El nacimiento de San Juan de la frontera

Las ciudades no son nunca objetos acabados. Están siempre en permanente cambio, como un organismo vivo. Sin embargo, para los sanjuaninos esta condición se presentó siempre en demasía. Inundaciones, traslados y terremotos nos han obligado, en casi cuatro siglos y medio, a estar siempre construyendo y reconstruyendo este lugar en el que nuestras historias particulares se entrecruzan. La ciudad que hoy vivimos tiene pocos puntos referenciales en los que podamos reconocer la ciudad de nuestros abuelos, sin embargo en esa discontinuidad está también nuestra historia. En esta entrega se relata la vida de la ciudad de San Juan en sus orígenes hasta el terremoto de 1894.

“En este asiento y valle de Tucuma, provincia de los Guarpes, ques desta parte de la Gran Cordillera Nevada…”
Así comienza el texto del acta fundacional de San Juan de la Frontera. Así comienza la historia.
Era 1562 cuando el capitán Juan Jufré de Loaysa, “habiendo visto y andado por este dicho valle, halló un sitio adonde le pareció estaría bien poblar y fundar y asentó la dicha ciudad.”
Nacida como un hecho de dominación territorial, ajeno al proceso cultural por el que transitaban los pobladoreses originarios, San Juan, al igual que tantas ciudades de este lado del mundo, fue creada a partir de una rápida apreciación por parte de los fundadores de ciertas ventajas: agua cercana y condiciones para defensa. Jufré y sus hombres no conocían los caprichos del río o de la tierra que en los cuatro siglos posteriores motivarían un traslado y varias reconstrucciones.
El mismo día del acto fundacional Jufré repartió entre su gente los solares de la ciudad.
Desamparo es la palabra que usan los historiadores para sintetizar cómo pasaron ese primer invierno los recién llegados. La “ciudad” era en realidad algunas dispersas y pobres chozas de caña y barro. Las manzanas demarcadas sólo un dibujo en papel romaní.
“Me figuro a los primeros colonos de San Juan -imagina Sarmiento en Recuerdos de Provincia- careciendo de todas las comodidades de la vida, bajo el cielo abrasador y establecidos sobre un suelo árido y rebelde, que no da frutos sino se lo arranca del arado, descontentos de su pobre conquista”… “condenados a abrir acequias para regar la tierra, con aquellas manos avezadas sólo a manejar el mosquete y la lanza”.
En 1593, a 31 años de la fundación, una crecida del río arrasó el caserío. Luis Jufré y Meneses decidió cambiar la ciudad de lugar. A 25 cuadras al sur trazó de nuevo la Plaza Mayor en un cuadrado desnudo y a su alrededor comenzó a crecer nuevamente San Juan.
Cada manzana, cuadrada, se subdividió en cuatro solares iguales, atravesados por acequias que llegaban a los centros de manzana. Con los años esto determinó una ciudad con verdes corazones de manzana y calles angostas, polvorientas, sin acequias ni árboles, en las que era todo un desafío caminar en verano, bajo los rayos del sol.

