En esta parte Ivelise Falcioni confirma que Leopoldo igual que sus hermanos Federico y Rosa son hijos de Federico Cantoni. Cuenta que cuando Bravo asumió y tuvieron sus hijos no estaban casados. El fallecimiento de Fulvio, su primer esposo y el casamiento con Leopoldo en 1.970. La bodega que compraron. “Señora, guarde usted silencio”.
Mientras cursaba Derecho ya estaba claro en mi mente que quería hacer política en el Partido Peronista. Creo que fui de las primeras afiliadas. Yo compartía la postura de mis correligionarios en cuanto a una tercera posición, postura que también defendió De Gaulle después de la guerra. Hoy el mundo se ha globalizado y parecería que el proceso no tiene vuelta de hoja; lamentablemente lo que no se ha globalizado es la solidaridad. Esto se lo escuché decir a Juan Pablo II y estoy plenamente de acuerdo con él.
A mí no me conforma ninguno de los dos extremos: ni el comunismo, ni este capitalismo despiadado que buena parte de la humanidad está sufriendo hoy en día. El comunismo ha muerto, pero el actual capitalismo salvaje, como bien dijo el Papa, no puede existir.
Allá por 1958 lo conocí a Leopoldo Bravo, pocos años después de la caída de Perón. En 1948 Bravo había actuado como attaché en la embajada de la ex Unión Soviética, en el 50 había sido Enviado Extraordinario a Rumania y Bulgaria, en el 52 se había desempeñado como embajador de la ex Unión Soviética.
El primer viaje como agregado lo hizo en compañía de Federico Cantoni, su padre (es de dominio público que Leopoldo Bravo es hijo de don Fico, al igual que su hermano Federico y su hermana Rosa, hoy fallecida). Cantoni, que iba como embajador, estuvo pocos meses en esa parte del mundo. A pesar de ser un hombre de centroizquierda, nada en Moscú terminó de convencerlo y no se sintió cómodo allí. Se dedicó a viajar, a buscar plantas exóticas —que fueron su pasión— y compró decenas de olivos que más tarde plantó por todo San Juan. Alojado en los mejores hoteles de Italia y otros países de la región, era frecuente ver las bañeras de sus lujosas suites repletas de plantas, macetas, retoños. El personal de los hoteles europeos seguramente se sentiría sorprendido por esta extravagancia, pero al señor Embajador nadie le decía nada, a quién se le ocurre.
El iniciador del bloquismo sanjuanino dejó Moscú, el Kremlin —que quiere decir fortaleza—, la Torre de la Asunción —la misma que atravesó Leopoldo para entrevistarse con Stalin—, la arquitectura suntuosa de cúpulas alargadas, las estepas heladas, el Bolshoi, mandó empacar debidamente su colección de plantas, se dio la media vuelta como dice la zamba y volvió a su tierra.
Leopoldo se quedó en Moscú.
En las fotos de esa época veo que por entonces mi marido era joven, se vestía muy bien, era muy culto, pulido, nunca perdía las formas, no había mujer atractiva que él no mirara y viceversa.
A veces cuando hago estos comentarios donde se ve la orgullosa que estoy de mi marido, la gente se sorprende un poco, porque ya llevamos varias décadas de matrimonio. Pero es lo que siento. Y hoy, en este húmedo invierno porteño, digo que no sé si fue el amor de mi vida, no sé si hubo un gran amor en mi vida... pero él fue, es y será mío y del pueblo sanjuanino.
Leopoldo Bravo y yo nos casamos por iglesia en San Juan, en 1970, una vez que la Sacra Rota me notificó, el 5 de diciembre de 1969, de la disolución eclesiástica de mi primer matrimonio.
Mis padrinos fueron Darío Poggio Rinaldi y su esposa, Hermosilla Varela de Poggio; “Gringa”, le decíamos.
Los padrinos de Leopoldo fueron Martín Riveros y su esposa Matilde de Riveros.
Poco después falleció Di Fulvio, y ya como viuda, un 27 de mayo Leopoldo y yo pudimos casarnos por civil; en esa oportunidad, mis padrinos fueron mi prima hermana Lilia Amalia Riscossa de Blanco y Osvaldo Genaro Blanco, su esposo.
Le dí a mi marido seis hijos, uno atrás del otro: Leopoldo Alfredo, que a la fecha es ministro en Moscú; Juan Domingo, el ahijado de Juan Perón, que es político, empresario y muy trabajador; Federico Jorge, escribano, abogado y de sólida cultura general; Fernando Esteban, abogado también, cuyo nacimiento fue anunciado en los periódicos con un nombre equivocado —Ricardo— debido a una distracción del padre; María del Valle, en homenaje a la catamarqueña Virgen del Valle, la única mujer y Alejandro Quinto, abogado —por ser el quinto varón y por Quinto Pulenta, su padrino de bautismo y amigo de la familia—, por orden de aparición.
