Grandeza y decadencia del ferrocarril

La siguiente nota escrita por Abenhamar Rodrigo fue publicada en El Nuevo Diario, en la edición 630 del 29 de octubre de 1993 en la sección La Nueva Revista

Así de sola. Así de silenciosa y muda. Así de triste, se ha llamado a enigmático misterio la campana que despedía los trenes de pasajeros, el alerta de la partida inminente para los que se iban de viaje. Pitada del guarda, banderita verde, silbato y posterior bufido de briosa y expectante máquina y... adiós al tren. Mejor dicho, la han llamado a silencio por la fuerza y decisión de la ceguera de los gobernantes, el principal de los males que ha ido dando muerte lenta, ahogando, asfixiando, fagocitando los indispensables, vitales, glóbulos rojos a la sangre de hierro, impetuosa, ardiente, que permitía la fluida de los trenes por las venas de hierro que transportaban bocanadas oxígeno, agua, víveres y menesteres de toda índole con los que subsistían esos pueblos del campo.

En ese oxígeno les llegaba el elemento vital. Sin el aliento de ese fuelle que insuflaba en horas y días fijos por semana el fervoroso y potente aliento de los pulmones de acero, las estaciones del campo, eje y motor de los pueblecitos que las entornaban, éstos perecerían. Y así, menguando los recorridos de los trenes comenzaron a irse debilitando esas estaciones, eminencias representativas y gregarias, aspas y engranajes de los molinos del movimiento muscular y social del quehacer de esos pueblos, de esos conglomerados a los que, con muy buena voluntad, calificaremos de pueblecitos.


Nefastas premoniciones

Primero fueron espaciando la frecuencia de los trenes de pasajeros y aumentado las amenazas y amagos de la suspensión total de los recorridos. Mermaba la frecuencia de trenes, y también el agua potable que se dejaba en estanques de las estaciones. También cayeron los pueblecitos, rancheños, adyacentes de criollos, humildes pobladores curtidos a todas las intemperies, a todas las contingencias del vivir; rudos, sufridos, resignados, hombres raíces que se han echado el horizonte a las espaldas, forjados en el yunque de los días que vengan y las noches que pasen, guarecidos en ranchos y taperas miserables.

Crudas realidades

Cómo no se pensó que el retiro daba muerte a los trenes, a las estaciones, mataba a esos maravillosos pueblecitos, y aquí está la gravedad del asunto, también a sus habitantes, seres humanos que morían acorrochados a la tierra que los vio nacer.
Los ferrocarriles de trocha angosta, trocha que no permitiera la absorción ni venta a los de trocha ancha, a los ingleses, habían nacido para fundar pueblos, para protegerlos, ayudarlos a crecer, comunicar los pueblos entre sí, acortar distancias, sembrar de gente la inmensidad y dilatada desolación de las llanuras argentinas, cumplir con el precepto alberdiano: gobernar es poblar.

Penélope, desteje

Había llegado la hora de Penélope, cuando ésta, desteje; la hora del golpe fatal, la partida de defunción a lo que costó tantos años de afianzamiento a los moradores de los pueblecitos y a las estaciones dejándolos en la mayor orfandad, en el más absoluto desamparo y soledad desangrándose en mortales heridas.

Hacer patria

La trocha angosta nació para ir haciendo patria, abriendo cancha por las sequías, inhóspitos matorrales, mantos de naturaleza virgen. Cada estación ferroviaria constituía un puesto de avanzada civilizadora, y además la circulación del lenguaje secreto, misterioso de punto y raya que traía y llevaba mensajes dentro de un fino cable de acero, todo en un santiamén.
Ingentes esfuerzos económicos y de toda índole para ir haciendo, tejiendo, la patria. Era llegada la hora de ir deshaciendo, destejiendo, la patria.
El plumazo de un decreto.


Oh, gobernantes, insensibles a la dolorosa realidad de los pueblos hermanos del interior de la Patria, los pueblos pobres, dicen que hermanos de los pueblos ricos de la Patria; los pueblos humildes de la gente pobre para quienes la estación del ferrocarril era la luz, un faro, el futuro de esperanzas, el camino cierto por el que algún día podrían salir a buscar otros horizontes más promisorios, menos angustiantes, más humanos.

Estación, alegría del pueblo

La estación era poseedora de parecida dimensión espiritual. algo así podríamos decir, como el significado del coral de Juan Sebastián Bach: “Jesús, alegría del hombre”.
La estacion-tren, la alegría del pueblo todo desde el más chico hasta el más grande, desde el más joven hasta el más viejo.
La algarabía (alegría) de los niños, mozas, de los mozos, el lugar de paseo distracción, el único punto en que se reunía la gente para esparcimiento y solaz. Esperar al tren que llegaba, quiénes se bajaban, quienes subían, conocidos o no que continuaban viaje, en suma, la vida social del pueblo.

