¿Qué sería de la vida, qué de la humanidad, si no existieran ciertos seres privilegiados, que, con su ingenio y sentido del humor, no se encargaran de salpimentar el soso manjar del vivir?
Hombres como Oscar Wilde, Bernard Shaw, Macedonio Fernández, Quino, y tantos, que no es el caso enumerar, merecen el agradecimiento eterno de los pueblos. Tanto, al menos, como los benefactores del calibre de un Pasteur, Salt, Fleming, Einstein, Franklin y tantos otros. Pues si estos contribuyeron a curar nuestro cuerpo y dar comodidad a nuestras vidas, los primeros ayudaron a curar nuestro espíritu del terrible flagelo de la seriedad. ¡La seriedad es un mal peor que las pestes y las guerras y mucho temo que le será más fácil entrar al cielo a un guerrero que a un engolado!.
Felizmente para todos nosotros, en todos los tiempos y en todos los pueblos, existieron esos artesanos de la fantasía. Esos juguetones gnomos que alegran nuestra existencia. Y que con insólitas ocurrencias nos hacen olvidar de la seriedad de lo serio. ¡Si, la seriedad de lo serio! Y si usted lector, no entiende esa frase, es mejor que no siga leyendo. Por que se va a morir de aburrimiento... y yo de lástima.
Debo aclarar que la fantasía es parienta cercana de la mentira. Se diferencian en que la primera persigue un fin constructivo, edificante y la segunda, actúa impelida por fines bajos y subalternos. Bueno, aclarado esto, vamos al tema:
Aquí, en San Juan, siempre han existido esos gnomos que con el tiempo iré haciéndolos conocer. Empecemos por uno.
Se llamaba (ya se nos fue) Gaspar Kid Campbell. Fue funcionario de la Secretarla de Agricultura y Ganadería de la provincia. Era muy idóneo en sus funciones. Pero, lo arrastraba su espíritu juguetón y a la seriedad de sus funciones la salpicaba de ingeniosas bromas que, imagino, hacían tolerable el vivir que, como el de Campbell, no era para horarios ni inútiles compromisos.
Una vez tuve la suerte de acompañarlo en una gira de inspección por el campo y le contaré algo de lo que pasó.
En la primera finca que visitamos, encontramos al dueño afirmado al alambrado del corral y observando muy preocupado un caballo de tiro, que deslucía muy tristón y enfermizo.
Campbell se mostró muy interesado en el enfermo e interrogó al dueño sobre qué le pasaba al animal. “No sé, hace varios días que se viene abajo. Cada día está más triste y parece que no tiene remedio. Yo creo que se va a morir —dijo el de la finca— y fíjese que no es tan viejo, ¡apenas tiene siete años!”.
Don Gaspar empezó a darle vueltas y observar el animal y en una de esas dijo: “Sí, está enfermo. ¡Pero yo se lo voy a curar!. “Pues me haría usted un gran favor, porque es un animal de tiro que ha sido muy bueno —dijo el afincado— aunque ya vino un veterinario, le recetó unos remedios, pero, ya ve usted... ¡el pobre se muere!”.
Ha se va a morir nada, haga lo que yo le diga y el catato te pondrá bien”, aseguró con firmeza Campbell.
“Haré lo que usted diga, señor, pues tengo mucho interés en conservar esta bestia’’. “Bien —indicó Campbell? — esta noche y durante diez días, armelé en el corral especie de colchón de pasto. '
Así lo hizo el afincado. A los doce días volvimos a la finca. El caballo estaba sano, desconocido de lustroso y gordo, desparramando salud. El de la finca le agradeció a Campbell, le regaló unos pollos y unos choclos y pegamos la vuelta.
En el camino, intrigado le pregunté a Gaspar: "¿Qué tenía el caballo, cómo sabía que se iba a curar?". Y él, ensayando una sonrisa burlona, que solía usar me dijo "El caballo se estaba muriendo de hambre. Lo primero que observó en el corral cuando vinimos, era que no habla ni rastros de alimento. Y si a un caballo hambriento usted le hace un colchón de pasto, lo primero que hará es ponerse a comer hasta hartarse, ¿no le parece?”.
“¿Y el masaje en el lomo para qué?, pregunté. ¿Ah, eso... es que imagino que hasta a los caballos, cuando están satisfechos, les ha de gustar que les soben el lomo... ¿no le parece?.
Ahora digo yo: ¿A los jubilados, no les estará haciendo falta la cura del caballo … y que les froten el lomo con una punta de espalda bien jugosita? Otra vez Campbell fue destinado a hacer una inspección para el control de la aftosa... Y para la sierra de Elizondo nos fuimos.
Después de visitar varios establecimientos vallísticos, caímos un atardecer a un puesto de cabras, bastante importante, en las sierras de Elizondo. Era la oración y las cabras, en pequeños hatos, venían bajando por los faldeos hacia el corral donde pernoctaban.
Estábamos con el dueño de casa, Elizondo, creo, bajo la ramada de una galería. Tomábamos mate, hablábamos del tiempo y Campbell explicaba la misión que lo había llevado: Inspeccionar el ganado para un censo que se estaba haciendo.
Cuando toda la majada había bajado, nos arrimamos al corral, que era bastante grande y estaba más que mediado de cabras; yo, sin ser baqueano, calculaba más de setecientas cabezas. El lánguido balar llamando a las crías, el delgado polvillo que se levanta cuando lentamente las cabras van buscando sus lugares para pasar la noche, el primitivo, acre y telúrico olor del guano y la hora, en que los ánimos decaen, y el espíritu aquieta sus ansias y se va acomodando para el descanso, hacían del lugar y el momento, un bucólico cuadro de primitivos y simples pastores al ángelus.
En eso, y yendo a su trabajo, Campbell le dice a un • chiquillo que oficiaba de pastor, de unos doce años, “¡A ver, pibe, traeme esa cabra enferma!, mientras con el mentón hacía una seña hacia el rebaño. El chico se internó en el corral y a los pocos instantes cayó de vuelta, medio arrastrando una cabra que renqueaba y se veía enfermiza.
“jAjá! —dijo Campbell— ¿hay muchas como esta?”. No, señor, debe ser la única. {Bueno, mátenla, que la voy a llevar para hacerle un análisis!
Y así fue: mataron la cabra y la cargaron en el yip. Nos despedimos de la gente y rumbeamos a San Agustín, donde pasaríamos la noche. Fue entonces que pregunté a Campbell: ¿Cómo hizo para descubrir una cabra enferma entre tantas, y ya medio oscuro?. Y él (otra vez la risita) me contestó. No, yo no sabía si había alguna enferma entre tantas, pero es simple suponer que entre setecientas cabras, alguna debe estar enferma". Si, -le conteste- pero usted la señaló con el mentón. "¡No hombre, señalé el montón, el que sabía que cabra estaba enferma era el pibe!"
¡Bendito Dios, que cada día se aprenden cosas nuevas! ¿Y de que estaba enferma?, pregunté. Había entrecerrado los ojos y tardó un rato en contestarme: "Yo creo que está enferma de ganas que se la coman... Y así a de ser; mañana le daré el gusto en la parrilla!". ¿Qué, no está enferma?. "Un machucón y unas garrapatas nomás". Con barberita que llevábamos, salió bastante rica. Esa cabra, al menos, no figuró en el censo.