El rastreador Calívar

Reconstcucción aproximada de una historia que pocos conocen. Autor: Gabriel Eduardo Brizuela, docente e investigador de la Universidad Nacional de San Juan

 Era un hombre de mediana estatura, e igualmente proporcionado. No se destacaba del resto de los gauchos en casi nada, bombachas, espuelas, cinto, excepto por un detalle muy sutil. Caminaba mirando el piso, siempre o casi siempre. Por lo demás era como cualquier hombre de la época. Gustaba más andar caminando que a caballo. Algunos los conocían como Don Calívar, otros por El Rastreador y generalmente por El Rastreador Calívar haciendo referencia a su profesión y su apellido. El rastreador era alguien que podía seguir el rastro de un puma que atacaba el ganado o de una yegua perdida. Pero en eso estaba la diferencia. Calívar era capaz de seguir un rastro por muchos kilómetros, pero en tanto pasaban los metros podía agregar detalles sobre el animal o el o los jinetes a los que seguía. Era muy buscado en esa época cuando algún ganado se perdía o a veces la misma autoridad lo requería.

Muchas veces se lo veía caminar mirando el piso, sin despegar la vista del mismo. Parco, muy parco, solía deslizar frases aisladas a su eventual compañía que era quien había requerido de sus servicios.

—Acá ataron a su caballo, que estaba con las riendas caídas —eso se ve por los rastros laterales, paralelos a las patas—, el caballo es manso y viejo pues se dejó llevar tranquilamente, así lo indica la perfección de la marca de su herradura. Cuando huyen o lo hacen cabalgar, la pisada es más desprolija. El caballo venía desde lejos y se detuvo en esta acequia para beber agua. Allí descansó y se acercaron dos hombres, uno de ellos es un chileno y el otro es un hombre rengo, por lo que se deduce que el animal, de tranco corto, debe tener unos 10 años. Fue encontrado sin marcar y por lo tanto quienes lo tomaron no lo robaron. Es casi seguro que esté en La Bebida porque allí paran los arrieros chilenos.

—¿Por qué sabe usted que es chileno?
—Por la manera de herrar el caballo. Eso se ve, es de un herrero que se dedica a herrar animales de invernada. Esos hombres vieron el caballo suelto y luego de verlo sin marcas se lo llevaron pa’ su rancho. Deben haber parado en la Esquina Colorada a descansar porque es el camino más directo. Si usted sale ya los puede encontrar allá.
Van como dos horas delante suyo —porque todavía las huellas no se secan— para dormir en su campamento antes de subir pa’ Calingasta por la quebrada de Zonda y si non puede que tomen por el camino e´ Maradona —si van al río Los Patos—. Yo creo que estarán pocos días porque deben haber bajado a la ciudad a comprar provisiones antes de traspasar la cordillera, recuerde que las primeras nevadas están cercanas y no pueden dejar de pasar después del engorde en los corrales allá arriba.

—Me acompañaría, don Calívar…
—No, no yo tengo otras cosas que hacer, después si encuentra el animal avíseme…

—¿Cuánto le debo por su trabajo, don…?
—No, nada, si recuperas el animal venite mañana con un kilo ´e yerba y azúcar para tomar unos mates. Así, de esa manera trabajaba el rastreador. Años llevaba en ese trabajo de seguir lo pasos –que eran invisibles al común de las personas—, pero Calívar tenía ese don. No había heredado ni aprendido nada de ello de su padre, que murió joven, ni de sus tíos, pero desde niño trabajó en arreos e invernadas en la precordillera, cuando sólo contaba 14 años. Así podía aportar a su casa –y a su madre— algún dinero para la mantención de sus hermanas.
Su fama fue adquiriendo poco a poco un espacio de enorme respeto entre los gauchos de la zona. Pero también trascendió las fronteras de la región.

Una calurosa noche de abril –casi como un febrero— de 1831 el rancho de Calívar recibió una visita, se trataba de un matrimonio, él arriero y ella ama de casa. La situación nacional estaba atravesando por esos días por una grave crisis pero nada hacía presumir que esa visita tenía alguna relación, más parecía una de las tantas que Calivar recibía a diario. Los hombres se estrecharon en un abrazo y al unísono se escuchó.

—Cumpa… tanto tiempo sin verte, pero de mentas todos los días… ah.
—Bueno, trabajo hay, lo que pasa es que es muy diferente y hay de horas, de días y de semanas, cuando julio trabajo el resto del año.