Veintitrés casas y una iglesia

A cincuenta años de la ocupación, un memorándum del oidor de la Real Audiencia de Chile informa al Rey: “La ciudad de San Juan. Veintitrés casas cubiertas de paja e Iglesia parroquial”. El progreso había sido muy poco y las noticias y relatos sobre la vida en San Juan saltan décadas y hasta siglos enteros. El riesgo de despoblamiento desveló en esa época a más de una autoridad española. Y en este caso el temor era fundado. Así como lo hicieron muchos de los vecinos originarios, fueron varios los que al poco tiempo de la fundación decidieron volver a Chile.
Con poco más de un siglo de vida, en 1670, la ciudad de San Juan sólo tenía entre 180 y 200 pobladores entre españoles, criollos, mestizos e indios de servicio doméstico.
Para ese entonces, ya se había edificado el Cabildo y la cárcel, con recovas y altos, en la calle llamada, precisamente, “del Cabildo”, hoy General Acha. En la calle opuesta la Compañía de Jesús construyó en 1655 su residencia y colegio. Existían ya, desde 1610 las casas de dominicos y mercedarios, la primera en toda la manzana de lo que hoy son las calles Mendoza, Laprida, Entre Ríos y Libertador; la segunda en toda la manzana de las actuales Mitre, Tucumán, Santa Fé y Rioja. Desde 1631 hay referencias de la ermita de San Clemente y de 1644 era la Iglesia de San Agustín.
Las actividades económicas eran poco más las de subsistencia. Algunos relatos indican que el siglo XVII fue, en el Valle del Tulúm, la época del surgimiento de las pequeñas bodegas para cubrir la necesidad hogareña.
En 1712 fue levantada, también por la Compañía de Jesús, la iglesia de San José. Estaba en la esquina de “El Portón” y “Real de las Carretas” (hoy Rivadavia y Mendoza). Ésta fue la iglesia mayor y un siglo después Catedral.
Promediando el siglo XVII Cuyo comienza a recibir población desde Chile. Se trataba en general de hombres que venían a San Juan o Mendoza a buscar esposa y aquí instalaban sus casas.
En 1770, los habitantes de San Juan ya eran 7.000. Para esta época, las crónicas dicen que las “quintas” cubrían desde el Pueblo Viejo hasta Trinidad, y desde Puyuta, por el oeste, hasta el mismo centro de la ciudad.
En 1776, con la creación del Virreinato del Río de la Plata, Cuyo dejó de depender de la Capitanía General de Chile.

Llega el siglo XIX

En las primeras décadas del 1800 la ciudad de San Juan había crecido. Las casonas de adobes con techos de caña y barro de suave pendiente tenían ahora revoques de barro pintados a la cal y a veces un zocalillo de distinto color o revestido de piedra laja. Era característica la ancha puerta a la calle, de hojas macizas de algarrobo, adornadas con clavos de cabeza y un gran aldabón redondo.

En la mayoría de las casas la puerta abría a un zaguán con arco de medio punto y piso enladrillado o con un camino de lajas, con habitaciones a uno y otro costado. Las ventanas tenían rejas de madera o hierro.

Cuenta Horacio Videla que algunas viviendas mostraban al frente un altillo provisto de un pequeño balcón a la calle del que podía colgarse el farol del alumbrado. Los solares tenían generalmente 24 metros de frente por 60 de fondo, aunque los había mayores. El o los patios se defendían del sol con enredaderas o higueras; en algunas casas pudientes había pieza de sirvientes y casi siempre un pequeño parral.

Las viviendas eran pequeñas unidades productivas. En este sentido, pocas descripciones son tan vívidas como la que hace Sarmiento en “Recuerdos de Provincia” al comparar el patio de su casa con un arca de Noé donde había árboles frutales, un pequeño pozo para los patos, pollos y un jardín de hortalizas “que producía cuantas legumbres entran en la cocina americana”, flores, un rincón donde se preparaban los colores para teñir las telas y un pudridor de afrecho de donde salía todas las semanas una buena porción de almidón, una fábrica de velas y “otras mil granjerías que sería superfluo enumerar”.

Por el fondo de todas las casas corría la acequia que proveía de agua a la familia. Era común ver dos tinas, una para aclarar el agua de consumo y otra para el baño.
A pesar de algunos adelantos, aún abundaban en la ciudad los baldíos e incluso la misma plaza principal lo era. Las calles no tenían árboles ni acequias.
Las familias pudientes tenían, además de la casa en la ciudad, quintas y sitios de frutales en los alrededores.

La época patria

“Abrió calles y canales y plantó árboles por doquier”, dicen los relatos de la historia sobre la obra de Saturnino Sarassa, primer Teniente Gobernador de San Juan, ya en la época patria, en la que todavía se hablaba de una ciudad “incipiente”.
Desde 1814 el General José de San Marín -ahora Gobernador Intendente de todo Cuyo- preparaba la reconquista de Chile y la campaña al Perú y eso afectó la vida de la región. El esfuerzo económico y humano fue muy grande. A pesar de ello, bajo el gobierno local del doctor José Ignacio de la Roza se hicieron en San Juan algunas obras como la construcción del canal Pocito. Con el trabajo de los presos españoles enviados por San Martín después de la batalla de Chacabuco, se abrió así un canal matriz de regadío de más de cinco leguas en dirección al sur.

