No fueron benignas, aunque explicables, las condiciones de vida para los que representaban un obstáculo a la causa patriótica, así fuera solo eventual. El peligro de una reducida población española o prorrealista en San Juan, los emigrados de Chile radicados después de la caída de la Patria Vieja en Rancagua, trasladando su querella entre carrerinos y larraines proseguida con el bando o’higginista, y los confinados y prisioneros de guerra adjudicados a San Juan después de las acciones de Chacabuco y Coquimbo, aconsejaron la adopción de medidas extremas: vigilancia, sumarios, confinamientos y destierros.
Más que los prisioneros sometidos a disciplina militar y trabajos forzados y en estado prácticamente de servidumbre, las preocupaciones provendrían de los emigrados y confinados políticos, algunos de ellos hombres cultos que podían revolver el ambiente. Fray Diego Larrain, mercedario patriota emigrado de su patria a la caída de Rancagua, tuvo dificultades de diverso orden en Jáchal. Algunos confinados españoles por las autoridades chilenas en 1817, después de Chacabuco, como fray Benito Gómez, franciscano, matemático y mineralogista, a quien se señaló por residencia el convento de Santo Domingo, a cargo de la cátedra de matemáticas en la ciudad de San Juan y de explotación del mineral de Gualilán, debió ser defendido por De la Roza contra Luzuriaga que reclamaba su persona, no porque creyera realmente en su actitud conspirativa, sino para servirse de su capacidad técnica en Mendoza. Otros, fueron internados en lejanos parajes de confinamiento, como Valle Fértil y Jáchal, autorizados por San Martín.
Para ese sector de la población, clasificado como enemigo bajo estado de guerra, el trato sería duro, incluso más de lo tolerado con la gente de color en condición de esclavitud.
Los prisioneros de guerra propiamente dichos, quedaron afectados a la realización de diversas obras públicas: cortas adobes para las refacciones del Cabildo, abrir zanjas y acequias en la ciudad, o proceder a la excavación del cauce del canal Pocito, librados a la humanidad o sadismo de los capataces. Sobre este particular, refiere Hudson que el chileno Herrera, asentista de la obra de ese canal matriz del sur, “tenía arrebatos de genio contra el peón flojo en el trabajo, que rayaba en lo bárbaro y atroz. Azotaba y colgaba de un árbol por debajo de los brazos al trabajador que se alzaba o no era empeñoso en la tarea; algunos de los prisioneros españoles que trabajaban con él, sufrieron estos actos de crueldad”.
La situación se mantuvo invariable por espacio de algunos años, pero llegó el amor a poner fin a la triste condición, en un episodio semejante al rapto de las Sabinas, en otro escenario e invertidos los términos. Según tradición local muy antigua, con rastro de fechas y nombres, acogida por las letras, las buenas mozas de la sociedad sanjuanina llegaban en cabalgatas y carruajes, bajo los últimos rayos de Febo al ocultarse tras la sierra de Zonda, a recrear sus tardes de ocio viendo excavar el gran canal del Pocito a los prisioneros godos; y esos hombres jóvenes, con sus brazos vigorosos que enarbolaban picos y palas y con sus torsos tostados por el sol, encendieron más de un corazón femenino, y previo pago al Estado de su valor económico, serían adquiridos como propios, concluyendo la compra en matrimonio.
Fuente: Historia de San Juan – Tomo III (Época Patria) – 1810-1836 – Horacio Videla
Nota publicada en "La Nueva Revista" de "El Nuevo Diario" el 18 de agosto de 1995, edición 720.