Un pájaro y su leyenda

El siguiente relato fue extraído del libro “Cuarto centenario de San Juan 1562 – 1962” y fue escrito por Josefa E. Jorba y la ilustración pertenece a Rosarivo

 El folclore de los países americanos abunda en leyendas referentes a pájaros. Esta que tomamos de la versión de Alfredo Humberto Borcosque se caracteriza por la belleza de su tema, tan universal en sus términos generales y tan peculiar, sin embargo, como característico de la idiosincracia de quines lo han divulgado verbalmente hasta ser recogido por el autor mencionado.

 

Se tratar del totorero, una suerte de pájaro mosca, “muy semejante al bengalí por el tamaño; con la diferencia, de que el piquito de éstos, es un poco más largo, pero las alas terminan en punta...”

 

Misque, personaje imperial, era un indio melancólico consagrado a la adoración de los dioses, empresa que le llevaba largas horas del día. Postrado oraba y meditaba mientras ofrecía su cuerpo a los quemantes rayos del sol. Tenía, por privilegio hereditario, el alto derecho y honor de ver a las Vírgees del Sol. En efecto, sus antepasados habían cultivado campos, propiedad de aquéllas.

 

Misque, robusto y bien plantado, artesano consumado en los oficios diversos que eran comunes a los súbditos del gran imperio, vestía sencillamente y desdeñaba los atributos de la nobleza.

 

El noble indígena vivía ajeno a toda alegría manifestad ruidosamente, se contentaba con el sano gozo de su corazón creyente e ingenuo. Ni alardeaba de su fuerza, ni hacía mérito de su hermosura, ni se envanecía de su origen...

 

Un día, sin embargo, el amor entró por la puerta ancha de su corazón abierto y sincero. El nuevo sentimiento, lejos de aumentar su ya natural melancolía sirvió para despejar su alma de tristezas sin fundamentos. La primera sonrisa apareció en el rostro severo del indio. Como sin pensarlo, tal como si obedeciera a la fuerza del destino, al mandato de sus dioses, emprendió el camino hacia la capital del Imperio. Ninguna dificultad podría interponerse en su camino: el desposaría a la joven beldad, objeto de sus sentimientos más caros. Empero, al cabo d su peregrinaje a través de riscos y ríos, por valles y montañas, lo aguardaba la más cruel de las desilusiones. La amada de Misque tenía un enamorado de más alta jerarquía. Si la amaban los dioses, también la amaba el Inca, cuya favorita era ya.

 

La pena golpea rudamente el pecho del valiente indio. Cree que nada tiene que hacer en el centro del Imperio y comienza a desandar el camino. El dolor le va castigando los flancos y su andar se hace vacilante, como de ebrio. Quien lo viera supondría que regresa de celebraciones báquicas. Pero si el observador se aproximara más, fácil le sería advertir, en el rostro marcado por la inmensidad sin fondo de la desesperanza, la causa real de tan extrema debilidad.

 

¿Todo ha concluido? Los golpes de tamboril y los sonidos de la quena le vienen llegando en repetidos ecos a través de la quebrada, cada uno de ellos parece obrar sobre sus nervios como un tónico: su andar recupera la firmeza de antes y en su rostro van cobrando fuerza los rasgos característicos del alucinado. Misque está poseído. ¿Qué fuerza es la que ahora lo arrastra? Sea la que fuere, para el bien o para el mal, lo conduce al Templo mismo de las Vírgenes del Sol, le hace vencer dificultades que parecen insalvables y concluye raptando a su bienamada casi desconocida. Ella acepta el rapto y muy pronto la claridad de la luna alumbra la estampa de sin par de belleza de los fugitivos, confundidos en una única figura...

 

¡Ay, de los amantes si fueran descubiertos! Serían conducidos a lo alto de una montaña y desde allí sus cuerpos lanzados al espacio para que se destruyeran en los afilados bordes de las piedras. Pero el amor no sabe de miedos y la sacerdotisa del Sol confía en la bravura de su acompañante. El bosque y la sierra parecen complicados en la fuga, ya que se tornan sombríos para favorecer la huída. En modestas viviendas, ocupadas transitoriamente, encuentra refugio la pareja. Cada estación los sorprende en un pareje distinto pero siempre con una felicidad que crece al compás del tiempo. Un año y otro no logran sino hacer que el noble indio y la india consagrada a los dioses afirmen más los lazos que los unen. Nada temen, y sin embargo huyen constantemente...

 

Un mal día son apresurados y conducidos a la presencia de Atahualpa. La india no se sonroja a la vista del señor del Imperio y su señor hasta no hace muchos años. Serena y valiente, contempla la ira dibujada en el rostro del Inca que viste ese día el manto sombrío, como hecho de piel de murciélagos.

 

Los nobles del Imperio forman marco a la figura imperial y ante la silenciosa impasibilidad de los delincuentes se proclama la pena capital que habrá de cumplirse lanzando a los pecadores desde lo alto del Illimani.

 

De pronto estalla en la sala un llanto de niño herido. El emperador se estremece y se dirige a su ex favorita en demanda de una explicación, pero el que contesta, como orgulloso de su situación es Misque:

 

-¡Es Tó, el que llora, nuestro hijo!

 

El rayo mismo no tendría la vibración que alcanza el rostro encendido de Atahualpa. En sus ojos se refleja la ira más tremenda y urge de la india una respuesta que confirme un dicho que le está lacerando el corazón y el orgullo. La evidencia del pecado se advierte en la figura de la muchacha que deja caer sus abatidos brazos y oculta los ojos.

 

La sentencia capital es confirmada pero queda a salvo la vida de Tó que será considerado, como lo que es, un Hijo del Sol.

 

Cayeron los cuerpos enlazados y allá donde chocaron para pasar a la eternidad, brotó una corriente de agua que se fue despeñando y corriendo. Milagrosamente, sobre ese arroyo aparecieron dos pequeños pájaros que lastimeramente lanzaban al aire un repetido ¡Tó... Tó...!

 

Eran los amantes que llamaban al hijo. Desde entonces lo sigue llamando por parejas en la figura del Totoral que ha descendido de la quebrada para instalarse en la región cuyana. Los pobladores de la zona los consideran el mejor símbolo del amor. Siempre se los ve unidos, así por parejas, recordando la historia de Misque y la Sacerdotisa del Sol. Comparten amorosamente la comida y repiten su infatigable llamada...

 

Tal la leyenda que da así origen poético, de una poesía llena de gracia y ternura, a una especie de aves poco difundida y muy apreciada.

 

Quienes deben conocer sus costumbres, puesto que los ven a diario afirman que cuando uno de ellos muere su pareja se deja morir también y perece, generalmente, al día siguiente. De esta manera repiten la tradición de los protagonistas de la leyenda y consuman juntos el sacrificio más alto, como es el de la vida, en aras del amor que los unió durante toda su existencia...

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Un pájaro y su leyenda. Ilustración perteneciente a Rosarivo