Domingo Faustino Sarmiento: «Una cadena de amor»

 

«A la grata memoria de las mujeres que me amaron   y me ayudaron en la lucha por la existencia».  (Domingo Faustino Sarmiento)               

Por Jorge Torres Roggero

I. Las mujeres

Estas líneas pretenden dejar hablar las entrelíneas. Sobre los avatares amorosos de Sarmiento siempre hubo, entre sus biógrafos oficiales, o pudoroso silencio, o recatadas alusiones o airadas desmentidas. Imposible separar, sin embargo, a Sarmiento de su cortejo de mujeres. Ellas, educadoras de los «impulsos del corazón», actúan con el obrar silencioso de su cuerpo, su mente y su corazón. En tanto ser histórico sexuado, y desde su alteridad, la presencia de las amistades femeninas y de las mujeres enamoradas parecen jugar un papel catalítico positivo. La energía erótica es un lenguaje profundo de lo humano. Nadie está privado de su creatividad intrínseca ni es ajeno a sus articulaciones con el imaginario social. Es difícil acceder a la madurez y a la plenitud, sin alguna influencia «sentimental» que sea capaz de sensibilizar la inteligencia y excitar el despliegue de la imaginación.

En Sarmiento, el cariño y encanto de las mujeres, se transfundieron gota a gota a la sangre de sus ideas más queridas, transfusión sanguínea pausada, incesante, arrolladora. Mujeres fuertes lo ayudaron con atenta simpatía, templaron sus horas de ansiedad, y a veces, resplandecieron con la luminosa comunicación de sus cuerpos obligados casi siempre a la separación y de sus conciencias urgidas por idénticas utopías.

Apremiados por la brevedad, desistimos de considerar el papel que juega la mujer en las ideas de los filósofos europeos que más influyeron en Sarmiento y su generación. Esto nos hubiera arrojado al intrincado mundo de las utopías de Saint-Simon y sus discípulos: Enfantin, Fourier, Comte. Todos plantearon la educación de la mujer y la igualdad de la mujer y el hombre en política. Más aún, predicaron un «nuevo mundo amoroso» (Fourier) en que el adulterio y la prostitución dejaban de ser infamantes. Una nueva edad nacería del trabajo, de la industria y de la unidad universal como preparación para el advenimiento de la Gran Madre (Enfantin) o la Virgen Nueva (A. Conte).

Nos limitaremos, entonces, sólo a algunos apuntes sobre la visión de Sarmiento y su generación acerca de la mujer. Veamos, por ejemplo, algunas consideraciones sobre la mujer en La Moda.

En primer lugar, consideran que la supuesta superioridad del hombre sobre la mujer se «debe a la educación», o sea, es cultural, no natural. Si se cambia la educación colonial, programada para someterla, ella se encargará de reconfigurar las costumbres de la nueva nación. La mujer, «dulce compañera», no tiene por qué continuar distante e inferior al hombre: «No: la mujer está destinada en este siglo de nivelación, a su verdadera condición social. Su tarea es grande y noble, y lo que es más, su mejor éxito depende de la mujer misma». Cuando nutra a sus hijos con la verdad, arrancará de raíz toda posibilidad de tiranía.

Vituperan las costumbres coloniales que todavía cultivan los padres. Ellos atrofian el corto período de juventud, belleza, ilusiones y felicidad de sus hijas porque las destinan a una «colocación». En efecto, negocian «un casamiento mercenario, una venta de la hija a quien más tenga, a quien más dé por un amor que no puede comprarse [...]».  «Ellos mismos llenos de júbilo las entregan a una prostitución legal, ligando su destino a hombres que si no detestan no aman».

Desde La Moda se promueve el encuentro entre hombres y mujeres jóvenes. De ahí la importancia de la conversación como un comercio libre de ideas sin privilegios ni monopolios. Y el contacto, incluso de los cuerpos, como suele ocurrir en carnaval: «¿Qué se pierde, se preguntan, en que las chicas tengan tres días de confianza con los mozos, después que todo el año se están mirando sin tocarse como si fueran alfeñiques?»1.

En América, ya existían numerosos ejemplos de mujeres libres. Eran sobre todo las mujeres plebeyas de las guerras de emancipación. Pero también las hubo en el seno de la alta sociedad. Baste recordar la sexualidad desbordante de Manuela Sáenz, amiga, compañera y amante, fiel hasta la muerte a Bolívar y a la Revolución.

También en la sociedad porteña de la independencia, se destaca una mujer que tuvo relaciones e influencia sobre la generación de 1837. A los 18 años, se dirige al Virrey Sobremonte anunciándole que ya «ha apurado todos los medios de dulzura que el amor y la moderación le han sugerido» durante tres largos años para que la madre la autorice a unirse con su primo. Solicita una audiencia para su última resolución, pero sin la presencia de la madre. No quiere que sus lágrimas la presionen y hagan desistir de su propósito y pide justicia, protección y favor. Era María de los Santos Sánchez y logra su propósito: convertirse en Mariquita Sánchez de Thompson. Abrió su casa al movimiento intelectual de la independencia. Angustiada por la demencia de Martín Thompson, vela por él ordenando al criado encargado de su traslado que no lo traten «como un débil enfermo, sino como a su marido»2. Ya viuda, se casa con el cónsul francés Mendiville pero sus ausencias la dejan en soledad. Condenada a la separación constante de sus maridos, vivió el clima político de los exiliados en Montevideo. Cultivó amistades y amores: «compañera, guía intelectual, maternal, acaso amante, mantenía una relación cercana y entrañable sobre todo con Juan María Gutiérrez, pero también con Esteban Echeverría, Florencio Varela y Juan Bautista Alberdi»3. Juan María Gutiérrez la contacta con Sarmiento que, de paso hacia Europa, hace escala en Montevideo. Desde allí escribe a sus amigos y cuenta dos cosas que interesan a nuestra historia. La primera es que tuvo que cargar con el viejo Vélez que andaba flaneando por el puerto. Lo proclama su mejor amigo: «disputamos eternamente, y le llamo tío Vélez». Entonces sucedió el primer encuentro con la mujer que lo amaría y sostendría durante treinta años. Pero Aurelia Vélez Sarsfield tenía en ese momento nueve años.

