El siguiente texto fue extraído del libro Retablo sanjuanino de Horacio Videla, en su tercera edición editado en marzo de 1998 por Universidad Católica de Cuyo. Se ha respetado el vocabulario de la publicación
Las notas príncipes de la ciudad debémoslas a los
cronistas chilenos que escribieron en los siglos XVI y XVII: Pedro Mariño de
Lobera (1594), Luis de Valdivia (1606), Suárez de Figueroa (1612), Juan Pastor
(1616), Bartolomé Escobar (1624), Alonso de Ovalle (1646), Diego de Rosales
(1674), Miguel de Olivares (1758), Pedro de Córdoba y Figueroa (1751) y Juan
Ignacio Molina (1782), casi todos jesuitas, con buenos capítulos sobre Cuyo, al
cual visitaron, llamado en tiempos de la conquista Chile Oriental o tramontano.
Igualmente al cronista jesuita del Paraguay, Pedro Lozano (1755), a los
archivos chilenos y a algunas huellas locales.
Por un inventario y partición de Pedro Márquez, compañero de Jufré en la
aventura cuyana, existente en la Conservadora de Santiago, sabemos que la
naciente población ya contaba (1569), entre otros, con varios de los productos
que después serían exponentes de su riqueza económica: molino, viña, cabras,
ovejas, vacas y caballares.
El padre Rosales, autor de la célebre Historia general del reino de Chile
concluida en 1674, cuenta "el temple caluroso en verano y en extremo frío
en invierno" de estas tierras, donde hay muchas sabandijas ponzoñosas,
calidad de los temples muy cálidos, y víboras, áspides, zancudos, tábanos y
moscardones "que ayudan a exercitar la paciencia, amén de unos mosquitos
llamados XEGENES (jejenes), que pasan el pellejo de un toro". Agrega,
impresionado, que "los granizos, las tempestades y los rayos son tantos en
aquella tierra que es providencia de Dios particular que no den los rayos a los
hombres, que a matar cada año uno, como son pocos, ya no hubiera quedado
ninguno". Pero, no todo es pesimismo en los relatos del inteligente y
observador Rosales.
Divulga asimismo que "en las ciudades de Mendoza y San Juan, que están de
la otra banda de la Cordillera y se recuestan en sus faldas, sus campos
participan de las humedades de sus vertientes, que son muy fértiles y tienen
grande abundancia de viñas y sementeras, muy copiosas dehesas y árboles
frutales de todo género en abundancia y excelentes frutas". Y añade que
los españoles que poblaron la provincia de Cuyo "plantaron viñas e
hicieron trato con el vino, llevándole en carretas a Córdoba, Buenos Aires y
Santa Fe, donde no se da sino con mucha moderación".
La vid, introducida por el español Francisco de Carabantes al Perú, según el
inca Garcilaso, era tan rara "que ni había vino para misa, debiendo en
1569 el arzobispo de Loayza recoger puerta por puerta y a su costa, vino para
el consumo religioso". Por vocación al buen vino, así, no menos que por
necesidades de orden religioso a fin de que los sacerdotes pudieran celebrar,
pasa pronto a Chile, casi en seguida al Río de la Plata.
Antes que en San Juan de la Frontera, e incluso con anterioridad a su fundación,
se cultiva la vid en Santiago del Estero (1557), llevada hasta allí por los
exploradores peninsulares que bajaban desde la capital del Pacífico; pero, una
vez arraigada en Chile, no tarda en pasar a Cuyo. Las vides sanjuaninas se
obtuvieron de semillas de pasas frescas, no de sarmientos; de ahí la
heterogeneidad e infijeza de las variedades llamadas criollas, tenidas durante
mucho tiempo por autóctonas. Cobraron tal incremento las viñas, las cosechas de
uvas fueron tan promisorias y se multiplicaron tanto los lagares, en San Juan
como en todas las colonias, que el Consejo de Indias obtuvo de Felipe II la
prohibición de vinificar en América (1595).
Los rastros de los primeros pasos de la ciudad tampoco han desaparecido en el
propio valle de Tulún. En el Archivo de los Tribunales de la provincia existe
copia legalizada de un antiquísimo título de pro-piedad, quizás el primero
después de los del repartimiento de la fundación: la Real Merced de La Laja, de
doscientas cuadras cuadradas en tierras de Las Chimbas y Albardón, otorgada a
su llegada a San Juan por el general Luis Jufré y Meneses a favor de Juan
Eugenio de Mallea (1593), por esos tiempos corregidor y figura prominente.
Sábese, asimismo, que Pedro Márquez como Diego Lucero y sus hijos, fueron
vecinos progresistas; el primero llegó a tener dos mil cabras y ovejas, y los
segundos seis mil cuatrocientas vacas, amén de diez mil ovejas en el valle de
Pismanta, de un plantel de cuatrocientas cabezas que trajo de Córdoba. A Alonso
Lucero su sementera le dio en 1588 cien fanegas de trigo, habiéndole caído
granizo dos años seguidos; Juan Eugenio de Mallea compró el molino y fragua que
había instalado Márquez, incluso los fuelles, en doscientos pesos.
