Próceres sanjuaninos: Domingo Faustino Sarmiento

Es incontable la cantidad de biografías y reseñas que se han publicado sobre Domingo Faustino Sarmiento. Cada una aporta una visión enriquecedora sobre la figura del sanjuanino más conocido en el mundo. En este caso, publicamos una semblanza escrita por el historiador Rómulo Fernández.

Sarmiento asoma a la historia cuando Facundo entra en San Juan, y es el hecho que, andando, andando por espacio de casi ochenta años, llena el siglo con su estruendosa existencia. Es que por sí solo era él una orquesta que sucesivamente expandiera sus arpegios y que, puesto en función todo el instrumental, produce la armonía de un concierto majestuoso, imponente, ciclópeo.

Naciendo en el centro de tal valle recostado sobre la falda occidental de Los Andes, oyóse algo cual un vagido de volcán; pero su alma era una eclosión de primavera, porque el cenit del verano trasformóse en semejante fenómeno.

No nacen los torrentes en la floresta; nacen en las cimas heladas y corren por entre abismos y peñascos, y es así, precisamente, cómo vienen a la vida los hombres destinados a cumplir una misión: aquéllos, para fertilizar la tierra; éstos, para educar a los hombres.

De Domingo Faustino Sarmiento se cuenta que dos días se disputaron el alumbramiento, y que ello ocurrió por tiempo en que la Revolución de Mayo sufría sus primeros eclipses: Huaqui en la tierra hirsuta y San Nicolás a la vera del Mar Dulce.
Pero el símbolo adquiere personificación, que es la vida y la obra de Sarmiento.

A zancadas cruzó selvas, ríos, llanuras, montañas, mares. Todo eso era a modo del planeta recién salido de las manos del Creador. Percibiendo rumores del cosmos ascendió con la mente a los espacios estrellados. Y cuando descendió del Sinaí traía dos tablas que unidas concertaban una palabra, como la ley: Civilización.
En efecto, a la edad de 16 años, mientras en Buenos Aires se creaba la presidencia Rivadavia, en un pueblecito puntano el joven sanjuanino planta su carpa de maestro para enseñar a leer a mocetones de veinte y más años. Sería su estandarte en viajes y andanzas, casi siempre imprevistos. Imprevistos, pero fructíferos.

Para Sarmiento el sol alumbró antes de trasponer las pampas. Traía el impulso de las razas primitivas, y tuvo aptitudes para encauzar el oleaje de los vientos y para esclarecer las mentes de los hombres desorientados. Es que no desperdició, sino que acumuló, lo que por naturaleza le vino como bien superabundante.

Claridad para percibir y voluntad para realizar fueron sus características esenciales. Era, así, el hombre de genio teórico-práctico que va, corre, vuela, y que observa, recoge, analiza, ordena y ejecuta. Aun en sus contradicciones y errores, que los tuvo, estaba el sello de su personalidad. Por eso se estremeció el Senado Nacional la tarde aquella en que, absorbiendo posiciones, dijo: “Yo no he aspirado sino a ser Sarmiento; y soy Don Yo, lo mismo en la presidencia de la República que al frente de un juzgado de paz en alguna aldea de los campos argentinos. Todos los caudillos llevan mi marca”.

A los hombres se les justiprecia por lo que de ellos queda para la posteridad. Sarmiento asumió el poder público, primero en su provincia natal y luego, como jefe del Estado, libremente elegido, sin su presencia en los comicios, por el pueblo, en la Nación, y una y otra cosa cual si lo hubiese prefijado el dedo del destino. (Cincuenta años tenía don Domingo Faustino al llegar a la gobernación, y contaba cincuenta y siete al sentarse en el sillón de los primeros mandatarios de un país que abría sus puertas a todos los hombres del mundo).

Sus viajes, sus lecturas y sus reflexiones habíanlo preparado para las grandes tareas ejecutivas. Abordó todos los problemas de su tiempo; y los hizo realidades en cuanto los elementos permitían. Sin sortear obstáculos. Sin desmayos. Sin vacilaciones. “Las cosas hay que hacerlas; hacerlas mal, pero hacerlas”. El las hizo bien, en los diversos órdenes de la vida nacional. Escuelas, institutos, universidades; exposiciones, censos, ferrocarriles, puertos; fomento a las industrias, a las ciencias y a las artes. Progreso, progreso, y, en definitiva, civilización. Y le ganó la batalla a la barbarie.
Y por eso, más que por otros, Argentina es hoy, con el 90 % de alfabetos, según las Naciones Unidas, y por su raza blanca, el país que ocupa el primer puesto en el Nuevo Mundo.

Al borde de su tumba (1888), el piloto de la tribuna popular, Carlos Pellegrini, pronunció la sanción de la Historia: “Sarmiento nada debe a su época ni a su medio. Fue el cerebro más poderoso que haya producido América, y en cualquier tiempo y lugar hubiera tendido sus alas de cóndor y morado en las alturas”.

Y como el actual es tiempo de síntesis, la vida de este hombre puede contarse en cuatro renglones; Sarmiento tuvo, en realidad, la percepción universal de su medio y de su época. Al fundar escuelas, que fue su impulso inicial, aspiró a dar fundamento a la institución de una democracia que sería base de gobierno representativo. Seguidamente fue que promovió la fundación de periódicos en cuanto órganos para propagar ideas. Abrió nuevos rumbos, en el Colegio de Santa Rosa, conducentes a la elevación social de la mujer. El Observatorio Astronómico, las Facultades y los institutos técnicos, al mismo tiempo que las bibliotecas populares encaminábanse al fin de perfeccionar las formas del estudio, del trabajo y en general de la cultura. La fundación, concretando, del Colegio Militar, enderezaba al propósito de establecer en la milicia armada disciplina y jerarquía, modo de reemplazar a los comandantes a poncho, jefes de montoneras, elementos barbarizantes. Y a poco, la creación de la Escuela Naval comportaba la finalidad, además de que sus oficiales y cadetes fuesen por las naciones haciendo conocer la bandera de la nueva nación. En fin, establecer el imperio de la civilización.



El texto que se publica en esta página ha sido extraído del libro “Cuarto Centenario de San Juan 1562-1962” de Editorial Cactus, recopilación histórica y literaria de Josefa E. Jorba. El capítulo que se reproduce en parte, se titula “Siete próceres sanjuaninos” y está firmado por Juan Rómulo Fernández.

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Domingo Faustino Sarmiento, según un retrato de Santiago Paredes.