El segundo relato se refiere a su amable relación con la señora Mendiville: «nos hicimos amigos, pero tanto que una mañana solos, sentados en un sofá, hablando ella, mintiendo, ponderando con la gracia que sabe hacerlo, sentí...».

Se produce allí una elipsis, unos puntos suspensivos: hubiera correspondido retóricamente una suspensión de los significados. Pero Sarmiento no resiste el silencio y estampa esta confidencia a los amigos:

«Vamos, a cualquiera le puede suceder otro tanto, me sorprendí víctima triste de una erección, tan porfiada que estaba a punto de interrumpirla, y no obstante sus sesenta años, violarla. Felizmente entró alguien y me salvó de tamaño atentado. Esto es sólo para ponderarles nuestra amistad. Me ha atosigado de cartas de recomendación»4.

 

No incursionaremos, por ahora, en el tema de la carta privada y amorosa. Este incidente, puede ser útil para reflexionar sobre algunos aspectos de la relación hombre-mujer. Si por un lado puede ser la más liberadora y real, se realiza con frecuencia mediante el poder. Hay algo que suele meterse en medio de una relación. El dinero, la posición, el objetivo político se entrometen como una realidad separada y luego la comprometen. Hay algo que impide que los cuerpos se toquen en lo más profundo. Y el centro más profundo donde germina el poder es el sexo. El sexo arraiga, radica en la tierra, realiza deliberadamente el acto de crear. De tal modo, la actividad laboral, económica, no son tan vitales. Pero el poder de transmitir la vida implica, a la vez, el orgullo de dominar y el temor de la violación. La conclusión de Sarmiento sobre su amistad con Mariquita se parece más a una gris información burocrática: «Me ha atosigado de cartas de recomendación».

Sin embargo, la relación de Sarmiento con las mujeres es mucho más compleja. Madre, hermanas, sobrinas, hija, nieta, amigas, esposa, amantes, dan un nombre, un cuerpo y una historia a las polémicas que se desatan en la textualidad de Sarmiento. Las mujeres de Sarmiento, aún el extraño caso de su esposa Benita, eximen a las funciones del esquema hombre/mujer de la relación patrón/esclavo, explotador/explotado. La mujer liberada, libera al hombre. No lo retiene y se posesiona de él, sino que lo radica en la historia. Al entregarlo a la acción política, lo pierde para salvarse por medio de la reciprocidad, que no es una complementación de dos seres incompletos, sino la interdonación de dos alteridades. La intimidad de las cartas de amor de Sarmiento nos hablan sobre la posibilidad de una nueva relación hombre/mujer que nace, no en los congresos, las jornadas o disertaciones sobre el amor y la familia, sino en la praxis histórica. Lo carnal, la potencia del impulso sexual exigen participar para explicar el mundo y para la acción política. Los amantes ocupan un lugar esencial en la construcción del edificio social y su mayor poder síquico y moral se alcanza cuando se reconocen perdidos el uno en el otro.

 


II. La cadena de amor

En Viajes, durante su estadía en París, sostiene que cuando a la mujer «se le deje seguir sus inclinaciones naturales», se le pueda «creer que es realmente como ella se presenta», ya no habrá «que decir que el placer enerva». Postula que en los «bailes públicos» de París se manifiestan los síntomas de una sociedad que se igualiza. Las clases se interpenetran. De tal modo, «la mujer de clase ínfima se pone en contacto con los jóvenes de alta alcurnia, los modales se afinan, y la unidad y homogeneidad del pueblo queda establecida». Si bien Sarmiento habla desde la «clase» no parece participar de una moral de clase puesto que reconoce que «París es poco ceremonioso en cuestión de costumbres privadas y sería largo recorrer la distancia que media entre la prostituta y la mujer casada, entre cuyos extremos se hallan gradaciones del matrimonio admitidas por la sociedad, justificadas por las diversas condiciones y por lo tanto respetadas»5. Las mujeres francesas demuestran que están habilitadas para las más diversas manifestaciones y para participar en los grandes acontecimientos de la historia. Por eso se olvidan las «debilidades inherentes a su sexo» y, en lo público, rige «un tierno respeto de la mujer».

En 1868, mientras regresaba de Estados Unidos para ser presidente de la nación, escribe un diario de viaje. Dedicado y dirigido a Aurelia Vélez, el texto reconstruye un nuevo relato de su vida: «Mi destino hanlo, desde la cuna, entretejido mujeres, casi sólo mujeres y puedo nombrarle una a una, en la serie que, como una cadena de amor, van pasándose el objeto de mi predilección». Se percibe feo, desfavorecido por la naturaleza, pero, dice, «sentí siempre a mi lado una mujer atraída no sé por qué misterio [...] Debe haber en mi mirada algo profundamente dolorido que excita la maternal solicitud femenil».

En este curioso diario, cuenta a Aurelia, su intimidad con Ida Wickersham y la justifica como impuesta por «cierta fatalidad feliz». Es su profesora de inglés y le ha enseñado el idioma «en interminables coloquios, provocados ex profeso para enseñarme a hablar». La presenta esbelta, pálida, casi morena, con belleza de reina. Disimula sin embargo ante su amiga porteña el verdadero carácter de la relación6. Pero corresponde al tema de la carta de amor que ya vamos a tratar.

Por ahora, resulta interesante marcar el simbolismo latente en el texto de Sarmiento. Su vida ha sido entretejida por mujeres. La figura sarmientina nos plantea una simbólica del tejido. Vivir, equivale a ser tejido por una potencia misteriosa que trama el tiempo y la vida. Cada vida sería así un texto. Todo viviente sería resultado de sus propios actos y de otra cosa que lo teje, lo encadena y lo une indestructiblemente a su propio pasado y ese es su costado trágico. Ser tejido lo ajusta como unidad viviente que ha sido producida y «diseñada» por un poder superior: el imaginario discursivo de su cultura. Parece que toda existencia histórica implica una articulación, una trama. Los hilos proyectan y ligan. Es decir, para existir hay que estar unificado e integrado. ¿Es la mujer el principio que unifica e integra vida y obra en Sarmiento? ¿Es la cadena de amor que lo ata y desata como ser viviente?

