En oportunidad de cumplir 75 años Rufino Martínez en 1990, El Nuevo Diario publicó una entrevista que le realizara Juan Carlos Bataller que, por los temas tratados y la profundidad del entrevistado, tienen plena actualidad y es oportuno recordarla entre nuestras mejores notas de estos 20 años. Este artículo fue publicado el 31 de agosto de 1990.
Es lindo saber que Rufino Martínez existe. Que está ahí, con sus reflexiones, con su forma de decir las cosas y con su valor para decirlas. Desde la fundación de El Nuevo Diario está presente en estas páginas desde “La Gran Aldea”, una obra literaria que tarde o temprano tendrá un reconocimiento general, cuando acabe la hora de tanto literato inventado a cambio de lisonjas. Rufino acaba de cumplir 75 años y aún conserva intacta la capacidad de asombrarse cada día. Y de transmitirnos ese asombro. Por eso esta nota para acercarnos un poco más a este poeta que está aquí, de regreso de muchas cosas y “vertical en su centro, como una flecha clavada a su propio encuentro”.
Nació en Maza, en el Partido de Alsina, en la provincia de Buenos Aires. Pero para él su pueblo natal es Hüinca Renancó, adonde la familia se trasladó cuando sólo tenía un año. Cursó sólo hasta cuarto grado de la escuela primaria. “Para las estadísticas soy un analfabeto”. Después abandonó los libros para trabajar como boyero, “porque en mi casa hacía falta”. Fue lustrabotas, canillita, peón de albañil. Hasta que un día en el año 30, cuando tenía 15 años, se subió a un tren carguero y se vino para San Juan, a asombrarse con el agua de las acequias, las alamedas, los cerros y las vides. El contraste con el pueblo que quedaba atrás, agobiado por la sequía.
De aquellos años le quedaron muchos recuerdos que hoy suele compartir en “La gran Aldea”, vividos junto a siete hermanos. Acá comenzó como peón de cocina en un restaurante llamado La Morisca. Luego fue mozo en La Chiquita, La Cosechera y El Aguila. Hasta que en el 39 empezó a trabajar por su cuenta.
En el 40, hace ya 50 años, formó parte de la agrupación cultural Refugio. Desde ese momento está en contacto con la cultura. Y de tantas charlas, de tantos vinos compartidos, de tanto asombro cotidiano, fueron surgiendo los poemas, las reflexiones que hicieron este Martínez, uno de los puntales más altos de nuestra literatura.
Algún día se rescatará su obra como director de Cultura en el Gobierno de Américo García. Tiempo en que se hizo más por la cultura que en todos los años que vinieron luego.
Pero eso es tema para otra nota. Hoy pretendemos acercarle algunas reflexiones de Rufino, esposo de la pintora Rosa Such y padre de Ernesto —doctor en física y astrofísica, recibido en Mark Plane, Munich, que desde hace 20 años es investigador del Instituto Balseiro—; Ricardo Néstor —jefe de cómputos y a punto de recibirse de geólogo— y Estela Beatriz, analista de computación.
Pero antes de entrar al tema, una advertencia que nos dejó Martínez: “Que lean rápido esta nota y no me exijan coherencia. Lo que digo lo pienso hoy. Soy humano. Sólo los políticos se aferran a modelos y esquemas.
Y así nos va”.
“Hemos visto desaparecer un mundo sin que se creara otro”
—Rufino, usted es un hombre de la cultura. Ya en el 40 andaba con la gente de Refugio. Antes eran común las tertulias, los ámbitos culturales. Eso se va perdiendo, ¿no?
—Antes la cultura era más oral y personal. Se activaba entre los grupos. Así es como nacieron todas las grandes religiones. Al ser oral, se acaba el macaneo. Cuando un hombre habla a otro hombre, no puede macanear. Por eso los descubrimientos no son colectivos; son individuales. Es necesario transmitirlos de ser a ser, como un preciado don. Hoy se habla a través de aparatos, como la radio, la televisión, los diarios. Y se macanea mucho.
