tierra fuera;
pura tierra de canto y acre vino,
dulce tierra de acequia y sementera.
Aquí cumple Don Buena su destino:
Vivir por siempre como él quisiera,
en su Jáchal, su Huaco y su molino.

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