Homero confiere a toda mujer el símbolo doméstico de la rueca. Mujeres, diosas o reinas portaban el huso como cetro femenino. Arete, la reina de los feacios, era una gran hilandera y su pueblo se distinguía por los telares de las mujeres. Penélope defendió su fidelidad con un tejido interminable pero también las diosas lascivas, Circe y Calipso, se ocupaban de esas labores. Hasta la adúltera Helena. En el canto XII de La Ilíada, Homero exalta la imagen de la madre tejedora:


«Como una mujer justa que en su labor manual  
con la lana y la pesa la balanza igualando,  
gana para sus hijos miserable jornal».  


(433-435)7               


Esto nos conduce a la primera mujer en la cadena de amor sarmientina: su madre, doña Paula: «La madre -desgrana en Recuerdos de Provincia- es para el hombre la personificación de la providencia, es la tierra viviente a que adhiere el corazón, como las raíces al suelo». Esa mujer industriosa representaba para Sarmiento un anticipo de la mujer de la sociedad nueva porque «podía contar consigo misma para subvenir a sus necesidades». Pobres o criadas en la opulencia, esas mujeres provincianas se entregaban al trabajo en un clima igualitario. El trato de su madre con la zamba Toribia, una criada que no «podía prescindir» de tener hijos «no obstante la santidad de sus costumbres», era el de «dos amigas», «dos compañeras de trabajo» que reñían, disputaban, disentían y cada una «seguía su parecer, ambos conducentes al mismo fin»8. La madre es, pues, la que entreteje su vida: «La casa de mi madre, la obra de su industria, cuyos adobes y tapias pudieran computarse en varas de lienzo tejidas por sus manos».

La madre encabeza, entonces, la serie de mujeres de la familia. En esta hilada de la trama son muy importantes las hermanas, especialmente Bienvenida, su hija Faustina, su nieta Eugenia. Todas se distinguen por una presencia activa, por su inteligencia y por su dedicación a la enseñanza o al arte.

En 1836, doña Tránsito Oro de Rodríguez, dama piadosa y opulenta, le encargó la educación de su única hija. En 1840, Sarmiento pide la mano de la joven. Para eso escribe una carta a la madre. Sabe que no podrá contestar a las objeciones que van a oponerle. Precipita de antemano el desenlace pues, aunque no espere un resultado feliz, desea salir de la triste incertidumbre que lo atormenta. En efecto, Elena Rodríguez joven se casó con otro.

En 1839, apoyado por doña Tránsito y con el auxilio de su hermana Bienvenida había fundado el Colegio de Señoritas de la Advocación de Santa Rosa de América. Se conserva la constitución o reglamento escrito de puño y letra por Sarmiento en que se propugna una educación que combina ciencia, arte y labores, prácticas piadosas no compulsivas ni absorbentes, lenidad en las penitencias y la institución del «premio» como aliciente. Dichas constituciones establecen el vestido blanco como uniforme «para inculcar en el aula el principio de igualdad social»9. Ese fue el origen del guardapolvo blanco en las escuelas argentinas como símbolo de integración y unión del pueblo.

Pero sin sus amigas Mary Mann y Juana Manso, probablemente la historia de Sarmiento, y aun de Argentina, hubiera tomado otros rumbos.

Mary Peabody Mann (1806-1887), esposa del educador Horace Mann, propulsor de la educación popular y las escuelas mixtas, se encontró cinco veces en su vida con Sarmiento. La primera en 1847 cuando, de regreso del periplo Europeo, desecha el tipo de organización del viejo mundo y se deslumbra con las formas culturales y políticas de los Estados Unidos. Vuelve a verla, ya viuda, en 1865. Mary Mann lo presenta al filósofo Emerson, al poeta Longfellow, al hispanista Ticknor y lo conecta con el astrónomo Gould, fundador del Observatorio Astronómico de Córdoba y autor del primer mapa del cielo austral. Sarmiento la «considera encarnación del amor materno», su «ángel tutelar» y siempre se consideró su «afectísimo amigo», «su invariable amigo». Fue su consejera epistolar durante la presidencia y lo consoló tras la muerte de Dominguito: «Espero con mucho interés sus cartas -le confiaba- nunca más necesarias que ahora para fortalecerme y hacer menos penoso el desempeño de mis deberes10».

Otra corresponsal y amiga de Sarmiento fue Juana Manso (1819-1875). Autora de una Historia Argentina (texto escolar) y editora del Álbum de Señoritas (1854) y de los Anales de Educación Común (1865-1875), fue colaboradora leal y perseverante en la difusión de las escuelas mixtas. La correspondencia entre Sarmiento y Juana está referida siempre a la lucha por la educación común resistida por los sectores reaccionarios.

Juana Manso ofrece un caso extraño para su época: las cartas de amor entre mujeres. María Gabriela Mizraje, en el libro antes citado, sostiene que el «siglo XIX argentino conoció más de una manifestación de la sensualidad y afecto entre las mujeres, supo de una escritura idealista y cándidamente amatoria, de una retórica de clisé que autojustifica las expresiones amorosas no porque esté legalizando la homosexualidad sino porque todo lo que hay que temer del sexo existe en relación al varón, ya que ese es el único sexo posible»11.

 


III. Entre las sábanas12

Sarmiento vindicaba a la mujer «como inteligencia más que como seducción de los sentidos». Ese postulado construye la dialéctica de sus cartas de amor en que se descarna el permanente conflicto entre la pasión amorosa y los códigos del honor y la moral. Su intento de practicar libremente su erotismo, lo convirtió en objeto de difamación y escándalo. La seducción, que ya etimológicamente se relaciona con «separar», «desviar», se configura mediante la ocultación y el secreto. A pesar de ese rasgo peculiar, ofrece siempre flancos vulnerables sobre todo cuando se trata de un hombre público y comprometido con cambios profundos. Sarmiento llegó a clamar: «Seguramente se meten en mis sábanas porque es la forma más eficaz de destruir a un hombre».