En 1818 de la Roza mandó abrir las calles anchas del norte, del oeste y del este, lo cual permitió que la ciudad extendiera un poco su traza. De todos modos, la estructura de damero seguía siendo la misma, a tal punto que Mitre describe la ciudad en esta época como “las casillas de un tablero de ajedrez”.En una provincia que ya era autónoma desde 1820, el joven gobernador Salvador María del Carril haría también obras importantes, como abrir una calle ancha hacia el Sur. También enriqueció el arbolado, que seguía siendo poco, veló por la higiene de calzadas y aceras y combatió los animales sueltos, especialmente perros.
Una de las preocupaciones de Del Carril fue el progreso de la agricultura; así, para el mantenimiento de la acequia matriz que beneficiaba a la ciudad, al igual que los demás canales, implementó un impuesto de 8 reales sobre cada animal sacrificado.

Como parte de la reforma eclesiástica, Del Carril ordenó en 1823 el cierre de los conventos que no tuvieran más de 10 regulares. Paralelamente, el mismo año, dio impulso a las obras de la catedral, paralizadas durante muchos años. La novedad fue que la torre lucía un gran reloj.

Las revoluciones, levantamientos y cambios de gobierno que constantemente ocurrieron en nuestra provincia en las siguientes décadas, exigían al estado y a los ciudadanos grandes erogaciones que atentaban contra el crecimiento de la ciudad. Derrocado Del Carril, repuesto y luego renunciado, en 1826 el gobernador José de Navarro, ungido por la legislatura tomó una importante decisión: creó por decreto una Oficina de Geografía que, además de su responsable, el ingeniero Víctor Barreau, debía tener dos alumnos que serían también oficiales auxiliares. Uno de ellos fue, un breve tiempo, Sarmiento. Lo interesante es que el decreto establece que, además del levantamiento de planos y los estudios destinados a mejorar el aprovechamiento del agua, esta oficina debía inspeccionar la delineación de todo edificio y agrega que “nadie podrá dar principio a una obra de arquitectura sea cual fuese, sin este previo requisito”.

Otra vez el río

En 1833 el río se volvió a llevar la ciudad de adobes, barro y caña, un riesgo que había estado cerca también en 1817 aunque esa vez la creciente no pasó del pueblo viejo.
El río bajó en avenidas de agua por las calles de oeste a este. En la calle de San Agustín (Mitre) derrumbó el templo de San Agustín, la iglesia de Santa Ana y casi toda la edificación particular. Sólo se salvaron del desastre las casas de la calle Vieja (Laprida) y de la calle del Portón (hoy Rivadavia), la Iglesia Matriz y la casa del Gobernador. Pero la ciudad no se movió de su emplazamiento. Cuando las aguas volvieron a su cauce, los sanjuaninos reconstruyeron sus casas y comenzaron de nuevo sus labranzas.

En 1834 el gobernador Yanzón ordenó iniciar los trabajos de lo que luego sería el Dique San Emiliano para protección de las crecientes. La obra había sido proyectada en 1829 y se terminó durante el prolongado gobierno de Benavides.

La ciudad de Benavides

Fue precisamente el “caudillo manso” el que en 1837 decidió establecer el Cementerio General en un predio contiguo al antiguo hospital San Juan de Dios, en Desamparados. En esta época comienzan también los empedrados con piedra bola en las calles céntricas y las veredas de laja, obra proseguida después por varios gobernantes. En 1842 este gobierno también reglamentó el cercamiento con tapias o muros de los terrenos baldíos dentro de las cuatro calles anchas, así como la demolición de las paredes que no eran seguras.