—Pero se llega a mucha más gente...
—La cultura es una actividad de grupos y no de malas. ¿Cómo —si no— se transmiten las formas de trabajar, de crear? La transmisión era siempre de hombre a hombre, con un transmisor atento para decir algo y un receptor atento para recibirlo. Toda opinión estaba cargada de un sentimiento, una humanidad, un órden ético. La cultura no constituía un elemento de proselitismo.
—Y cuál era el centro de la vida cultural?
—El hogar. El pequeño mundo que uno contribuía a formar era el centro de la actividad cultural y moral. Todavía tenían significado los símbolos (patrios, religiosos) algo que hoy, sino se han derrumbado están en un principio de resquebrajamiento.
—¿Extraña aquel mundo?
—No extraño ni dejo de extrañar. Ocurre que ha desaparecido un mundo y no se ha creado otro que lo sustituya.
—Quizás hoy el hombre sea más libre...
—Puede ser más libre pero también más indefenso. Sabe que ha perdido el valor de su propia estima y se ha convertido en un número en la sociedad. Fíjese: antes un hombre podía ser pobre pero era dueño de su mundo. Construía su hogar de acuerdo a sus posibilidades, tenía su mujer, sus hijos, su trabajo. De pronto, arcaicas modalidades se perdieron y no porque el hombre haya progresado sino porque el individuo se separó del clan. Habría que repensar sino habrá llegado el momento de volver a viejos conceptos, a viejas palabras.
—¿Viejas palabras?
—Se ha perdido el respeto a las palabras. Antes un ciego era un ciego no un no vidente. Se ha perdido también el respeto por el trabajo hasta llegar a esperar todo de la caridad o del Estado. Este es un fenómeno universal. Se está amasando un nuevo pan y no sabemos qué surgirá. Quizás un hombre cósmico, sin patria, sin banderas. Y no alcanzamos a asimilar ésto todavía.
—¿Evolución?
—Tal vez los meandros naturales de un viaje. Quizás necesitemos un retorno a la esencia. Volver al gusto por las cosas simples. Antes el oído estaba atento a las palabras del anciano. Ahora, en cambio, a la televisión o la radio.
El hombre es un
muerto luchando
por la vida
—Quizás hayamos perdido el sentido de la trascendencia...
—El hombre se aferra a promesas de otra vida. O cree en la reencarnación. No advierte que, de ser así, de existir otra vida, tendríamos recuerdos de vidas pasadas o porvenir.
—¿Y qué es la vida, entonces?
—Es un pequeño relámpago en el tiempo. El hombre es un muerto, luchando por la vida. ¿O acaso no venimos de una eternidad para entrar a otra eternidad de sombras?
—Y sin embargo, muchos luchan por ganar la eternidad...
—Dejemos la eternidad a Dios. El hombre es sólo un eslabón de una posta. Ha recibido una antorcha y debe transmitirla. El ser humano no es importante por la posibilidad de otra vida o la reencarnación sino por transmitir la antorcha con dignidad. Debe hacer su parte, con eso alcanza.
—¿Y no tiene una misión en la vida?
—¿Y por qué habría de tenerla? El hombre sólo puede elevarse a través del individuo, cuando recupera su identidad. Nunca a través de la masa, la religión o las ideas.
—¿Y cómo recupera su identidad?
—El camino de la liberación no es ni más ni menos que una constante lucha contra los prejuicios y las costumbres.
—Y dónde quedan las ideas?
—Es que el hombre no es un animal pensante sino una actitud de amor.
—¿Y qué es el amor?
—Es la fuerza que cohesiona la vida. Hasta el mismo crimen quizás sea una expresión de amor a la muerte. Por eso la vida no consiste en creer sino en amar. El pensamiento como forma activa se gasta, cambia y hasta se pierde. El amor, no. La prueba es que se contradice. El pensamiento es una especulación. El amor, una actitud de entrega.
—Pero gracias al pensamiento también evolucionan las sociedades...