De ahí que sea interesante considerar algunos aspectos de la carta íntima que, por corresponder al orden de lo privado, no es escrita para ser publicada y constituye, por lo tanto, un género discursivo primario, o sea, sin intención literaria. Su formato es fijo: la fórmula comprende siempre sólo un emisor y un receptor que difícilmente compartan su contenido con un tercero que, en todo caso, quedará comprendido en el secreto. Como en una carta de amor no se puede no decir yo, la autorreferencialidad es un rasgo pertinente. El yo es observador y observado, es juzgado, compadecido o comentado por él mismo: el enunciado es significante vivo del enunciador. Es una estructura va-i-vén en que el yo va y viene sin cesar desde-hacia sí mismo. Alberdi sostenía, en La Moda, que la carta es una visita a un ausente. En la carta de amor el síndrome del yo emisor es una aguda sensación del cuerpo de la amada, de la mujer determinada a la que va dirigida. Pero la respuesta será siempre diferida y reducida a la mera palabra sin voz, sin conversación.

Sarmiento era un gran corresponsal. Sus cartas ocupan varios tomos en las obras completas. Pero, como parte de la lucha política, llevaban implícita la intención de hacerse públicas, de alcanzar a todos sin distinción de receptores. Son cartas al borde de la literatura. Cuando uno se comunica por escrito no tiene más remedio que servirse del lenguaje y por lo tanto se deslizará siempre por una zona resbaladiza que puede impulsarlo a la intención literaria.

Ahora bien, sus cartas amorosas han sido veladas pudorosamente por sus biógrafos (Lugones, Rojas, Palcos). En el Museo Sarmiento, existen gran cantidad de cartas resguardadas de «otros ojos».

Cuando la revista La Quincena publicó en 1894 las cartas que vamos a comentar, Augusto Belín Sarmiento, nieto y editor de gran parte de la obra completa, negó la autenticidad de la primera carta. Los editores publicaron la versión facsimilar por toda respuesta13.

Las cartas de Sarmiento y Aurelia Vélez insisten con frecuencia en la necesidad de cautela. La misma comprendía a los actores y a los curiosos. No debían caer en manos de personas peligrosas para el prestigio de ambos. Téngase en cuenta que en ese tiempo los portadores de cartas eran viajeros en los que se pudiera depositar la máxima confianza y nadie estaba seguro de que el incipiente correo entregara la correspondencia directamente al destinatario.

Nuestro acceso a las cartas amorosas publicadas es, sin dudas, una forma de transgresión. Por otra parte, el destino de los originales es incierto: pudieron perderse, romperse o puede haber operado sobre ellos la censura. En cierto modo, publicar y leer cartas íntimas no sólo es una transgresión sino, a la vez, una agresión. Por otra parte las cartas están sujetas a la manipulación, selección y censura del editor. Los sentidos son los autorizados por el compilador cuya intermediación es incapaz de dar razón de las lagunas de un texto que no está dedicado a todo público. El lector debe hacerse baquiano en elipsis y sobreentendidos. Las entrelíneas ocultan intenciones secretas, alusiones casi imperceptibles para el mirón ajeno a lo que no puede ser sabido nada más que por los sujetos de ese diálogo diferido. En carta del 29/03/1868 Ida Wickersham, le cuenta que tiene el tiempo justo para: a) «escribir estas líneas a solas». Es una especie de encuentro furtivo y fugaz con un cuerpo ausente; b) las escribe «sólo para nuestros ojos»; c) sería peligroso que se mostrara a los «ojos de los otros». Escribir largo puede dejar hendijas para la mirada curiosa de otra persona14.

Ida Wickersham tuvo un breve contacto íntimo con Sarmiento. El resto es ausencia, separación de los cuerpos y la voz, y la necesidad imperiosa del aliento impreso en cartas. El 30 de setiembre de 1866 envía la primera carta a Sarmiento; la última, el 23 de abril de 1882. Las respuestas la hacen sentir feliz y se representa como incesantemente enamorada, entregada: «Soy como siempre suya»; «Recuérdeme como la misma de siempre. Suya»; «Soy suya, toujours, toujours». Para salvar la relación, acude a los más tiernos recuerdos, le representa sus encantos de mujer. En cierto momento, cuando Sarmiento era presidente, le pide que la incluya con las maestras que la señora Mann selecciona para Argentina. En otros, le pide que vaya a EEUU: «¿No sería agradable abandonar por un rato los asuntos de Estado y gozar de una aventura amorosa por las orillas del Brandywine?».

Las cartas de Sarmiento se han perdido. En las de Ida, cuando se exagera la intimidad, aparece desgarrado el papel y borroneados los párrafos comprometedores. Seguramente algunas cartas se extraviaron y otras fueron discretamente destruidas. En realidad las respuestas de Sarmiento implícitas en las cartas de Ida, revelan al hombre viejo, importante, obligado a la reserva y la prudencia. La impresión es que Sarmiento se esfuerza, a veces, por enfriar a Ida. Se daba cuenta que la distancia no llevaba a nada, le sugería que había resuelto apartarse de ella, que la estaba olvidando.

Ida era una joven puritana, casada con el doctor Wickersham y en 1865, cuando conoció a Sarmiento, tenía veinticinco años. Sarmiento tenía cincuenta y cuatro y andaba abrumado por la separación conflictiva de su mujer y los celos que le despertaba Aurelia Vélez.

El estilo del contacto entre Sarmiento e Ida puede ofrecer un ejemplo del funcionamiento de la insinuación como estrategia discursiva. Sarmiento escribía inglés con muchas incorrecciones. Ida, su maestra, se encargaba de la versión publicable. En 1867, Sarmiento escribe un artículo cuyo título traducido es «Puritanismo y whisky». Allí sostiene que el puritanismo es antivital, que los educados en la negación del goce de vivir no tienen más remedio que recurrir al alcohol y alaba la belleza de la mujer como una creación divina.

