San Juan vivía en la mayor calma, sin otra inquietud por la naturaleza que las periódicas crecidas del río homónimo. Dos veces el río le había deparado catástrofes. Con su nombre aborigen, el bravío Tucuma la había inundado en 1594 obligando al Pueblo Viejo a cambiar de asiento y después como río San Juan se lanzó en 1834 aguas abajo por la calle de San Agustín (hoy Mitre), causándole estragos.
A la vista de las estrechas callejuelas y veredas de la vieja ciudad, sin posibilidad de crecer las arboledas reclamadas por el clima, los sanjuaninos más de una vez conjeturaron una inesperada solución por la naturaleza, y bromeando pensaron en el río, nunca en la tierra como sucedió medio siglo después.
Los remezones llamados modestamente temblores fueron asunto corriente, como en toda la región andina desde el nudo de Pasto en los Andes colombianos o California y Méjico hasta los desmochados cordones y fiordos de la cordillera patagónica. Sin embargo, son los mismos que aquende y allende el gran macizo causaron antes y después de 1894 la destrucción de ciudades argentinas y chilenas; Mendoza en 1861 y 1985, La Rioja en 1863 y 1894, Valparaíso en 1822 y 1906; Coquimbo en 1859 y La Serena en 1730, 1796 y 1859; Copiapó en 1822 y Vallenar en 1922; Concepción, Chillán y Valdivia en 1939 y 1960; Santiago y San Antonio en 1986; Anca en 1987.
San Juan se había familiarizado con sus crónicos temblores que no le causan daños. Todo se reducía a poco. Brama sorda y casi imperceptiblemente la tierra, cantan los gallos y demás aves de corral, aullan los canes del barrio, la gente corre despavorida y grita, ¡tiembla! Las cosas transcurren en contados segundos, y una que otra pata de gallo dejada como firma de un pasajero sugerente en los revoques, o las fatales cruces de San Jorge (otros las llaman de San Andrés) con grandes grietas en los descascarados muros, constituía el saldo del susto pasado por el vecindario.
“El sapiente repertorio popular, tomando las cosas en broma, tradujo en dicharachos y refranes la experiencia vivida en los temblores: “Año nevador, año temblador”... “Un zonzo es peor que un temblor”.
A excepción del terremoto que destruyó a Mendoza en 1861, a San Juan los sismos catastróficos éranle desconocidos. Las escalofriantes predicciones de Humboldt, que en La Serena pronosticó el hundimiento en el Océano de la costa chilena y de las vértebras centrales de los Andes a partir de la caleta Los Vilos en la provincia de Aconcagua hasta Punta del Cobre en la provincia de Antofagasta, con la desaparición de San Juan por el costado opuesto, dando origen a un mar argentino que bordearía las faldas de las sierras de Córdoba y San Luis, eran ignoradas o en todo caso no se cumplieron. Y el geógrafo Martín de Moussy que a estar a un estudio de Carlos Heras visitó San Juan en el mes de febrero de 1857, para dar formas a su conocida obra encomendada por el presidente Urquiza, acreditó no registrar noticia de temblores en San Juan.
“Les tremblements de terre sont fort rares a San Juan —afirma el sabio francés— plus rares encore que dans les provinces andines que nous venons de passer en revue. Nous n’en avons entendu citer aucum”.
Causas y efectos
El terremoto de 1894 se sintió hasta en los más remotos rincones de la provincia; en forma particularmente intensa en la Capital, Caucete, Valle Fértil e Iglesia, localidad esta última donde no quedaron en pie ni las sólidas tapias de sus potreros alfalfados, mientras que apenas se percibió en Calingasta. Se abrieron grietas en la tierra, surgió agua subterránea en Albardón y Angaco, unas sulfatosas otras azufradas, y en Alto de Sierra resultó afectado el primer puente carretero de hierro sobre el río, inaugurado el año anterior.
