El timbó


Caminaba hacia la municipalidad y al cruzar la plaza Aberastain me detuve (siempre lo hago) a contemplar un ejemplar de timbó, ubicado al lado del pino navideño y de la estatua del prócer ¿Usted lo vio? Piérdase un momentito y vaya. Es una de las cosas más hermosas que puede verse en San Juan ¡Por supuesto, no fue hecha por el hombre, lo hizo el ñato de la quinta! Me senté a contemplar el timbó… y fue el tiempo más hermosamente empleado esa mañana. ¡Vaya!


El sueño
Sentado en un banco, que está bajo el timbó, contemplaba su alta y extendida copa. Una agradable somnolencia me invadía , mi cuerpo perdía su gravedad y sentía que una extraña levitación me transportaba, a través del follaje del timbó, hacia regiones del espacio, desconocidas, pero, entrañablemente añoradas. ¡Era como si uno tornara al encuentro de su origen! ¡A los aromas perdidos en una perdida patria… Y empecé a comprender la fuente de la nostalgia y origen de las lágrimas.


¿Quién nos espera, dónde? ¿Quién nos dejó en este lugar hablando por el odio y la mentira? ¿Qué cobayos somos y de qué dimensión venimos? De todas formas, al que está haciendo este ensayo, seguramente que lo mandan a marzo. ¡Acabala con la entrada irrestricta! Lo que hay que hacer es cerrar todas las universidades del mundo por cien años y ver si el cerebro se limpia de tanta porquería aprendida. Y ver si el corazón arroja el odio y la avaricia y se apresta a recibir el amor. ¡Como la bestia recibe el agua fresca y la fresca hierba!


De pronto, en el aire apareció una extraña ciudad. Ardientes arenas la circundaban. Era como un oasis en medio del verano. Algunos hilos de agua se desprendían de un tacaño río y, a la vera de algunas acequias, pastos y árboles daban sombra al cansancio y gusto a la vida.
De pronto un extraño ejército de algo que parecía gente, empuñando hachas, talaban los árboles y con fuego secaban los pastos y mustiaban los frutos. ¡Yo quería gritar, pero no podía! El desierto alzó su voz vengativa y lanzó sobre la ciudad limpia sus bocanadas de fuego y arena: El Zonda.


Desde lo alto de un minarete, un hombre con vestidura talar, arengaba a una multitud que le daba la espalda. La voz del hombre era monótona y sin vibración, sonaba hueca.
De pronto, un ángel flamígero cruzó el cielo caliente y terroso; llevaba en la mano derecha un cetro de mando todo averiado y en los ojos se veían dos lagunas llenas de pejerreyes.


La multitud que daba la espalda al predicador empezó a moverse. En una compacta columna se dirigió a las lagunas del ángel. Echaron redes, pero no pescaron nada. Las redes, falaces, se rompían y el plateado maná se dispersaba.
Desencantadas se retiraron las gentes. Tenían sed y no habían comido. ¡Tuvieron el agua y los peces… pero ellos pertenecían al viento y a la arena!


Me sumergí en una zona oscura llena de grotescas figuras que empuñaban espadas, calzaban botas y de sus bocas, desdentadas, escupían palabras de odio, fronteras, banderas y muerte. Supe (no sé cómo) que eso era mentira, que una horrible pesadilla me invadía, que todo iba a desaparecer cuando despertara y que, con la vigilia, volvería al país del verde, los pájaros, los árboles, las piedras y el agua.
La sensación era muy extraña. Como si dos fuerzas desconocidas me disputaran, intuía que tenía dos patrias. Una me desterraba, la otra me reclamaba, pero no podía discernir a cuál de las dos pertenecía.


Todo lo acumulado en el tiempo se esfumaba y el cráneo, al quedar vacío, era como una inmensa campana, cuyo badajo, el corazón, en rítmicas sístole y diástole marcaba el orden del universo. Era como si las galaxias, todas, fueran simples células humanas, pequeñitas, que confluían hacia el corazón del hombre.
De pronto sentí un inenarrable gozo.
Era como si todas las estrellas se hubieran metido en mi corazón y que de golpe estallara y, las estrellas, libres, se desparramaran en todo el orbe… para formar el corazón del hombre. ¡Y supe que el hombre era una estrella y que cada estrella era una parte del hombre!


El retorno
De pronto empecé a sentir la sensación de la gravedad. El cuerpo me pesaba, la respiración se hacía dificultosa. Sabía que estaba descendiendo, pero, no sabía adonde.


Por un instante perdí la noción del tiempo; luego crucé una zona nebulosa y abajo empezó a mostrarse la maravillosa esfera terráquea. El mar, los ríos, las selvas, las llanuras, los desiertos, las pampas, las cordilleras, las estepas, los hielos, las ciudades, los pueblos, las bestias, los hombres. ¡Dios mío –exclamé- qué hermoso es todo esto…! Y me dejé caer como quien en el sueño cae al regazo de la madre.


Pronto vi mi pueblo. Los parrales y los huertos en el desierto. Vi la gente y quise abrazarla y besarla. Vi los rostros de mis amigos. Vi a mi mujer, mis hijos y mis nietos (ese yo que continúa) y al fin vi la plaza Aberastain y vi el timbó. Baje entre el follaje del timbó y me senté al lado de un anciano que lloraba.


Desapareció el anciano que lloraba. Tuve la sensación de volver de un sueño. En mis manos había un libro: Jerónimo Bosch.

 

 

 

 

 

 

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Ilustración: El timbó