«A mí -postula- que me den lo que el puritano prohíbe: ¡placer! Hay que devolver el hombre a Dios. Pongamos vino en nuestras mesas, música en el aire, risa en la boca, fragancias en la nariz, colores, formas y curvas ante los ojos [...] Yo he comprado en París (¡yo, un hombre viejo!) una Venus de Milo de bronce, porque venero la belleza».

 

Ida corrige el texto y aclara: «aunque me obligan a someterme a las leyes de la sociedad creo que me gustaría una vida ardiente y salvaje, libre de sujeciones. De alguna manera me revelo contra la ley y el orden» (Anderson, 44-45).

Cuando Ida se divorcia «declara haber sido abandonada sin ninguna razón porque desde su casamiento en 1861, se ha conducido como una esposa fiel [...] soportando los defectos y errores de su marido y esforzándose en mantener la felicidad del hogar». El marido no respondió a la demanda y el juez dio la razón a Ida.

Sarmiento, en la base del busto de la Venus de Milo que compró en París, grabó esta inscripción: «A la grata memoria de las mujeres que me amaron y me ayudaron en la lucha por la existencia».

 


IV. Amor y soledad

Sarmiento confiesa que a los veinte años sus costumbres eran más o menos como las de todos los jóvenes. Entonces tuvo su primer romance. La chilena Jesús del Canto, también de veinte años, fue la madre de su hija Faustina. Hija amada que lo acompañó hasta el fin de su vida y aseguró su descendencia. Jesús del Canto murió al poco tiempo de nacer la niña que fue criada por su abuela materna doña Paula Albarracín15.

Al comenzar su segundo destierro en los inicios de la década del cuarenta, Sarmiento es acogido en Chile en la casa del anciano y opulento don Domingo Castro y Calvo casado con Benita Martínez Pastoriza. Sarmiento era habitué e íntimo de la familia. En 1845, año del Facundo, Sarmiento partió de Chile rumbo a Europa. El 25 de abril de ese año nace Domingo Fidel Castro y Calvo, Dominguito. En 1848, Sarmiento regresa. El viejo marido ha muerto y se casa con la joven viuda. Benita poco tenía de hermosa, era más bien fea. Pero buena patriota, ofreció un hogar y un lugar de reunión a los desterrados en Yungay, su finca.

Profesó un obsesivo amor maternal. Pero sufría la enfermedad de los celos: ni a sol ni a sombra dejó en paz a su marido. En el teatro, en las calles, con las «beldades» de la sociedad chilena o las negras de servicio, le hacía imposible la vida. En una carta a Mitre, Sarmiento se declara «alegre en la prisión de Yungay», retiro donde escribió algunas de sus mejores obras (Recuerdos de Provincia) y padeció la furia de Benita que era capaz de gritar y romper vidrios con el mayor estrépito. Cuando en 1852, se enrola en el Ejército Grande que derrocó a Rosas se sintió libre, también, de la tiranía de su esposa. Pero al regresar a Chile entró en un período de crisis. Se siente un muerto político. Para mostrarse a la faz pública, robustecer relaciones políticas y librarse de la prisión de la celosa Benita, logra regresar a Buenos Aires en 1855. Lleva vida soltero, hasta que en 1857 trae a su esposa. Poco tiempo duró la unión con su mujer y, en adelante, iba a vivir siempre con la sensación de que «la fea lo persigue». Con criterio actual, a lo mejor habría que considerar a Sarmiento una víctima de la violencia familiar.

Entretanto, había conocido al amor de su vida: Aurelia Vélez Sarsfield. Ella era veinticinco años menor y se mantuvieron unidos con muy pocos y alternados momentos de goce y encuentro, con ausencias y desgarramientos, hasta la muerte de Sarmiento. A los diecisiete años, Aurelia se había ido de la casa con el médico Pedro Ortiz Vélez, primo e hijo del secretario de Facundo Quiroga asesinado en Barranca Yaco. Se casan, pero a los ocho meses, acusada de infidelidad, el esposo la conduce a la casa de su padre y se la devuelve. Según la versión de Benita, «se casó embarazada de cuatro o cinco meses con un médico» y este «mató, a los meses de casada, al que creyó autor de semejante infamia»:

«Pues bien -relata en carta a un amigo-, esta es la escoria que ocasiona mi desgracia. [...] A los tres meses dos días de llegada. Para que Ud. se forme una idea de lo exquisito de mi vida. Vivo una casa de por medio de la de mi rival y viendo las señas que esa infame hace a mi marido y viéndolo a él entrar a la casa de ella; sólo viene a mi casa en el momento de comer».

 

Esto ocurrió, probablemente, entre 1858 y 1860. Escapando del infierno, Sarmiento se hace nombrar interventor militar en San Juan (guerra contra el Chacho) y en 1863 consigue la designación como Ministro Plenipotenciario en Estados Unidos. En sus cartas a Mitre habla de «la embriaguez que hace olvidar las penas»; cuenta que intenta galvanizarse un momento y «volver a sentir mi corazón palpitar». «Estoy enfermo -declara- y con el espíritu decaído» y observa su vida «con negro horror». Su sordera aumenta día a día, se siente viejo.

Aurelia había conquistado su corazón. Sabía inglés, tocaba el piano, se consideraba literata y era una mujer política, una «sufragista». Fue, a lo largo de su vida, una incesante viajera o tourista. Recorrió Europa, Palestina, Egipto, Montevideo, Río de Janeiro, Córdoba. Siempre dispuesta a ayudar o acompañar a Sarmiento.