En la hermana provincia de La Rioja, que en el decir de Guillermo Watson “también debiera ser Cuyo”, su capital fue sacudida tremendamente por el sismo, más aún que la ciudad de San Juan. De esa ardiente tierra de Castro Barros, Facundo y Peñaloza, y del ilustre y frío intelectual de Samay Huasi, el historiador vernáculo hace una síntesis redonda del fenómeno que dura casi un minuto, salvándose por un hecho casual de un drama mayor: la hora. “La gente tuvo tiempo de abandonar su morada y ganar las calles y lugares abiertos —afirma Armando Raúl Bazán—. En cambio, los daños materiales fueron inmensos, casi toda la ciudad quedó reducida a escombros. Los templos y edificios públicos se desplomaron”.
Los sismos de Cuyo como los del Noroeste argentino no reconocen origen volcánico; son movimientos de fractura tectónica o acomodamiento de masas por la abundancia del agua en años de intensas nevadas. Como la eclosión andina corresponde a un plegamiento de la edad terciaria —cercano ayer en los milenios del cosmos—, los Andes serían unos muchachones en crecimiento que no concluyeron de conformar su figura. A menos que una explicación complementaria se halle en lo que el ingeniero Juan C. Castaño, científico del INPRES (Instituto Nacional de Prevención Sísmica) llama “hueco sísmico”, vinculada a la acumulación de energía no liberada por falta de actividad sísmica durante un tiempo.
Sucedió el terremoto de 1894 la tarde del sábado 27 de octubre, a las 4,25 pasado meridiano, hora de Córdoba (sin atraso ni adelanto horario), “en día claro, sereno y caluroso, que nada hacía presumir la tragedia... el ambiente no presentaba esos caracteres típicos que en Italia denominan “aria de terremoto”. El epicentro de una superficie de forma elíptica afectada de 771.271 kilómetros cuadrados se fijó en Santa Rita, territorio de La Rioja situado a 25 kilómetros de Catuna, con polos extremos en Santa Rosa (Mendoza) y Pitambola (Santiago del Estero), distantes 647 kilómetros entre sí. En la escala de Forel y Rossi que consta de diez grados en orden decreciente, usada en aquel tiempo, fundada en los efectos producidos en el hombre y en los edificios, le correspondió el grado 7,5.
El terremoto en la capital
Por la violencia del sismo del 94, la ciudad de San Juan experimentó considerables perjuicios materiales, aunque no tantos como pudo suceder dada la mala calidad de la construcción. Contribuyeron a atenuar los efectos de la catástrofe varios factores: corresponder ese verdadero meteroro de la tierra a un movimiento sísmico ondulatorio en sentido solamente horizontal, que de alternar con sacudones verticales o durar más de un minuto, la ciudad entera se hubiera desplomado; y ocurrir un día sábado a la tarde, hora de descanso de la población, sin aglomeración en locales públicos aunque funcionaban las escuelas.
En cuanto a vidas humanas la ciudad contabilizó diez víctimas (nueve nacionales y un extranjero, francés), mientras que en la provincia alcanzaron en total a veinte (dos en Santa Lucía, una en Desamparados y otra en Angaco Norte, dos en Angaco Sur y cuatro en Albardón, sin computar quince heridos). En la Escuela Normal creada por Avellaneda funcionando todavía en un edificio provisorio de calle Rivadavia, entre Catamarca y Alem, se produjo un sólo caso: una niña de catorce años que corriendo despavorida ganó la calle, alcanzada por una cornisa del mismo con fractura de fémur.
En la edificación los daños fueron importantes, sin características de catástrofe. De las casas se desprendieron las cornisas, parapetos, molduras y revoques; en algunos puntos céntricos de la ciudad los escombros cubrieron el paso de la calle (Laprida esquina Tucumán). Más afectados quedaron los edificios públicos. La Casa de Gobierno inaugurada sólo diez años antes, en ocasión de la última visita de Sarmiento, experimentó la destrucción casi completa de la planta alta que obligaría a rehacerla. En la Catedral, construcción de mayor solidez y categoría arquitectónica en la población, resultó afectada la torre del costado izquierdo, desprendiéndose sus azulejos y techumbre, y apareció una grieta en el primer arco de su bóveda central. Los viejos templos de La Merced, San Agustín y Santo Domingo (incluso Santo Domingo nuevo, en construcción) quedaron dañados; la capilla de Dolores y la iglesia de San Pantaleón, igual que el Cuartel y Cárcel pública, el Mercado y el teatro Los Andes, destruídos.