Todos nacieron en el Instituto del Diagnóstico en Buenos Aires, todos mis embarazos y nacimientos estuvieron supervisados por el doctor Jorge Albertelli, que ya había sido el ginecólogo de mi madre y que, acompañando al médico cirujano estadounidense George Pack, había intervenido quirúrgicamente a Eva Perón durante su penosa enfermedad. Al día de hoy tenemos dieciséis hermosos nietos:
De Leopoldo y Laurita Adámoli (traductora y profesora de italiano), María Sofía, María Catalina, Leopoldo Hugo y Nicolás Gabriel;
De Juan Domingo y Laura Pedroza (ingeniera civil), Leopoldo Francisco Nicolás, Dulce Agustina y Juan Patricio;
De Federico y Valeria di Césare (abogada), Agustín Gabriel, Federico y Santiago;
De Fernando y Betty Roca (abogada), María Fernanda;
de mi hija María del Valle (periodista), nacieron María Micaela, María del Valle, María Josefina y María Delfina,
Y finalmente de Alejandro Quinto y Marianela López (abogados), nació Macarena del Valle Bravo López.
Cuando Leopoldo y yo nos casamos nos vinimos a vivir a este departamento, en Rodríguez Peña entre Quintana y Alvear, en Buenos Aires, que él compró cuando regresó por primera vez de Moscú. El vivió aquí con su mamá Enoé, la hermana menor que falleció, Rosa y la hija de ésta, llamada también Enoé como la abuela Bravo. Enoíta es madre de Ignacio Litardo y es licenciada en Estudios Orientales por la Universidad del Salvador; cursó la carrera en la época del padre Quiles, sacerdote jesuita.
Sin embargo, Leopoldo pasaba la mayor parte de su tiempo en San Juan, ocupándose de su trabajo político. Una vez más me tocaba un marido ausente, una vez más fue mi madre quien, sin perder su estilo dominador, estuvo permanentemente a mi lado.
Bravo fue siempre afectuoso y atento con su suegra, que falleció en la casa grande de la familia, en San Juan.
A comienzos de la década del 60, mi esposo comenzó a tener una campaña electoral tras otra: en 1963 fue por primera vez gobernador de la provincia; en 1973 fue electo senador; más tarde, durante la dictadura, fue nuevamente embajador en la ex Unión Soviética (1976).
En esa oportunidad nadie más quería ir a Moscú, y el almirante Emilio Massera le solicitó que aceptara la representación diplomática, considerando que ya había estado en ese país, que su nombre era bien conocido y que hablaba ruso. Leopoldo accedió. Luego fue embajador en Italia en 1980; en 1983 gobernador constitucional de San Juan, por tercera vez, y en 1995 accedió nuevamente al Senado de la Nación, cuyo mandato cesó en 2001, pasados sus ochenta años.
En el transcurso de todo este tiempo vivimos en San Juan durante las gobernaciones de Leopoldo, y en la capital en los períodos entre mandatos. A mis hijos no les gustaba nada vivir en Buenos Aires. Acá mismo, en este departamento, jugaban a la pelota, estaban acostumbrados a los espacios grandes; esa araña, con tantos caireles, se salvó de milagro. El reloj francés que aún hoy decora el comedor, sobre el aparador de estilo europeo, venía cubierto por una campana de cristal que un buen día estalló por un pelotazo. Es como si ahora mismo viera a mis hijos jugando.
Segunda llegada a San Juan - La Bodega
Fueron años felices los de San Juan. Sin embargo, tampoco allí las cosas me resultaron sencillas en un primer momento.
Yo era de la provincia de Buenos Aires y, como si esto fuera poco, me había casado con el galán seguramente más codiciado de la región. Sólo con el tiempo, cuando llegaron a conocerme mejor, comenzaron a aceptarme plenamente, a tenerme afecto, a demostrarme un cariño verdadero.
Cuando nuestros hijos comenzaron a casarse no tuvimos más remedio que organizar los festejos en una bodega, porque en la casa no había espacio suficiente para tantos invitados.
Los celebrábamos en la bodega de Antonio Manzano, un hombre muy bueno y amigo de Leopoldo padre. Venían más de dos mil personas. Ahí si había espacio de sobra.