La primera carta de Sarmiento, sin fecha, corresponde sin duda al momento de la huida a San Juan. Se siente obligado a «meditar» para contestar la «sentida» carta de Aurelia. Ante la pasión de la joven reconoce que ha debido «tenerse el corazón con las dos manos» para no ceder a sus «impulsos». Se autorreferencia como alguien que medita y no obedece al corazón para no entregarse a los impulsos tiernos, para «cerrar la última página» de «dos historias interesantes». «La que a usted se liga era la más fresca y es la última de mi vida». Dos historias se cierran: una, con el divorcio de Benita; otra, la de Aurelia, es la última de su vida. El clímax de renuncia se refuerza: «Desde hoy soy viejo».

Acepta la amistad de Aurelia (en realidad la ofrece): considera que a lo mejor serán más felices siendo amigos como no «pudo serlo nunca el amor» por las más «inexplicables contrariedades». Ella es la que corre los peligros, no quiere verla amenazada por los que no la comprenden y «por agentes que pueden salir de mi lado». Evidentemente hay ahí un sobreentendido y una referencia a feroz Benita. A todo esto debe agregarse el sufrimiento de los que tanto la aman. Se siente responsable de haberla expuesto a toda clase de males y, por eso, se siente capaz de enmudecer todo sentimiento egoísta.

Considera que la amistad será «tan sincera como fue puro el amor»: «en lugar de aborrecernos cuando ya no nos amaremos, poder estimarnos siempre. Sólo así gozaremos de la felicidad que hemos buscado en vano». Asegura que no conserva resentimiento a pesar de haber recibido de ella una carta «con explosión de desahogos no motivados». No se siente herido sino aliviado de un gran peso, cree que ella, al leer la carta, le creerá sus razones. Parece ser que la carta de Aurelia le planteaba un dilema, «dos caminos para llegar de nuevo a su corazón». ¿Cuáles eran esos caminos? ¿Huir juntos?, ¿la separación? Sarmiento elige la separación, «no son las espinas las que me arredran»: quiere salvar el prestigio de su amada. La estrategia ha sido declararse viejo, capaz de contener sus impulsos, de comprender los arrebatos de su amada, para salvarla de la ira de Benita, para salvar el buen nombre de los Vélez y, por si falta un argumento: «Desde hoy soy viejo». Cuando pueda, le promete «le daré el beso en la frente, que para este caso le tenía ofrecido».

Esta estrategia argumentativa no es habitual en Sarmiento: ha trastrocado la pasión en moderación. Sin embargo, hay otra pasión agazapada en texto. Sarmiento necesita ser austero y de vida íntegra: sus aspiraciones políticas le exigen «tenerse el corazón con las dos manos».

Del relato de la segunda carta (1861), surge que Sarmiento se encontraba en Mendoza. Es una respuesta a «tu recelosa» carta. El tratamiento ya no corresponde a la serena amistad (usted), sino a un íntimo tuteo. El texto organiza un contrapunto de deícticos: tú, te, tus se enfrentan a me, mi y a un sujeto tácito en primera persona (yo) que encabeza una serie de interrogaciones. En realidad no interrogan, plantean probabilidades que, bien leídas, son excusas. Sin embargo, la dominante está dada por la primera persona del plural. Aurelia le reprocha su silencio y le recuerda sus obligaciones; él se siente consolado con los «reproches inmotivados» pues que peor fuera que mostrara tibieza en su afecto: «Tanto, tanto hemos comprometido que tiemblo que una nube, una preocupación, un error momentáneo, haga inútiles tantos sacrificios». La cautela dificulta la comunicación, la intermediaria no es segura: «tu amiga me alarmó con prevenciones que me hicieron temer un accidente, pues ella anda muy cerca de las personas en cuyas manos una carta a ti, o tuya sería una prenda tomada».

Como entre líneas, se leen reproches de Aurelia en que invoca los años pasados juntos, Sarmiento da rienda suelta a sus sentimientos:

«No te olvidaré porque eres parte de mi existencia; porque cuento contigo ahora y siempre. Mi vida futura está basada exclusivamente sobre tu solemne promesa de amarme y pertenecerme a despecho de todo [...] Esos años que invocas velan por ti y te reclaman como única esperanza y alegría en un piélago de dolores secretos que tú no conoces. [...] Necesito tus cariños, tus ideas, tus sentimientos blandos para vivir [...] Atravieso una gran crisis de mi vida. Créemelo. Padezco horriblemente, y tú envenenas heridas que debieras curar. Al partir para San Juan, te envío mil besos, y te prometo eterna constancia. Tuyo».

 

Recurre así la figura retórica de la conmiseración con el propósito de persuadir al otro mediante el recurso de la compasión. Alude para ello a las «heridas», a la «gran crisis de su vida»: es decir a la que envenena su vida. Sarmiento había definido así a su mujer: «el amor era en ella un veneno corrosivo que devoraba el vaso que lo contenía». Entre lamentos y promesas, queda flameando una palabra: «tus ideas». En realidad Aurelia va a ser la principal promotora de su campaña presidencial. Desde Estados Unidos, confiará en sus relaciones, sus gestiones, su capacidad de movilizar adherentes.

La contestación de Aurelia es una muestra de poder femenino, de capacidad para centrar el amor en un nudo de significado que es, a la vez, contrato social y núcleo de energía. La palabra clave es fianza, que es el sema central de estos dos opuestos confianza/desconfianza. Las dudas y desconfianzas, dice, son «indignas entre nosotros»: «Haya paz entre nosotros y sobre todo confianza. Yo la he tenido absoluta en ti, y no es sin razón que lo exija para mí». El desenlace de la carta es una fervorosa poética de la ausencia y una renuncia a ser comprendida:

«Te amo como no he amado nunca, como no creí que era posible amar. He aceptado tu amor porque estoy segura de merecerlo. Sólo tengo en mi vida una falta y es mi amor a ti. ¿Serás tú el encargado de castigarla? Te he dicho la verdad en todo. ¿Me perdonarás mi tonta timidez? Perdóname, encanto mío, no puedo vivir sin tu amor».