—Todo lo que evoluciona vuelve a su origen. La evolución es circular, no lineal. Lo importante es la semilla, no el árbol. En ella está todo. En el árbol hay mucha hojarazca.
—¿Dónde quedarían, entonces todos los conocimientos que el hombre adquiere a través de la escuela, la universidad...?
—Yo cerraría la universidad y las escuelas por 200 años. Se ha hecho una cadena de errores. Y estos errores se siguen transmitiendo. Hemos llegado a tal extremo que el magister, el maestro, se ha vuelto sindicalista.
—También tiene derechos que defender...
—El único que tiene derechos es el niño, el que va a recibir una educación. Pero a ese niño lo olvidamos. Fíjese: la sociedad es tan estúpida que manda a los ancianos a los asilos con lo que corta un eslabón y desguarnece a los niños. Y ahí andan muchos, haciéndose expertos en robar pasacassettes o buscando salidas en la droga...
—Tampoco creerá en la historia, entonces.
—La historia está mal contada. Se ha contado la historia de la violencia.
—También la historia de la bondad…
—En cuanto a la historia de la bondad, quizás la iglesia tenga como San Francisco, Pero los vende muy caro.
—¿Por qué caro?
—Porque lo torna inaccesible para los hombres. El hombre puede ser hombre pero no santo. Y San Francisco es santo para santos pero no para hombres.
—¿Cuándo usted escribe se dirige a un destinatario?
—La única forma de que un mensaje llegue es sembrarlo al viento. Alguien lo recogerá, no importa quien. Lo utilitario no tiene que ver con el arte. Si alguien lo recibe y le sirve, es distinto.
—Pero la humanidad se ha nutrido de grandes hombres y de grandes obras…
—Los grandes hombres son desconocidos. Los que guían a la humanidad no aparecen en los diarios. Lo que es de todos y para todos no necesita personalizarse.
—Para usted, Martínez ¿qué es el hombre?
—El hombre es una equivocación en constante lucha de enmienda.
—¿Existe una moral?
—Es moral lo que al hacerlo produce bienestar e inmoral lo que causa malestar. Pero eso debe medirlo el individuo, no la sociedad.
—Pero cada sociedad tiene su concepto de moral…
—Es suficiente que el individuo no haga daño. Los demás, solos se van a defender.
—Usted reniega de lo colectivo de lo masivo… Pero cada vez vamos más en esa dirección…
—Tal vez el gran movimiento de masas sea el primer intento de la naturaleza para hacer el hombre. Cuando ese momento llegue no habrá fronteras y se archivarán viejas ideas.
—¿Cree en Dios?
—Dios es una posibilidad moral, no una certeza. El día que supiéramos que existe o que no existe, dejaría de ser Dios. Por eso debe existir en la cerveza y en la duda. Si creemos en Dios a partir de la certeza, también Stalin, Hitler, Menem o Alfonsín podrían llegar a ser Dios para el ser humano.
—¿Y la religión?
—A veces es un buen negocio para seres cándidos. Muy distinto es el sentido religioso, que es inherente al hombre y puede incluso ser panteista, es decir, querer lo que existe. Creo que la religión es mala como organización pero no como sentido moral. Si la religión respondiera a un sentido auténtico, habría una sola. Cuando se sectorizan dejan de ser universales.
—¿Cree en el Estado?
—Creo en el individuo, no en la masificación. Sólo la salud y la vivienda son funciones del Estado. Tengo mis serias dudas sobre si la educación debe ser masiva. “Mejor que aprender mucho es aprender cosas buenas”, dicen. Advierto que los gobernantes quieren adoctrinarnos y es un error. La función de un gobierno no va más allá de administrar la distribución del trabajo, que es la riqueza de los pueblos. Y ahí deben parar. Deben dejar que el hombre haga sus cosas, en el hogar, rodeado de sus hijos, de sus padres y de sus abuelos. Transmitiendo la antorcha de la vida de una generación a otra, cumpliendo su parte de eslabón. Como dice Machado: “caminante no hay camino; se hace camino al andar”.