—Como yo, cuando la nieve tapa Los Andes descanso un tiempo de mis arreos, pa` marzo siempre tenemos alguien más en la familia, ya vamos por catorce pero sólo nos quedan cinco hijos… unas chancletas y un machito, aunque éste me ha salido leido, no quiere saber nada con los acarreos.
—Y bueno… mi padre era chacrero… vea mire Clemente… yo no sé ni plantar una papa, pero sí igual que él aprendí a trabajar de sol a sol. Después de entrar en su vivienda, el rastreador y su señora, en un ambiente de paz, hicieron sentir su hospitalidad:
—Asíllense en… bueno esos taburetes que ´i hecho con mis manos en los ratos libres. Son de madera de algarrobo con pellones de vicuña. Mientras Jacinta prepara unos salames y otros embutidos que los tenemos en una despensa bajo el suelo porque si no el calor del verano los echa a perder.

Cuando la mesa estuvo lista, con un vino patero blanco –regalo por uno de sus trabajos—, una hogaza de pan casero, vasos de cobre y unos salamines, allí se entabló una larga conversación que duró hasta altas horas de la noche, y como era sábado y el domingo se levantaban más tarde, Clemente le dejó a los caballos un poco de pasto y la charla siguió. Lo cierto es que de pronto hubo una pregunta que desató la finalidad de la visita:
—Y qué raro decidieron venir… Después de unos instantes, una larga pausa, la mujer visitante, espigada y delgada, dejó de comer y mirando a Calívar expresó:
—Bueno, en realidad soy yo la que insistí en venir… es que deseaba pedirle un favor…
—Comadre, al grano, sin rodeos, estamos pa´ servirle…
—Bueno… yo quería pedirle que… que se enferme por cuatro días…
—Qué qué!!!
—Así como es… lo que ha escuchado…
—Su pedido me deja desconcertado como pingo que cruza el mar…
—Bueno, es que nuestro hijo Valentín… Domingo se va mañana para Chile, él es los unitarios y se vienen los federales… y si lo agarran… lo cuelgan…
—Pero ustedes tienen los Oro de familia, los curas lo salvarán…
—No, es que viene Facundo, casi con seguridad y… y él lo va a buscar a usted… su fama es grande en La Rioja… además se sabe que usted nunca falla…
—Ahhh, si el Tigre ´e los Llanos se queda en San Juan; me va a usar para rastrear a los huídos… a los políticos… entiendo.

La conversación siguió animadamente y cuando se fueron a despedir Calivar se llevó la mano al estómago y apretándoselo con una sonrisa los miró a los visitantes y dijo:
—Comadre, ese dulce de alcayota me ha pateado… me parece que voy a caer en cama…
El domingo temprano un grupo de unitarios, alertados ya por el gobernador Pastoriza, emprendieron el camino del exilio y sólo Chile les daba la seguridad. Lentos como si no quisieran irse, fueron los primeros pasos pero ya al atardecer se iban acercando al Valle del Río Los Patos, todo estaba verde todavía, pues aún no nevaba, lo que facilitó la travesía.

El martes entró Facundo en San Juan, se instaló en la Casa de Gobierno e hizo colocar su famoso banco de los azotes en la Plaza de Armas. Al día siguiente mandó a llamar a Igarzábal, un hombre de confianza suyo. Cuando éste se presentó le ordenó:
—Quiero que busques el rastreador Calivar y que con una partida me traiga a esos cogotudos ilustrados que se hacen llamar unitarios… y si no los puede traer vivos, muertos… aunque sea muertos me los trae… ¿entendido?

Lo cierto es que cuando llegaron al rancho encontraron a Calívar en cama, sudando cataratas, producto de haberse tapado con varias mantas. Cuando se “sintió mejor”, el jueves se presentó a Facundo quien le dejó como escolta una parte de su montonera, y así comenzaron a seguir el rastro.
Se detuvieron en La Bebida brevemente y luego continuaron por la Quebrada de Zonda y sus baños. Calívar seguía con la mirada el piso e iba lento, muy lento, y cada vez que era requerido dejaba alguna información para cumplir con su deber.

—Van en mulas, son 40, tal vez 41… eso me hace pensar que van pa´ Calingasta.

En tanto en San Juan Facundo Quiroga había mandado a llamar a Paula y con esa mirada feroz le espetó:
—Señora, si encuentro a su hijo, ese mozalbete alborotador, lo hago fusilar, o mejor lo azoto hasta que muera... se lo advierto.., aunque supongo que está escondido en alguna tapera... pero yo he mandado a Calívar a buscarlo y pronto lo tendré acá...

Todo tal cual Paula imaginaba. Entonces ambos, marido e hijo, estaban salvados. Calívar seguía el rastro. Y seguía la misma táctica, cuando el ambiente se ponía espeso largaba prenda.
—Aquí perdieron unas mulas... raro, no... no intentaron borrar el rastro con una rama... Allí Calívar se dio cuenta que Clemente no le dijo nada a sus compañeros para no delatarlos.