 

Desde Estados Unidos Sarmiento escribe cartas en que asegura que ha renovado su campaña «con nuevo brío», habla del proyecto del observatorio astronómico en Córdoba, narra sus impresiones, describe embelesado la belleza de Ida su comedida profesora de inglés, prodiga alabanzas al país del norte, vilipendia las costumbres sudamericanas que hay que cambiar, se deslumbra con la vista de «palacios, árboles, carruajes, flores y letreros dorados», la consulta sobre la conveniencia o no de hacer cambios en Facundo de acuerdo a las exigencias de su traductora, Mary Mann. Resuelve seguir el consejo de Aurelia: «No tocaré con mi trémula mano de viejo a mi juvenil Facundo para complacerla a usted cuyo juicio y cariñosa tutela respeto y acepto».

Durante la presidencia de Sarmiento Aurelia emprendió los viajes a que ya hemos aludido como un modo de descomprimir escándalos. Desde cada lugar, enviaba notas descriptivas y de impresiones que Sarmiento publicaba tras corregir, lleno de amor, las pruebas de galera. Estaba convencido del talento literario de Aurelia y la alentaba en su aventura de escritora. En los últimos años de su vida fundó El Censor donde publicaba los artículos de una «dama argentina», «las cartas de la viajera cuyos medallones han gustado tanto, menos por lo que describe que por el sentimiento y el recuerdo que la inspira».

Una vez concluida su presidencia, Sarmiento solía refugiarse en las islas del Delta, su querido Carapachay. Navegaba por los riachos y, a veces, llegaba hasta San Pedro. No era mera casualidad, allí tenían una finca los Vélez; acude a Jesús María a despedir los restos de Rosarito Vélez y llama a Aurelia con el cariñoso apodo con que la nominaba la hermana muerta: «la Petiza»; peregrina a Rosario de la Frontera en busca de las aguas salutíferas seguido siempre por la sombra silenciosa de su amada. Groussac, en El viaje intelectual, cuenta que, en Montevideo, Sarmiento lo recibió en una salita del hotel donde se hospedaba: «con la amable presencia de doña Aurelia Vélez». Eran las diez de la noche.

En sus cartas, el viejo amante la hace participar tanto de la muerte de uno de sus pajarillos amarillos como del análisis de lejanos textos chilenos escritos en el destierro. Es una didáctica de la praxis discursiva marcada por ars dicendi erótico que abarca la vida en su integridad. A los setenta y cuatro años le cuenta a Aurelia su esperanza de «gozar y sentir la vida del otoño en la naturaleza»: habitaba en una isla del Delta y se excusa de describir con detalle el muelle porque le manda una fotografía que lo describirá mejor: «transmitirá imágenes reales y sin retoques de pincel». Sin advertirlo, está planteando el problema del realismo.

Sarmiento murió en Asunción, solo, clamando por la presencia de Aurelia que, si bien viajó y lo acompañó, al mes debió regresar a Buenos Aires. Un pariente era el encargado de enviarle todos los días un telegrama informando sobre la salud de su amado. Esto sucedió hasta el 8 de setiembre. Ese día se interrumpieron las comunicaciones por las grandes tormentas. El 11 nadie, en Buenos Aires, se había enterado de la muerte de Sarmiento.

Aurelia Vélez, vivió hasta los ochenta y ocho años. Murió sola y memoriosa en 1924. Ya habían saltado a la consideración pública Victoria Ocampo, Nora Lange, Lola Mora, Alfonsina Storni. Las mujeres de su clase manejaban automóviles, vestían pantalones Chanel y se estaban acostumbrando a «a hacer su vida». La joven Aurelia, en su tiempo, enfrentó un muro de incomprensión y prejuicios; cuando las barreras comenzaron a caer ya no era su tiempo.

Ahora nos preguntamos, ¿qué sentido tienen para emprender la travesía de la textualidad sarmientina estas historias de amor? Esto nos obliga a reincidir en figura del tejido que no sólo ofrece la horizontalidad de los cruces de urdimbre y trama, sino que nos desafía también con un derecho y un revés, con lo que vemos y lo no visible e imperfecto. Lo que primero que nos sale al encuentro es el mero fenómeno, la ostentosa superficialidad de la trama. Es decir, lo que se nos ofrece como red de significados es lo tramado. Hace más de un siglo que intentamos desenredar, en Sarmiento, un tejido ya deshilachado, con los rastros casi borrados. Nos limitamos a trabajar con los significados que, como predica su carácter de participio pasado, nos refiere lo ya fijado en un tiempo anterior y se nos presenta como un laberinto o sistema infinito de permutaciones en una pieza cerrada, oscura y sin claraboya. Si leemos al revés (Scalabrini dixit) tenemos a veces, la posibilidad de descubrir, como Calíbar los rastros imperceptibles para otros ojos, los nudos que atan y desatan la trama, o sea, los hilos secretos de la historia. Son centros de energía, son significantes (participios activos) en donde todo está haciéndose y deshaciéndose a la vez. Anudar y desanudar esas centrales nucleares del poder de la palabra es una tarea solitaria que parte del rastreo de un cuerpo ausente cuyo llamado pone en movimiento los significantes latentes. Ellos son el motor de una praxis textual que sólo tiene sentido si es, a la vez, una praxis histórica.

En su diario de viaje (Nueva York a Buenos Aires) Sarmiento se niega a cumplir el pedido de Aurelia para que describa sus impresiones sobre Francia. ¿Cómo ocuparse de nuevo de la magnificencia y variedad y París? El presente está prefigurado en el pasado pero sólo cuando ya es pasado. Sería una redundancia inútil reescribir a uno de los protagonistas de sus Viajes. Además ese lejano diario evoca a París, pero también la figura acosadora de Benita. Decide, entonces, describir el viaje que está realizando, donde el viajero es enunciador y enunciado, y lo que se está escribiendo sólo admite una lectura para una lectora única:

«[...] y dedicado a usted sola la lectura, dale seguridad que para llevar a cabo la idea, a toda hora del día ha de estar presente usted en mi memoria. Viviré, pues, anticipadamente en su presencia, y cada escena que describa, tendrá a usted como espectador, complacido acaso de recibir este diario tributo».