Cuentan Arias y Varese que a mediados del siglo XIX la ciudad de San Juan presentaba el clásico aspecto colonial; las huellas de la gran inundación habían desaparecido. “Sobre la chatura de la ciudad -explican- seguía sobresaliendo la vieja iglesia jesuítica, ahora primorosamente ataviada gracias a los desvelos del Obispo Quiroga Sarmiento y de acuerdo con su rango de catedral de Cuyo. En la torre del sur, el reloj controlaba el paso del tiempo atendido por don Tomás Martínez”.

En los bajos del edificio del cabildo, detrás de arcadas y recovas, funcionaba la cárcel de hombres; la casa de gobierno todavía ocupaba una vieja casona de adobes, con ancho zaguán y ventanas de rejas a la calle, como cualquier casa de familia, propiedad de don Felipe Keller, en calle Buenos Aires esquina Venezuela (Mitre y Catamarca).
La obra pública de mayor envergadura de este periodo fue la culminación del Dique San Emiliano.

Una ciudad marcada por la política

Profundos cambios a nivel nacional, revoluciones locales, congresos constituyentes, intervenciones y asesinatos políticos hacen difícil desbrozar en la historia datos tales como que al después asesinado Virasoro se asigna el verdadero trabajo de empedrado de las calles, con pasantes sobre las acequias y el mejoramiento del alumbrado público con lámparas de aceite o que Francisco Díaz ordenó una vez más plantar árboles en la plaza principal.
En 1862 Domingo Faustino Sarmiento llegó a su provincia natal decidido a traer progreso. La falta de fondos y las luchas políticas le impedirían cumplir su sueño. De todas formas, a él se debe el empedrado de otras calles, el arreglo de veredas, el alumbrado público con faroles de velas y sebo, así como la apertura, ensanche y prolongación de calles y amanzanamiento del suburbio semi rural con riego para poblar el desierto que rodeaba a la ciudad. Una anécdota lo pinta de cuerpo entero: ante la resistencia de los vecinos a su orden de blanquear todos los frentes, el mismo gobernador se trepó a una escalera -balde de cal en mano-y blanqueó él mismo el frente de su casa materna, donde también tenía sus oficinas.

Después de su renuncia y bajo el gobierno de Camilo Rojo se concretaron algunos de sus proyectos como la apertura del Colegio Nacional, que funcionó en el mismo edificio del Colegio Preparatorio cuya entrada principal, un gran portón de roble con clavos de bronce, daba a la calle Mitre, mientras desde calle Tucumán podían verse las copas de palmeras y naranjos que perfumaban el patio. También en esta época se construyó un edificio para la Escuela Central de Varones, en el solar en que años atrás se alzaba el templo de San Clemente, donde hoy está la Escuela Antonio Torres. El gobierno también compró los terrenos para la casa de gobierno, departamento de Policía y oficinas municipales.

Rojo también se preocupó por la plaza principal, en la que al parecer ningún árbol prosperaba. Nuevamente manó colocar filas de naranjos y ordenó “terraplenar” el paseo. En 1865 fundó el Hospital San Roque.

El prerrenacimiento de 1870

Al hablar de las ciudades argentinas hay coincidencia en torno de que la época que rodea a los festejos del primer centenario de la revolución de mayo marcaron un renacer arquitectónico. Sin embargo, el menos en San Juan, tanto historiadores como arquitectos señalan una etapa llamada “prerrenacimiento” que habría comenzado con la década de 1870. Este resurgir de la ciudad se relaciona con el contexto económico y político de la época y también con el importante papel de la inmigración. Desde el 70 los inmigrantes renovaron la idea de vivienda, trajeron ornamentos, ventanas de dos hojas con postigos y cristales, fachadas con pilastras y capiteles con molduras de yeso.

En la ciudad de San Juan comenzaran a aparecer casas con amplias aberturas a la calle, muy diferentes de la baja casona de puertas de algarrobo, rústicos herrajes y pequeñas ventanas de la época colonial. Los más afortunados, en lugar de adobe usaban ladrillo, material que hasta entonces sólo se había empleado en la catedral. La ciudad comienza a tener mansiones, algunas con dos plantas, como los altos de Cortínez, frente a la plaza. La casa tenía balcón voladizo y un reloj de sol en el muro.