—Acá se separaron... no... no, se subieron a esas rocas y caminaron por la cornisa... luego se montaron de nuevo.., otro intento pero fallaron... aunque los rastros se empiezan a secar... por lo tanto nos llevan como tres días, hay que apurar el paso..., Pero para sus adentros sabía que eran inalcanzables.., gracias al dulce de alcayota de su comadre...

Cuando al día siguiente comenzaron a subir las montañas y el frío de la altura empezó a apretar, Calívar llegó al primer brazo de agua, antes de Los Patos, y mirando el piso se dirigió a la montonera. —Por aquí cruzaron hace poco más de dos días, si salieron bien del otro lado hoy ya están en Santa Rosa de Los Andes, tal vez hayan parado en otra aldea, pero es Chile y Calívar llega hasta acá.

Tiró de las riendas y sin preguntar más empezó el regreso, y en dos días estuvo en su hogar. La partida se dirigió hasta donde El Tigre de los Llanos se encontraba en ese momento: un reñidero de gallos. Facundo lo mandó a llamar y al día siguiente lo recibió en su despacho. Lanzaba llamaradas por ojos y boca, como un dragón enfurecido. Golpeó la mesa y gritó:
—Inútil, inútil, inútil… es usted un inútil.
—Con sus dispensas... Yo soy un viejo, si tal vez inútil, pero ya tengo como 80 años y si usted así lo cree no se pa´ qué me buscó. Creí que sus baqueanos eran buenos. Si usted me va a azotar deseo aclararle que no me preocupa. Yo hice lo que se me pidió, mi trabajo. Por lo tanto, tomando en cuenta todo lo que tuve que aguantar, el frío y su montonera... bah esos que dicen ser… ah y son seis patacones de plata…
Facundo, enardecido, se paró y rugió:
—Encima quiere que yo le pague…
—Bueno, es usted quien me buscó, como sé de sus métodos quisiera dejar algún dinero a mi viuda…

—Calívar escuche… Facundo es feroz, pero no voy a matar a un viejo como usted… acá tiene sus monedas –las que arrojó sobre la mesa.

Calívar las tomó, guardándolas en una bolsa de cuero con un lazo rojo y se despidió muy cortamente.
—Con su licencia general, me retiro…

—A propósito, de ese jovencito alborotador… Sarmiento, Domingo Sarmiento… ¿no sabe nada?- inquirió Facundo.
—Ah, los Sarmiento. Si, iban en la partida, sus animales –junto a los de su padre— hicieran todo el recorrido juntos, iban conversando todo el tiempo…

—Pero usted me toma el pelo…
—No, ni se me ocurriría.., es que ambos animales iban juntos y para qué ir tan pegados sino para conversar, las botas chilenas angostas son las del padre, que las debe haber comprado cuando estuvo en marzo llevando el ganado engordado, las botas francesas, esas de tacón son las del hijo... debe ser un regalo de la familia Laprida a Domingo... es el único afrancesado de por acá... Buenos días, general.

Dando media vuelta se retiró sin esperar más y al llegar a la puerta dio vuelta la cabeza y le dijo, mirándolo por sobre el hombro:
—Dígale a su secretario que se saque las espuelas de plata pa´ entrar acá, está rompiendo el piso y la alfombra...
—¿Y cómo sabe usted que es mi secretario?
—Quién otro se animaría a ir a su lado a susurrarle al oído, y las rodajas de las espuelas llegan la lado de su silla...

Facundo quedó con la boca abierta, tal vez uno de los momentos más desconcertantes de su vida. Había visto una persona que como se decía tenía magia, sabiduría, dones.
Al poco de salir, Calívar levantó la vista, se encontró accidentalmente con dos personas que caminaban por una polvorienta y angosta vereda, e inmediatamente exclamó...
—El matrimonio Sarmiento, Don Clemente y Doña Paula... qué alegría verlos nuevamente.
—Gracias... gracias.., cumpa... se lo agradecemos.
—Ah no, agradecimientos no... yo quiero más dulce, de ese que me mandó a la cama, ...eso es una exquisitez... sí me chupé los dedos...

Ninguno de los tres se volvió a ver. Facundo fue asesinado en los inicios de 1835 en Barranca Yaco, Calívar murió en 1837. Sarmiento después de muchos avatares llegó a presidente en 1868. Cuando en 1845 escribió “Facundo”, no olvidó a Calívar y le dedicó unas líneas en su libro más conocido. Siempre llevó presente y fue agradecido de quien salvó su vida y lo ayudó a escapar de las garras de Facundo.

Publicado el Viernes 30 de septiembre de 2016 en La Pericana edición 31. Integra la edición 1740 de El Nuevo Diario.

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Rastreador Calívar. Ilustración Miguel Camporro