Coincidieron los testigos en que, previo al fenómeno “sintióse un sordo y desconocido rumor” similar al llamado bramido de la sierra con que en la comarca, a estar a cierta borrosa tradición se recordaría al valiente amta Huazihul, sacrificado en duelo singular por el espadachín Salinas de Heredia en Tamberías, conectado al gran alzamiento calchaquí del falso inca Pedro Bohóquez en 1658, en el Noroeste argentino. Sumáronse al coro aterrorizado de aves y bestias el repique de campanas de la Catedral y Santo Domingo sonando alarma, y las oraciones del vecindario, arrodillado en los patios o en medio de la calle.
Por precaución, la población pernoctó dos o tres semanas después en lugares abiertos como ser patios, huertas, plazas públicas. Henchidas las yemas de los árboles y florecidos los sarmientos de la vida en los parrales con el templado aliento de la primavera, nadie padeció mayormente injuria por inclemencias del tiempo.
Medidas de gobierno
Con un mandatario como Domingo Morón al frente de la administración pública, por descontado que ninguna medida reclamada en la emergencia sería omitida o demorada. El gobernador estuvo desde el primer momento, con cabeza fría y decisión a la altura de la situación.
Trasladó el despacho oficial, sembrado el suelo alfombrado de la deteriorada Casa de Gobierno de ladrillos y yesos instalándolo en la glorieta de la banda de música en medio de la plaza. Y desde ahí impartió las órdenes más urgentes: búsqueda y rescate de víctimas y heridos, suministro de vituallas y abrigo, remoción de escombros en la calle para despejar el tránsito, prevención de epidemias con medidas sanitarias, ubicación de testigos a fin de acreditar los hechos y evitar confusiones, estudios técnicos y posibilidad del traslado de la ciudad de San Juan. Además, solicitar ayuda del Gobierno nacional.
“Daba ánimo, como al mismo tiempo resultaba pintoresco —destaca un comentario reviviendo el singular espectáculo— ver al gobernador Morón atender los negocios del Estado desde el despacho improvisado en la plaza 25 de Mayo, sobre la rotonda utilizada por la banda de música de los conciertos dominicales” .
Si como opositor a su tímido antecesor doctor Alejandro Albarracín, apabullándolo a alborotos y amagos de reconciliación con la perspectiva de un acuerdo, Morón supo perfilarse el caudillo de la calle, en las jornadas del terremoto de 1894 se acreditó el gobernante, un caudillo de zapatos de charol, cuello y corbata “capaz de sacar de apuros”. Lo que valióle ocho meses más tarde que nadie le negase su concurso para la designación de senador nacional.
La confianza en el gobernador fue absoluta. Una sanción de la Legislatura al día siguiente del sismo, lo facultó para tomar las medidas de protección necesarias para preservar vidas y bienes de la población; y otra del día 29 declaró feriado en los Tribunales y la suspensión de los términos judiciales y comerciales hasta el 30 de noviembre. Al advertirse la incidencia de la catástrofe en la economía general, obtuvo dos meses más tarde la ley del 31 de diciembre declarando en vigor para el año entrante las leyes fiscales y municipales que se aplicaban hasta el momento, excepto la de contribución directa, rebajada su tasa del cuatro al tres por mil.
En últimos días del mes de enero de 1895, logró la prórroga del presupuesto del año anterior, introduciendo obligadas economías: la supresión de muchos empleos inútiles y la reducción del gasto administrativo.
Reconstrucción de la Casa de Gobierno reparación de la Catedral y templos
Las necesidades generadas, por la excepcional situación, aparte la urgencia de algunas medidas fueron expuestas por el gobernador y el ministro Juan E. Balaguer en un memorial del 20 de octubre al doctor Manuel Quintana, ministro del interior del presidente Luis Sáenz Peña.