Los domingos y días festivos, emperifollarse las chicas con sus más elegantes chillones percales, de fuertes colores y tener como diversión pasearse, yendo y viniendo, del brazo conversando, por el andén de la estación. Los mocetones de misma edad, acicalados en sus atuendos pañuelo al cuello, alpargatas flamantes, formaban los corros joviales del caso mientras los niños, las caritas lavadas, ropitas limpias, remendaditos, bien peinados ponía su condimento de bullicio con sus carreras en inocentes juegos. Pero siempre la estación, el centro gregario, el templo del culto de la vida de relación de los pueblecitos.


Tremenda desazón

Oh!, cuánta desazón y agobiadora pena de silencio y despojo, de sepultura, de aridez hiriente y desolada, de esqueleto sin sombra en el destino de las cenizas del tiempo y del olvido.
Oh!, cuánto hemos perdido. Cuánto nos han arrebatado; un pedazo de Patria auténtica, de interior, de tierra adentro, de campo desolado, un girón de la bandera azul, blanca y oro. Nos han desgarrado un trozo del corazón que sabe a Patria grande, luminosa, bella y sufrida.
Días festivos, y además fiestas de guardar y festejar se resumían en un solo acontecimiento gozoso: la llegada y partida del tren de pasajeros. Verlo llegar: palpitaban con fuerza los pulsos de la sangre. La partida: los ojos puestos en el tren se perdían allá en el horizonte donde se juntaban las paralelas.

Todo verdor perecerá

Estación cabecera del ferrocarril Belgrano, ex del Estado. El frente de inconfundible estilo ferroviario. Allí palpita la más desolada soledad humana. Esa es la verdadera soledad, cuando el hombre que estaba ya no está, ya no habla, cuando la voz humana es el aire quieto y mudo y el silencio es triste, incomunicado. Ni un solo ser humano moldea en el granito de las baldosas los pasos de sus pies. De una punta a la otra, brillantes de luz y de sol, los andenes vacíos con sus pilares tiesos, parejitos sin interrupción humana, en rigurosa postura marcial en una sola hilera. La playa ferroviaria padece una invasión de gusanos grises cargados de dolomita. Invasión de piedra al presente contra invasión de gente.

Estación otrora: un mundo en movimiento, una caldera en cocción una olla bullente a toda hora; un ir y venir de personas de condición campesina, rostros morenos, resecos como la tierra árida de los pagos de sus procedencias como los vientos que les azotan las caras, desmelenan los cabellos, agrietan las mejillas, invaden los párpados. Salas de espera abarrotadas de parroquianos, mujeres carnudas con vestidos chillones, resaltantes. Un mundo de bultos, bolsas, cajas, cajones, atados, valijas, envoltorios, comida y fruta para el viaje, damajuanas de vino por doquier. Ola de tufos, tabaco, sudores. Chorreras de niños a la cola de la madre.

Otrora: la alegría del movimiento constante en la plazoleta de la estación Belgrano con aquel ir y venir, entrar y salir de personas, de carruajes de todo tipo, laya y condición, sulkys, carretelas, carros, coches de plaza, bicicletas, animales de silla, automóviles, camionetas, triciclos, en fin, cuanto medio tenía a su alcance la gente modesta para trasladarse hasta la estación a tomar el tren, despachar cargas, encomiendas o recibirlas.
También acudían los comerciantes, adinerados muchos, que comerciaban con los productos del interior: carbón, leña, madera para parrales, carbonilla, azúcar, yerba, frutas del norte, y demás que entraban por vía trocha angosta o salían por ella tales vinos, cales, piedras.
Lo cierto, aquello constituía la mejor carta de presentación, la más valiosa carta de porte, la evidencia más palpable, elocuente, significativa, la que no admitía mentira ni refutación alguna, de la importancia y valor de los ferrocarriles. La plazoleta colmada. La gente guarecida bajo la sombra de los árboles. Se llegaba a ella con mucha anticipación. Horas y horas de la plazoleta, en el andén, en la sala de espera, allí almorzaban, cenaban hasta que se colocaran los coches que debían partir. Profusión de vida, de movimiento de personas, de santa paciencia de carruajes, de resignación de espera, de sol, de luz, de aire.


Al presente

La plazoleta solitita su alma reposa en el más piadoso silencio. Le forman guardia de honor, día y noche, dignificándola, hermosos árboles en retribución de tanto merecimiento y en pago de los importantes y patrióticos servicios prestados.


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Imagen del frente y plaza del Ferrocarril General Belgrano