La muerte de Sarmiento

El siguiente artículo escrito por Omar López Mato* fue publicado en Legado, la revista del Archivo General de la Nación de la República Argentina, edición digital N° 4 de septiembre de 2016

 El 28 de mayo de 1886, Sarmiento se embarcó una vez más hacia el Paraguay.
No era el mismo que había estado un año antes: estaba afónico y había perdido peso, pero no había extraviado su temple. “¡Ah! Si me hicieran presidente, les daría el chasco de vivir diez años más”.
De todas maneras, muchas ilusiones no se hacía. Al ver alejarse la ciudad de Buenos Aires, murmuró con una triste sonrisa “Morituri te salutant”, la despedida de los gladiadores.
En Asunción se alojó en el hotel Cancha Sociedad, en tierras que fueran de madame Lynch(1).
Sarmiento estaba muy entusiasmado construyendo una casa isotérmica traída de Bélgica.

Vencida la tos, el viejo estadista recuperó sus fuerzas y trabajó incansablemente. Plantó árboles, asistió a los obreros en la búsqueda de agua, escribió artículos, jugó con sus nietos y hasta salió de picnic con la familia. Para colmo de su felicidad, llegó Aurelia Vélez. A ella le había escrito: “Venga, juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo, pasar la vida”.
Aurelia vino en compañía de su hermano Constantino y de su sobrina Manuela. A ella, Sarmiento le enseñó a leer con un viejo ejemplar del Facundo. Fue su última alumna.

Tanta actividad lo resintió. Para agosto, su palidez impresionaba. Alarmados por el deterioro, llamaron a su nieto Julio y requirieron los servicios de su médico, el Dr. Lloveras, que no estaba en condiciones de viajar. La noticia de su gravedad se difundió, las cartas llovían, todos querían saber cómo estaba el sanjuanino. Él les contestaba a todos, pero sus ojos se llenaban de lágrimas: se estaba despidiendo de sus amigos, de la gente que lo quería, que lo admiraba.

El doctor Andreussi lo visitaba a diario, dando precisas instrucciones: nada ni nadie debía alterarlo. Pero aún así, el sanjuanino se exaltaba por pequeñeces. Aurelia debía volver a Buenos Aires. Se despidieron como dos viejos amigos, sabiendo que nunca más se volverían a ver.
El Dr. Andreussi lo asistió junto al Dr. Hassler. Ante la gravedad del paciente, y dada su importancia, se sumaron a la consulta los doctores Candelón (que hizo un retrato pormenorizado de estos días finales), Hoskina, Vallory y Morra. Juntos diagnosticaron una lesión orgánica al corazón de pronóstico ominoso. Sarmiento se preparó para morir y le pidió a su nieto que lo sentase en el sillón “para ver amanecer”. Nunca más pudo ver el sol.

“Siento que el frío del bronce me invade los pies”,
se le escuchó decir.
Murió a las 2:15 del 11 de septiembre.
Muerto ya, el ministro García Mérou –en compañía del fotógrafo Manuel de San Martín– retrató al difunto, como era costumbre de la época. El escultor Víctor de Pol tomó su máscara mortuoria. Los tres médicos de cabecera se encargaron de embalsamar el cadáver.

Mucho se ha discutido si Sarmiento murió reconciliado con la religión. Una carta, fechada en 1874, a su amigo José Posse, dice textualmente: “Hubiera deseado que a la hora de la muerte estuvieses por aquí para verme morir sacramente y  reconciliado con la Iglesia”.
Sin embargo, sus enfrentamientos con monseñor Aneiros continuaron por varios años más.

Se sabe que, mientras Sarmiento agonizaba, el padre Antonio Scarella(2) fue llamado para auxiliarlo. El cura, conducido por dos ordenanzas, se dirigió al hotel Cancha Sociedad. Al llegar, debió esperar veinte minutos, al cabo de los cuales uno de los doctores anunció la muerte del expresidente.

¿Había llamado Sarmiento al sacerdote —como sospechaba el mismo Scarella— o acaso uno de su séquito esperaba que, con el último aliento, Sarmiento se reconciliara con la religión?
Aníbal Ponce cuenta que el prócer, adelantándose a alguna debilidad o posible desvarío, le dijo, a sus familiares y amigos: “Yo he respetado sus creencias sin violentarlas jamás. Devuélvanme ese respeto. Que no haya sacerdotes junto a mi lecho de muerte. No quiero que por un instante de debilidad pueda comprometer la dignidad de mi vida”.

¿Llamó Sarmiento a un sacerdote o alguien lo hizo en caso de que se arrepintiera de su ateísmo? Eso, solo Dios lo sabe.

(1) Elizabeth Alicia Lynch, conocida usualmente como Madame Lynch (1833-1886). Fue la amante irlandesa de Solano López.
(2) Testimonio del padre, citado en el diario El Pueblo del 21 de agosto de 1938.

* Médico, escritor e investigador de historia y de arte. Autor de más de 20 libros sobre temas históricos. El texto de este artículo fue extraído de su libro La Patria enferma (Sudamericana, 2010).

GALERIA MULTIMEDIA
Sarmiento, momentos después de morir. Retratado por el fotógrafo Manuel de San Martín en Asunción, capital de Paraguay. (Foto Archivo General de la Nación Argentina - AGN. Dpto. Docs. Fotográficos. Fondo Caras y Caretas. Inventario 24674)