Por las condiciones en que el sismo de 1894 dejó la Casa de Gobierno, con sus oficinas funcionando al aire libre en medio de la plaza, al cabo de un tiempo aquéllas se instalaron en varias casas arrendadas a los particulares, donde permanecerán precariamente por espacio de diez años. El informe de una Comisión inspectora comprobó ocho rubros de graves daños en el edificio: muro del frontis dislocado, cornisas caídas, rajaduras en el vestíbulo o gran hall central, escalera en peligro de derrumbarse, rajaduras cruzadas en los muros de la planta alta (las fatales cruces de San Jorge que otros dicen de San Andrés, evidencia de un dislocamiento general, grietas en los techos, cielos rasos afectados, salas con vista a la calle con los pisos destrabados, concluyendo con que “la parte alta se encuentra en estado de inmediata demolición."
Reconsiderado el caso con menos pesimismo, o si se quiere forzado a juzgarlo con una pizca de optimismo, un decreto de Morón del 1° de mayo de 1895 dispuso la demolición solamente de la planta alta del edificio y la venta de los materiales recuperables, quedando implícito el propósito de su reconstrucción. Efectuada por Dirección de Obras Públicas la licitación de los trabajos de demolición parcial y de consolidación o reconstrucción que debía incluir la colocación de vigas de hierro como estructuras de trabazón, la obra licitada fue adjudicada al empresario Cosme Torti, quien lenta pero sostenidamente la emprendió desde el mes de febrero de 1895 al 30 de septiembre de 1896. A continuación, la reconstrucción de la Casa de Gobierno cayó en un sopor de diez años. La obra resultó mayor de lo que pudo pensarse, y los recursos se suministraron en partidas limitadas por los presupuestos de cada año hasta los últimos toques de la reconstrucción dados durante la administración del gobernador Balaguer, en 1905.
El estado de los templos y la necesidad de su reparación, fue informado al Gobierno nacional. Consta fehacientemente, en nota del obispo Benavente al ministro del interior Amancio Alcorta del 24 de abril de 1900 el reconocimiento por las subvenciones recibidas “para reparar los desperfectos causados en las iglesias por el terremoto de 1894, que afligió especialmente a la provincia de San Juan."
La Catedral y La Merced con sus gruesos muros de casi tres metros y cimientos de piedra (de tres varas de ancho afirma el historiador Enrich de la primera), aunque sin trabazón alguna —la primera comenzada por la Compañía de Jesús en 1712 y la segunda por Facundo Quiroga en 1827— resistieron mejor el sismo que la Casa de Gobierno empezada en 1870 e inaugurada por Gil en 1884. Clausurada como medida de seguridad, previa comprobación “por la Comisión inspectora presidida por el ingeniero Gómez de Terán que las rajaduras de la bóveda central afectaban sólo el revoque exterior, la Catedral fue habilitada “asegurado el frontis con llaves y relleno en la grieta que ofrecía”. Al templo de San Agustín se le demolieron las dos torres, construyéndosele un sólido y bello pórtico de piedra laja que subsistió hasta después del remezón de 1944. A Santo Domingo viejo, con salida por calle Mendoza se le desmanteló el campanario, y en el nuevo edificio en construcción se practicaron ligeras reparaciones.
Informe de los ingenieros Cantoni y Caputo
Entre los primeros actos del gobiemo provincial estuvo solicitar al director de la Escuela de Minas, ingeniero Leopoldo Gómez de Terán, la formación de una Comisión de estudio para verificar los efectos del terremoto.
Integrada con los ingenieros Angel Cantoni y Leopoldo Caputo y secundada como ayudantes por Eleodoro Zapata, Juan M. Sin y Pedro L. Estíney, la Comisión recorrió a lomo de mula los parajes más afectados (Albardón, Las Lomitas, La Laja, cerros Villicum y Pie de Palo, ambos Angaco), y con audiencia al profesor Bondenbender de la Universidad de Córdoba y de los geólogos Valentín y Hauthal del Museo de La Plata antes del mes daría a conocer el resultado de sus investigaciones.
Un informe del 13 de noviembre que la Sociedad Científica Argentina publicó en su Boletín (noviembre-diciembre 1894), y que obra en nuestros repositorios oficiales, ilustra que midió las grietas abiertas en la piel de la tierra, practicó análisis del agua subterránea brotada en los distintos reventones, comprobó la constitución del suelo formado por arenisca, calcáreos, pedregullo y detritus de rocas, determinó la superficie del fenómeno y hasta ubicó el epicentro.