La presencia incesante de la amada en el acto de la escritura, justo en el momento en que viene hacerse cargo de la presidencia, es un desatanudos oculto y libera una masa de afectos necesaria para crear, pensar, organizar, imaginar y desocultar los significantes encargados de transmitir y multiplicar la vida futura. Lo carnal, reprimido o expandido, la potencia del impulso sexual exige así su participación para explicar la realidad, para toda representación biológica, filosófica o religiosa.

Aurelia, activa en la mente y el corazón del viajero es el eterno femenino. Algunas veces, es la fidelísima Penélope; otras Circe, la hechicera. ¿Por qué no Calipso, la «ocultadora», que guardó a Ulises durante siete años o la funesta Helena portadora del amor y la guerra? ¿Y si fuera Nuestra Señora, artesana de los nudos misteriosos de los rosarios de las madres o dedicada a desatar esos nudos que, según Sarmiento, no pudo cortar la espada? Se trata en todos los casos de figuras del eterno femenino. Sólo que, para que sea fecundo, lo indeterminado debe determinarse16 (aun como ausencia y nostalgia) en un cuerpo sexuado de mujer, pero geocultural, es decir, históricamente situado.

Ahora bien, tal destino no suele tener consideración alguna con nuestras pobres y efímeras biografías individuales. Como en el caso de Aurelia y Domingo, pudiera suceder que hasta en el momento de su mayor poder psíquico y moral, las uniones más estrechas y profundas estuvieran destinadas a estrellarse con un muro infranqueable y último: la soledad. (Fuente: www.cervantesvirtual.com)

Citas

1 Cfr. La Moda, Gacetín Semanal de Música, de Poesía, de Literatura, de Costumbres, n.º 5, 16 de diciembre de 1837; n.º 6, 23 de diciembre de 1837; n.º 7, 3 de enero de 1838; n.º 9, 13 de enero de 1838; n.º 14, 17 de febrero de 1838; n.º 15, 24 de febrero de 1838.
 
2 Cfr. Mizraje, María Gabriela (Selección y prólogo), 1993, Mujeres. Imágenes Argentinas, Buenos Aires, Ediciones Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos. Cfr. et. Thompson, Mariquita Sánchez de, 2003 (Comp. María Gabriela Mizraje), Intimidad y política. Diarios, cartas y recuerdos, Buenos Aires, AH (Adriana Hildalgo Editora).
 
3 Cfr. Bombini, Gustavo, 2001, El Gran Sarmiento. Las cartas que develan al hombre de acción y su intimidad, Buenos Aires, Editorial El Ateneo.
 
4 Cfr. Bombini, cit. p. 72.
 
5 Cfr. Sarmiento, Domingo Faustino, 1993, Viajes por Europa, África y América 1845-1847 y Diarios de Gastos, Buenos Aires, Coedición FCE, Colección Archivos, p. 125. En su diario de gastos se consignan dos «orgías». En Mainville (15/06/1846) dice: «orgie», 13.50 francos, p. 486; en Madrid (13/10/1846) dice: «orjía», 40 reales de vellón, p. 506.
 
6 Cfr. Anderson Imbert, 1968, Una aventura amorosa de Sarmiento, Buenos Aires, Losada.
 
7 Cfr. Lugones, Leopoldo, 1943, Antología de la prosa, Buenos Aires, Centurión.
 
8 Cfr. Sarmiento, Domingo Faustino, 1948, Mi defensa. Recuerdos de Provincia. Necrológicas y Biografías, Buenos Aires, Editorial Luz del Día, 126-140.
 
9 Cfr. Sarmiento, Domingo Faustino, 1939, Constitución del Colegio de Señoritas de la Advocación de Santa Rosa de América, reimpresión facsimilar, Buenos Aires, Guillermo Kraft Ltda.
 
10 Ciento ochenta cartas de Mary Mann a Sarmiento entre 1865 y 1881 fueron publicadas bajo el título de Mi estimado Señor por la Fundación Victoria Ocampo. Mann, Mary, 2005, Mi estimado Señor, Buenos Aires, Fundación Victoria Ocampo.

11 Mizraje, María Gabriela, cit. p. 11.

12 La principal información que utilizaremos proviene de las siguientes fuentes: Bombini, Gustavo, 2001, El gran Sarmiento. Las cartas que develan al hombre de acción y su intimidad, Buenos Aires, Editorial El Ateneo; Sarmiento, Domingo Faustino, 1961, Epistolario Íntimo (tomo 2), Selección, prólogo y notas de Bernardo González Arrili, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentina; Fariña Núñez, Porfirio, 1935, Los amores de Sarmiento, Buenos Aires, Editorial Tor, Ediciones Argentinas «Cóndor»; Anderson Imbert, Enrique, 1968, Una aventura amorosa de Sarmiento, Buenos Aires, Losada; Bellota, Araceli, 1997, Aurelia Vélez: la amante de Sarmiento, Buenos Aires, Planeta.

13 La Quincena, revista, tomo III, p. 395, Buenos Aires, 1894.

14 Cfr. Anderson Imbert, cit. pp. 22-23.

15  «Cuando Sarmiento realiza su postrer viaje al país hermano en 1884, deposita personalmente un ramo de flores en la tumba de la mujer gracias a la cual se perpetúa su familia».

16 Un académico riguroso hablaría aquí de una rearticulación entre teoría y praxis en la disolución de los determinismos que operan las desconstrucciones y análisis sobre género.

GALERIA MULTIMEDIA
La foto es de 1863 y muestra a Domingo Faustino Sarmiento en la época en la que fue gobernador de San Juan. Había cumplido ya 52 años y mostraba un bigote canoso y la calva que lo acompañaba desde joven. Sarmiento llegó solo a San Juan, tras haber sido ministro de Mitre en Buenos Aires. Su esposa Benita Martínez Pastoriza permaneció en Buenos Aires. Dominguito, en cambio, lo visitaría en su etapa de gobernador. (foto: Fundación Bataller)
Aurelia Velez Sarsfield.
Benita Agustina Martínez Pastoriza, fue la esposa de Sarmiento y madre de Dominguito (Foto: www.findagrave.com)