Desconectados de Chile durante seis meses del año por el cierre de la
Cordillera, a trece años de la fundación, los pobladores de la ciudad elevaron
una súplica al Rey —preludio de la futura segregación y de la propia autonomía—
"por sacerdotes para su pasto espiritual y gobernador particular y gente,
para que este pueblo no se cuente con lo de Chile por estar inmediata la
Cordillera Nevada" (1575); a lo que Su Majestad Católica graciosamente
accedió sólo a la inclusión de San Juan Bautista —tercero y último punto del
petitorio— en el escudo de armas de Jufré que la ciudad había adoptado, tal
como se conserva hasta le fecha en su emblema municipal. Con Manuel Ricardo
Trelles, rioplatense, y Diego Barros Arana, chileno, la ciudad antigua pasa a
la historiografía moderna, esfumándose con ella los últimos errores sobre el
verdadero fundador y fecha de la fundación. Compila en una monografía, el primero,
valiosos documentos relativos al nacimiento de la ciudad: nombramiento de
capitán general de la provincia de Cuyo a don Juan Jufré, otorgado por don
Francisco de Villagra como "mariscal, gobernador y capitán general de las
provincias de Chile y Nueva Extremadura, Tucumán, Juries y Diaguitas hasta el
estrecho de Magallanes"; acta de fundación de San Juan de la Frontera;
plano con el repartimiento de solares y nombres de los primeros pobladores. En
su vasta y conocida obra, el segundo, relata la fundación, la ubicación de los
templos y el número de los primitivos encomenderos sobre la base de una sumaria
relación dejada por Diego Ronquillo, compañero de Jufré en andanzas por tierras
de huarpes.
No es demasiado lo que se conoce, por cierto, de los pañales de San Juan de la
Frontera; fácil es imaginárnoslo, sin embargo. Inmóvil, detenida en su embrujo
milenario, el conquistador desataría uno a uno, como un comprensivo amante, los
virginales lazos de la tierra de Tulún con su cuerpo indiano; pondría en cada
rincón algún elemento de su remota y nativa España, pausadamente, con
entrañable emoción. En grisáceas tierras de espaciados retamos, pimientos y
chañares crecería en fila india, junto a la acequia recién abierta surcada por
un turbión cantarino, el álamo y el sauce, como el ciprés en Granada y el
naranjo en Sevilla, símbolos de Cuyo.
Más que el sauce de flexible ramaje, figura tipo de otros rincones cuyanos de
mayor benignidad, el álamo enhiesto que recibe el rayo y entrega su cuerpo para
casa del hombre, descarnado esqueleto en invierno, cuerpo lujuriante en estío,
caracterizó a la áspera naturaleza sanjuanina.
El misionero dejaría a su paso el calvario redentor abandonado al milagro; a la
entrada del Cerrillo, en las vecinas lomas de Ullún o en la quebrada de Zonda,
en el cruce de los caminos.
El sol radiante, en la cumbre de un cielo sin arabescos, daría en la cabeza,
revolviendo la sangre de sus moradores; las noches de luna poblarían las mentes
de deseos e imágenes, innúmeras como en su bóveda cuajada de estrellas. La
gente, honrada y valerosa, nutriríase de sueños y rezos, más la ambición e
inquietud corroerían los espíritus.
El estro inspirado y el corazón dispuesto del escritor nativo presenta una
poética evocación acaso exacta, pese al color imaginativo del cuadro, en todo
caso muy bella, de la primera fiesta pública en el flamante poblacho. "El
13 de junio de 1563, formada la tropa en la Plaza Mayor con las bayonetas
brillando al sol y los tambores y las campanas echadas a vuelo, celebrose el
primer aniversario de la fundación. Fiesta jocunda fue aquella. El destino
estaba echado. San Juan de la Frontera sería ciudad para el dolor heroico que
dignifica a los seres, porque en la tierra sólo el dolor es creador".
A treinta años de su nacimiento, el río Tucuma (caprichoso como su curso y
caudal), que trocará su viejo nombre indio por el de su futura víctima, dará
cuenta de la ciudad antigua. Habiéndola encontrado arrasada por sus crecientes,
el general don Luis de Jufré y Meneses, hijo del fundador, decidió trasladarla
veinticinco cuadras al sur (1593), cuando según indicios ya estaban por hacerlo
sus propios moradores. Quizás con tal hecho, nace el sanjuanísimo "por
hacer" una cosa; modismo que expresa un proyecto que tarde o nunca
"se realiza, así de muy antiguo abolengo.
Desde entonces, la ciudad antigua pasa a ser el Pueblo Viejo, designación que,
conservada hasta la fecha, disputa su mejor derecho al bautismo oficial como
Concepción, proveniente de la parroquia de su nombre.