La edificación pública también despierta en esta época. En 1870 se construyó, en las actuales Rivadavia y General Acha un edificio para los tribunales. Sin embargo, ante la falta de edificios públicos, pasa a ocupar ese local la Legislatura.
En 1871 se termina el Templo de San Agustín, y también son de esta época el Mercado Público, la casa de Baños, las torres en la Catedral y reformas en varios templos.
En 1875 la ciudad ya tenía un área de 135 manzanas, la plaza lucía una doble calle de árboles y asientos de hierro. Una nueva generación de gobernantes, docta e inquieta, dedicaría sus mejores esfuerzos al progreso. Se autodenominaban “regeneradores”.

Los años ´80

En los ´80 se completó el empedrado de la ciudad, que también comenzó a tener agua corriente. En 1881 el gobernador Anacleto Gil comienza las obras de remodelación de la Plaza Mayor y los programas para crear dos nuevas plazas: Aberastain y Laprida. En agosto de ese mismo año se dispuso la prolongación de la calle ancha del naciente, después San Martín ahora avenida Rawson y en diciembre también del ´81 se aprobaron las ordenanzas que obligaban a la construcción de servicios domiciliarios. Llegaba el agua corriente. En 1884 el gobernador Gil inauguró la llave maestra, ubicada en el medio de la Plaza, con un surtidor.
En mayo de 1884 se inaugura la nueva Casa de Gobierno, un elegante y monumental edificio de dos pisos frente a la plaza. Sarmiento, que volvía de Chile, visita por última vez San Juan y es nombrado padrino de la ceremonia. Desde el balcón marcó donde se levantaría su estatua.

Las veredas eran todas de laja canteada y la plaza lucía una nueva fisonomía. En las afueras, el lagar familiar y la pequeña bodega dejaron paso a la gran industria.

En 1885 llegó el ferrocarril a San Juan. Era El Gran Oeste Argentino, que luego administraría la empresa Buenos Aires al Pacífico. El presidente Roca visitó San Juan para la inauguración y la “casona del ferrocarril” fue a partir de entonces otro de los grandes edificios, de dos plantas, que luciría la ciudad. En esta época se abrió, paralela a la calle ancha del oeste (hoy Salta) otra que agregó nueve manzanas más a la ciudad: la nueva calle ancha del Oeste (hoy España). Carretas de bueyes y arreas de mulas eran el tránsito habitual.
En 1885 también se concedió autorización para la explotación de la línea de tranvías de tracción a sangre, que partía de España y Laprida y llegaba a Punta de Rieles.
En 1886 abre sus puertas la Biblioteca Franklin, justo en la esquina de las actuales Laprida y General Acha.
Entre 1887 y 1888 se crearon varios bancos cuyos edificios cambiaron también el aspecto de la ciudad. En 1888 nació el Club Social San Juan, frente a la Plaza 25 de mayo y un año después comienza la construcción del edificio del Seminario Conciliar. En 1892 se inició la construcción del edificio Banco de la Nación.
El sábado 27 de octubre de 1894, en plena siesta -eran casi las cuatro y media de la tarde- un terremoto largo e intenso sorprendió a los sanjuaninos que habían aprendido a temer más al agua que a la tierra. Cuentan que al estruendo de lo que se caía se sumaban las campanas de la Catedral y Santo Domingo, así como los gritos de los animales domésticos que, aunque la ciudad progresaba, seguían siendo muy abundantes en los fondos de las casas.
Cayeron cornisas, parapetos y revoques, la catedral perdió azulejos de sus torres y muchas iglesias quedaron afectadas, así como los pocos edificios de dos pisos.
Por primera vez se constituyó una comisión de especialistas que estudiara este fenómeno y algunos hablaron de trasladar la ciudad a la zona de Marquesado.
Sin embargo, aquí nos quedamos. Pero eso ya es otra parte de la historia.


