Vivió para cultivar el coraje, que tal vez sea la más alta expresión del miedo. Fue la rebeldía y el resentimiento y un ejemplo de libre animal espantado, de fiera herida. Pareciera ser que esas pasiones bastardas sirvieran para crear el mito y la adoración. La verdad es que Santos Guayama anda en la leyenda y los fogones y ya es parte de la fisonomía de un pueblo. Ya algunas esporádicas luciérnagas de sebo alumbran su recuerdo. Santos Guayama nació en las lagunas de Guanacache. Su madre fue una sufrida mujer de pueblo, curtida por las labores de la pesca y las preocupaciones de la crianza de su niño, que, a colegir, pareciera que no fue nada fácil sacarlo adelante. De su padre poco se sabe y, tal vez sea mejor, no averiguarlo.
Era el tiempo de las montoneras bravas y el muchacho se fue criando entre la sangre, el dolor y la necesidad. La con templación de las breves y fugitivas espadas del pejerrey de Guanacache deben haberlo inducido al manejo del cuchillo y la disciplina del visteo. Al hacerse grande abandonó los peces y se plegó al cuchillo. Anduvo en bravas tenidas acompañando los hombres que, en empecinada porfía y abundante coraje, pretendían darnos una patria y que andando el tiempo, montonero por medio y excipiente disciplina militar, parece que lo consiguieron. San tos Guayama fue un rebelde y se le puede imaginar obedeciendo al caudillo de turno añorando el espacio que es escenario del hombre libre.
El resentimiento de la esclavitud; el obedecer órdenes de otros y entrar en “cargas” ajenas a su instinto, deben haber hecho a Guayama un cerril y angustiado
puma del desierto sanjuanino. Debe haber añorado la libertad de los montes, el espejo de la laguna y la intimidad y refugio de los matorrales de totoras y tamariscos laguneros. Debe haber sido un hombre desdichado; llevaba la marca de los libres y padecía el más cruel de los tormentos. ¡El ansia de libertad! Pobre Santos Guayama, se equivocó en la elección. Cambió el apacible juego del refucilo de escamas por el brillo corajudo y “macho” del facón. ¡La patria entonces era joven (tal vez aún no lo era) y había que fundarla a punta de cuchillo! Sí, señor, así debe haberlo entendido Santos, y ahí andaba, enmendado
a su destino! El gaucho, el pobre; es un manejo de las circunstancias y la adversidad. ¡Eligió el coraje y el coraje tiene un solo precio: la vida!
CURA BROCHERO
Entre otras cosas de piedades, José Gabriel Brochero, cura serrano de Córdoba, piadoso sacerdote que ayudó a la independencia, repartió bendiciones, se
hizo amigo y protector de los desvalidos, ayudó en algunas ocasiones a Santos Guayama y “le puso” su nombre a la actual Villa Cura Brochero. Los descarríos de Guayama hicieron buenas migas con la piedad del sacerdote y de ello nació una amistad que ennoblecía la larga noche de la montonera. Santos Guayama, ya cansado de correrías se refugió en las largas mateadas con el cura amigo y se llamó al silencio y refugio de los médanos.
Varias veces fue apresado y varias veces fugó de la precaria justicia; Abjuró del orden y buscó, entre sus pares, los bando leros, la errabunda peripecia
del guacho ¡Quien vive en el desierto afina su disposición de tigre! Así las cosas: El padre Brochero, consiguió del gobierno de Agustín Gómez, la promesa de la amnistía y el perdón si se presentaba el proscripto. Brochero comunicó a su amigo Guayama la novedad y lo convenció para que se entregara a la justicia
y el orden. Dicen que Guayama participó a Brochero su desconfianza en la palabra del “gobierno” y que, no obstante, desoyó el rumor de su instinto
montaraz y, conjuntamente con sus huestes emprendió el camino a la ciudad y la promesa.
Guayama y sus gauchos, fueron internados en el fuerte de San Clemente, sometidos a sumarísimo juicio y fusilados. En el duro pedregullo del patio de San Clemente, los cuerpos de Guayama y los suyos, parecían rosas pisoteadas, rosas de rebeldía echadas al azar del tiempo, que es quien debe juzgarlas y dar el definitivo veredicto. Corría 1878. Dicen que la felonía oficial afectó en tal manera al cura Brochero que se enconaron los males que padecía y al poco tiempo
murió.
La imaginación popular que es creadora de mitos, insinúan que Martina Chapanay, también lagunera, y Santos Guayama, tuvieron algo que ver con un romance para el lado de las lagunas. Romance que se hace difícil creer, pues, si bien contemporáneos, cuesta imaginar al tigre entregado a las dulzuras del amor. Santos Guayama ya es parte del folclore y la leyenda y, quiérase o no, fue un desatado coraje en el desierto y una ráfaga de particular justicia en la injusta y tai vez necesaria barbarie de la época.