La Comisión formuló varias recomendaciones para las futuras construcciones: por ejemplo que “las partes de un edificio deben estar íntimamente ligadas una con otras”, “debe evitarse construir sobre un suelo móvil que descanse a poca profundidad sobre capas de rocas sólidas”, “las construcciones deben ser edificadas lejos de dos capas de desigual composición”... que “las calles deben ser anchas”. Los ingenieros Cantoni y Caputo trabajaron conscientemente, llegando a los distintos lugares con sacrificio; pero por falta en esa época de conocimientos técnicos específicos, apoyados en la observación directa de otros cataclismos del corriente siglo, no precisaron con suficiente énfasis sus advertencias de prevención antisísmica.
“Al no hacer valer categóricamene que toda la región andina es zona sísmica y que el terremoto es una bolilla negra que cae en San Juan como en Jáchal o Caucete, en Mendoza como en La Rioja o Salta (cuestión de factores naturales accidentales como la presencia de nieve y agua en la cordillera o el tiempo transcurrido desde otros movimientos) —sostuvimos en otro estudio— el informe de la Comisión no logró crear conciencia de que en cualquier lugar la solución es la construcción antisísmica. Para la ciudad de San Juan —agregábamos— el no haber aprendido la lección de la experiencia vivida en 1894, significóle el drama de 1944”.
Proyecto de traslado de la ciudad
La circunstancia de haber salido indemne del sismo la planicie contigua a la sierra de Zonda, junto al río, y las opiniones de la Comisión de científicos sobre los suelos deleznables, impresionaron a Morón. La condición de hombre práctico y ejecutivo del gobernador, ganáronlo en el acto en favor de un plan de trasladar la ciudad capital a Marquesado, bello paraje del antiguo departamento de Zonda rebautizado después Rivadavia.
Los ingenieros Cantoni y Caputo, sin embargo, no consideraron ni aconsejaron el traslado de la ciudad a Marquesado, o a otro lugar; pero las opiniones vertidas por los científicos al final de su informe sosteniendo que Mendoza, San Luis, Córdoba y Catamarca “debieron su salvación (del sismo de 1894) a los cerros y cerrillos que le hacen de parapeto y que por su constitución diferente de la del suelo de la llanura, han amortiguado la fuerza de la ondulación” , dieron pábulo al peregrino plan.
El gobernador adhirió con ardor a la idea y la hubiese llevado a la práctica de acuerdo a los aparentes factores favorables. En el lugar, alto, con desnivel natural y fácil acceso al agua, los hermanos Echazarreta fundaron dos décadas antes un pequeño poblado conocido como Villa Echazarreta (llamado Villa San Sebastián de los Andes), algunos de cuyos vistosos chalets quedaban en pie. Se esgrimieron también otras razones: la nueva ciudad se hallaría a salvo de las crecidas del río y de las inundaciones por la Cañada Brava, no sería necesaria la construcción de pavimentos porque el suelo de ripio haría de macadam natural, y suponerse el paraje refractario a los movimientos sísmicos por no haber experimentado daños.
Las penurias económicas del momento y el ingente costo bloquearon la iniciativa, imponiéndose el sentido común. El disenso de trasladarse o de quedarse fue un anticipo de la polémica abierta en circunstancias similares en 1944, ocasión en que sostuvimos en las más autorizadas tribunas periodísticas del país, que “las sociedades humanas no viven exclusivamente de tecnicismos cuyas conclusiones se ha visto variar más de una vez, sino también de un conjunto de factores morales, afectivos e históricos, no menos respetables y de carácter más permanente”.
Y la ciudad de San Juan de la Frontera, según su designación histórica o San Juan de Cuyo a estar a la nomenclatura regional y referencias de cartas geográficas, códigos y guías mundiales de comunicación, o simplemente San Juan, se quedó una vez más pese a los accidentes naturales (dos inundaciones y dos terremotos), donde la arraigó el capitán Jufré.
Texto extraido de:
Videla, Horacio: Historia de San Juan, Tomo VI – Epoca Patria – 1875-1914 – Academia del Plata/Universidad Católica de Cuyo, 1989.
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Ver 1894 – La calle General Acha después del sismo
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