El plano de la fundación


Para el repartimiento de tierras Juan Jufré utilizó un plano en el que está dibujada una ciudad pequeña y regular. Consistía en un rectángulo de cinco manzanas por lado y 25 en total. Cada manzana se hallaba dividida  en cuatro solares iguales.
Al centro se situaba la manzana destinada a Plaza Mayor o de Armas, con solares reservados en sus lados para el Cabildo, la Iglesia Matriz y la Hermandad de Santa Ana, y parcelas para  las familias de Jufré, Ronquillo, Payo, Lemos, Cardoso, García Hernández, Delvira y Arias. Las restantes manzanas fueron para  los otros pobladores.

En los cuatro extremos del rectángulo de manzanas quedaron los lugares previstos para iglesias y conventos de Santo Domingo, San Francisco y La Merced y para hospitales.
El trazado de San Juan de la Frontera respondió al molde de las poblaciones españolas en las Indias, fijado en 1523 por la Real Cédula de Fundaciones. Eso quiere decir, clásico damero de simétricos rectángulos de 150 varas por lado, calles de 12 varas de ancho tiradas a cordel; manzanas divididas en cuatro predios iguales, y ubicación en lugar alto, aireado, con agua y cercanas tierras de cultivo.


En una calle que se llama….

Los nombres de las calles no fueron, al principio, un problema en San Juan. Las pocas calles originales recibían nombres que tenían que ver con alguna característica (ancha, angosta, etc), con el uso que se le daba o con alguna edificación que había en ellas. Así, todos se ubicaban con facilidad. El problema llegó cuando las calles comenzaron a ser más y a recibir el nombre de personajes de la política o a hacer referencia a hechos de la historia. Entonces cambiaban con cada gobierno.
Estos fueron algunos de los nombres que tuvieron nuestras más conocidas calles actuales: Rivadavia: calle de la Catedral, calle del Portón, calle Buenos Aires. Mitre: de San Agustín, Comercio, Las Heras, General Paz y Buenos Aires. Mendoza: calle Real de las Carretas, de Santo Domingo, de San Pantaleón, Caseros. Entre Ríos: Rawson, Salta, Estados Unidos. Sarmiento: Nueva Grranada, Ecuador, 25 de Mayo. Avenida Libertador San Martín: calle del Progreso, Estado Oriental, Vicente López y Planes, Corrientes y Entre Ríos. En Desamparados esta avenida se llamó calle Real de Puyuta. Avenida Rawson: calle Ancha del Este, avenida San Martín. Avenida España: calle Ancha del Oeste, avenida de los Andes.
San Luis: Paraguay.
Santa Fé: Chacabuco.
Urquiza: la calle del Cementerio o de La Paz
Las Heras: calle San Juan de Dios.


¿Y el pírame señor?

A varias cuadras de la plaza principal hacia el oeste, en un descampado que estaba en lo que hoy es la esquina de España y Mitre, se levantaba una pirámide que el gobernador De la Roza había mandado construir para conmemorar un aniversario de la patria. El terreno fue donado por Don Javier Jofré, descendiente del fundador. En “Recuerdos de Provincia” Sarmiento dice que en 1816, siendo él un niño, iba con su madre y hermanas algunas noches de verano a pasearse por las alamedas en cuyo centro estaba la pirámide. El lugar fue, en un tiempo, un paseo público con bancos y flores.

A los treinta años de erigida ya era una ruina; su punta truncada no impedía que en las tardes la rodearan dos o tres vacas que buscaban sombra. En 1839 uno de los herederos de Don Javier Jofré reclamaba el terreno en que había estado el paseo público, porque ya no cumplía con el objeto para el que había sido donado. El gobierno aceptó devolver el solar.