Leopoldo, que es abogado y vivía de la profesión —tuvo durante décadas su estudio de abogacía en Florida y Paraguay— había comprado una bodega casi como un entretenimiento, con sus ahorros. No soportaba los escasos períodos de inactividad o relativa calma que de vez en cuando se le daban entre sus ajetreos políticos. No podía estar sin hacer nada. Tenía un vino Ivelise, un tinto Don Leopoldo y algunos otros. Más tarde, cuando nos trasladamos a la ex Unión Soviética para residir allí varios años, supo que la gente que había dejado a cargo no hacía las cosas bien, bastardeaba el producto. Y entonces me hizo el pedido: “Ivelise, andá a San Juan y vendé la bodega”.
El le había puesto mi nombre: Bodegas Ivelise. De modo que, a gusto o disgusto, hice el largo viaje a San Juan a cumplir con el encargo de mi marido.
Qué sabía yo de bodegas. Nada. Tuve que hablar con los Pulenta, con los mendocinos, con muchos otros bodegueros importantes... Y bueno, finalmente la vendí, no fue tan difícil. Con la venta indemnicé a las treinta y cinco familias que trabajaban en ella y punto final: a otra etapa de mi vida. La compró un señor Dumancich, croata, residente en San Juan.
Este fue un patrón muy repetido en las décadas que ya tiene nuestro matrimonio de convivencia: mi marido me pide que me ocupe de alguna cuestión, me hace determinado encargo que yo debo cumplimentar sin andar argumentando excusas; a veces me siento violentada, no entiendo por qué mi esposo me pone en determinadas situaciones que a veces —creo— hasta pueden ser arriesgadas o superar mis capacidades, pienso que no puedo o tal vez simplemente no quiero; finalmente, pareciera que estoy a la altura de las circunstancias y salgo bien parada de todas las pruebas, aunque posteriormente me sienta dolida.
En verdad, a veces no termino de entender estas actitudes de Leopoldo, y sin embargo una cosa se percibe atrás de estos hechos: él siempre tenía la certeza de que yo era perfectamente capaz de cumplir con lo que me pedía. Cuesta creer que me mortificaba sin sentido la mayoría de las veces.
Tal vez él consideraba que lo que yo necesitaba era precisamente un empujoncito... como el que me dio una tarde inolvidable en el subterráneo de Moscú, algo que jamás terminé de entender. Lo que sí queda claro es que Leopoldo siempre fue un hombre parco, aunque de naturaleza afable, serena y no es de los que gastan saliva parloteando porque sí; no es afecto a las discusiones, en todo caso siempre prefirió escuchar a ser escuchado. Por eso, cuando teníamos opiniones encontradas sobre temas políticos concretos, yo comenzaba a desplegar mis argumentos y él me cortaba, en público o en privado: “¡Señora, guarde usted silencio!”. Respetuoso. Pero tajante.
Cuando murió don Fico, el 22 de julio de 1956, la madre de Leopoldo, doña Enoe, no se presentó en el velatorio. Fue todo San Juan. Asistieron políticos de todo el país. Correligionarios, amigos y enemigos, la familia por supuesto. Ella prefirió despedirlo sola, en su casa. Tenía una foto en sepia del caudillo, vieja, desleída: se pasó la noche en vela alternadamente sentada frente al retrato, tenuemente iluminado por dos pequeñas velitas y caminando por el jardín a pesar del invierno frío, vestida de negro y rezando.
Cuando los hijos le preguntaban quién era su padre, ella invariablemente les respondía, sin ninguna amargura: “¡Yo soy su padre y su madre!, ¿a qué tanta pregunta?, ¿acaso les faltó algo?”. La fueron a buscar, insistieron. Pero ella no quiso ir. No fue. Se despidió de él en la más estricta soledad.
A esta mujer nunca se le conoció ningún otro hombre; dedicó la vida a sus tres hijos que se graduaron en La Plata de abogado, uno; de médico, el otro y de bioquímica, la hija mujer. Murió tiempo después, en 1970; el doctor Taiana le había operado un cáncer de mama, aunque no fue esa la causa de su deceso: se fracturó una cadera, ya era mayor.
Rosa y Federico hicieron un juicio de filiación y lo ganaron, pero mi marido prefirió quedarse al margen, aunque aceptó la voluntad de sus hermanos.
El doctor Alberto Lloveras, hoy fallecido, fue quien los patrocinó.
Nota publicada en LA PERICANA, edición 33 del 14 de octubre de 2016 y que integra la edición 1742 de EL NUEVO DIARIO
Ver también
-- Primera parte. Las memorias de Ivelise. Casamiento sin amor con un italiano y pérdida de su primer hijo