Cuenta Sarmiento que, en su presencia, el interesado preguntaba al ministro “¿Y el pírame, señor?...”. Quería decirle ¿Qué hacemos con aquel monumento? A lo que, siempre según Sarmiento, el ministro contestó: “En cuanto al pírame, puede usted echarlo abajo…”

Pocos días después Sarmiento escribió en El Zonda un artículo titulado La Pirámide, una fantástica ficción que encubría la indignación por el derribamiento, que no ocurrió. “No la han destruido todavía los bárbaros -escribe Sarmiento, poco antes de 1850- se necesitaba comenzar por la cúspide, y no sabrían armar un andamio”.

Según Horacio Videla, en 1850 un viento zonda “voló” la famosa pirámide. Tantos años había sobrevivido, que mucho tiempo después la población aún llamaba a ese baldío “pampa de la Pirámide”. En 1885 la llegada del ferrocarril la convirtió en la plazoleta de la Estación.

Los recuerdos de Sarmiento


“A pocas cuadras de la plaza de Armas de la ciudad de San Juan, hacia el norte, elevábanse no ha mucho tres palmeros solitarios, de los que quedan dos aún, dibujando sus plumeros de hojas blanquizcas en el azul del cielo, al descollar sobre las copas de verdinegros naranjales…”. En 1850, desde su segundo exilio en Chile, esto recordaba Domingo Faustino Sarmiento su ciudad. En “Recuerdos de Provincia” es donde escribe un capítulo que se llama precisamente “Las palmas” en el que, a partir del recuerdo de esta planta traída a San Juan desde Chile, habla de la ciudad que hace por lo menos diez años que no ve. Llama la atención leer que se refiere a  la vegetación que se entremezcla “con los edificios dispersos de la ciudad” y que alegra el ánimo del viajero cuando, “atravesando los circunvecinos secadales, ve diseñarse a lo lejos las blancas torres de la ciudad sobre la línea verde de la vegetación”.

Esta ciudad que Sarmiento describe como una especie de oasis en medio de un “secadal” no es otra que San Juan; él la había visto por última vez en 1840.

Sobre los palmeros cuenta que fueron plantados en la puerta de algunos domicilios “en los primeros tiempos, cuando la ciudad era aún aldea, y las calles caminos, y las casas chozas improvisadas”




Fuentes:

Videla Horacio: Historia de San Juan - Tomo I (Epoca Colonial) 1551 - 1810, Academia del Plata, Buenos Aires, 1962
Videla Horacio: Retablo Sanjuanino, Universidad Católica de Cuyo, 1998
Sarmiento, Domingo Faustino: Recuerdos de Provincia, EUDEBA, Buenos Aires 1960
Peñaloza de Varese y Arias: Historia de San Juan, Editorial Spadoni, Mendoza 1966
"San Juan sus arquitectos y la modernidad", trabajo de investigación de la Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Diseño de la UNSJ - Equipo dirigido por la arquitecta Elvira Sentagne


Ver:
La ciudad a través de cuatro siglos: Entre dos terremotos


Ver:
San Juan a través de cuatro siglos: La ciudad de la reconstrucción

GALERIA MULTIMEDIA
La plaza principal de San Juan ha sido, desde su fundación, el lugar privilegiado para la vida social, política y religiosa de la provincia.
Los primeros datos de población no nativa de San Juan son de junio de 1562
Esta es tal vez la foto más antigua de la Catedral. Fue tomada desde la Plaza 25 de Mayo que aún mostraba sus paseos de tierra.. Los faroles, con cuatro vidrios a los costados, tenían mecha y usaban como combustible el kerosene. Cuando anochecía, un empleado municipal provisto de una escalera pasaba encendiendo las lámparas y regulando las mechas.
El acta fundacional original y el plano del primer repartimiento se conservan en el Archivo de Indias, con sede en Sevilla, España.
El dique San Emiliano fue la obra pública más importante encarada en el siglo XIX.
Una vista de San Juan desde lo alto en una foto tomada a fines del siglo XIX. Como lo certifica la ausencia de cables, aun no llegaba la luz eléctrica.
La casona del ferrocarril fue uno de los edificios más imponentes, construidos en el siglo XIX.
Domingo Faustino Sarmiento