El cementerio


El cementerio, en la época estudiada, era un espacio público que cobraba significación social y familiar en las fechas de aniversarios de la desaparición de ascendientes familiares y en las conmemoraciones del 1 y 2 de noviembre de cada año, donde la visita a las tumbas familiares era superadora de las diferencias sociales para unir a los sanjuaninos en la plegaria.

 
La costumbre cristiana de enterrar los restos mortales en las adyacencias de las iglesias fue de uso corriente en la provincia hasta 1834. Ese año el cementerio de la ciudad que se encontraba adjunto a la iglesia de Santa Ana, frente a la Plaza Mayor (sobre hoy calle B. Mitre) en un terreno anexo de un cuarto de manzana que tomaba hasta la esquina de Mendoza y Mitre, fue arrasado por una gran creciente del Río San Juan. Esa gran inundación que sufrió el casco urbano obligó al entonces gobernador Martín Yanzón, a ordenar el traslado de los restos expuestos a un “lugar alejado” de la población donde funcionaba el Hospital de San Juan de Dios y la Capilla de Santa Bárbara en el Departamento de Desamparados.

 
Las obras del cementerio se realizaron con lentitud quedando habilitado recién en 1837.Desde esa fecha hasta 1858 convivieron el hospital y el cementerio en un mismo espacio. Con posterioridad el hospital se trasladó al radio capitalino y nuevas obras de refacción dieron uso exclusivo del solar para cementerio de la capital y departamentos aledaños.

 
Los gobiernos posteriores dieron a este espacio una atención especial, llegándose desde la ciudad al cementerio por una hermosa calle arbolada de sauces con sus acequias laterales denominada Calle de la Paz, que corría desde la actual Calle Salta hasta Las Heras. La Estación del Ferrocarril General Belgrano cortó la fluidez de la circulación de hermosa calle, posteriormente la apertura y pavimentación de Calle Las Heras borraron el acceso de Calle de la Paz. Sin embargo hasta 1920 las vistas representativas de la ciudad la tenían como una de las calles más bellas y tradicionales de San Juan.


La necrópolis estaba compuesta de dos sectores, el monumental y el “antiguo”. En este ultimo las tumbas decimonónicas y las más humildes manifestaciones de arte funerario alternaban con galerías de nichos en las paredes laterales construidas a partir de 1917 por el municipio. El sector adornado de añosos pinos y cipreses no dejaba de tener una estética dignidad ocupando el sur este del camposanto.

 
El sector monumental, estuvo localizado hacia el sur del anterior. Desde la inauguración del nuevo cementerio las familias patricias habían tratado de perpetuar a sus muertos con monumentos y panteones conmemorativos; costumbre que siguió con más lujo con el conglomerado criollo inmigratorio de clase alta desde fines del siglo XIX y principios del XX. Durante este período comenzó a desarrollarse una nueva arquitectura funeraria, predominando el rico mármol, las tallas, estatuas angélicas y vitrales decorativos, la mayoría de las veces importados de Europa, convirtieron el espacio en un lugar solemne con rituales de recogimiento y elevación espiritual.
Al cumplir su centenario en 1937, el Cementerio de Capital era para sus habitantes un espacio del que se enorgullecían.
“Nuestro cementerio es un digno exponente de nuestro progreso, de nuestra cultura y de nuestro afecto por las generaciones ya desaparecidas y que allí descansan eternamente. Es de hacer notar que durante su siglo de existencia mucho se ha hecho en el sentido de hermosearlo y es actualmente uno de los mejores y más bellos que existen en la República”

 
Para la década del treinta, la necrópolis de la capital era el cementerio único de ejido urbano y los departamentos aledaños. Lugar de rituales combinó lo sagrado con lo profano.
Era tradicional en los dos primeros días de noviembre la celebración de Todos los Santos y el Día de los Muertos, llamada popularmente “la fiesta del cementerio” o “fiesta de las ánimas”. A este lugar se concurría, desde todos los ámbitos de la provincia para ofrecer a los antepasados la plegaria, la ofrenda de flores y cirios.

Era tradición que la familia, especialmente la que se trasladaba desde los departamentos aledaños y un poco más lejanos, hiciera de este día una jornada de largo paseo, asentándose a la sombra de los árboles de la Calle de la Paz o de las cercanías del Parque de Mayo. Una vez concluidos los ritos funerarios, se desplegaban los manteles salía a relucir la comida preparada para tal evento, con el consiguiente acompañamiento de buen vino sanjuanino.

 
La “fiesta del cementerio” entornaba el espacio aledaño al sitio de numerosos puestos de flores, adornos, semitas de chicharrones, sopaipillas, tortas fritas, pasteles, empanadas, humita en chala, roscos, pestiños, churros, buñuelos y otras reposterías caseras, junto con refrescos y algunas libaciones menos inofensivas.
La tarde se completaba con el “mate en rueda”, que entorpecían la fluidez del tránsito de vehículos y peatones, ocasionando un confuso clima de fiesta y agravios personales que podía terminar con riñas y detenidos.
Todos los gobiernos bloquistas toleraron esta costumbre popular haciendo caso omiso a las fuertes críticas de la oposición.
La tradición comenzó a extinguirse en 1934, durante el gobierno de don Juan Maurín, cuando el intendente Baistrocchi prohibió la venta de vino, cerveza y licores en los puestos que se ubicasen en las adyacencias del camposanto, la prensa partidaria comentaría entonces:
“La medida no pudo ser más acertada pues resulta de verdadera profanación convertir un lugar propicio a la congoja y la veneración a los muertos, en campos de jarana y borrachera. Todos los años veníase produciendo el cuadro indígena de la farra en el cementerio. La chinada ebria hacía de las suyas, penetraba en el cementerio, destruía cosas que encontraba a su paso y daba espectáculos que sublevaban la conciencia”

 
En este párrafo se enfrentaban las dos culturas que luego veremos, por ahora señalaremos solo el uso de palabras denostadoras tales como “campo de jarana y borrachera”, “imagen indígena” y “chinada”, que marcaban diferencias sociales entre los “otros” y las “clases cultas” que habían recuperado el control político de la provincia.

 
Para 1935, el gobierno provincial emitió el decreto reglamentario de la Ley 623 por la cual se ordenaba erigir un monumento a los caídos en la revolución de febrero de 1934. Por el mismo se convocaba a un concurso para realizar el proyecto con tres premios $1500; 500 y 200 respectivamente para los ganadores.2 El certamen fue ganado por señores: Morchio y Souberian, pero no llegó a realizarse.
Hacia mediados de la década del treinta, a semejanza de otras ciudades del interior del país con población creciente, comenzó a notarse que el viejo cementerio ya había quedado encerrado por el espacio urbanizado y con pocas posibilidades para ampliaciones mayores. Entonces empezó sentirse la inquietud del hacinamiento y la pugna por los escasos sitios sin construcción, indudablemente que dadas las condiciones de desigualdad económica los más carenciados saldrían perdiendo a corto plazo, el conservadorismo encaró el problema de tres maneras:


1. Dejar el Cementerio Municipal, solamente para mausoleos y nichos (idea vigente en toda la época y aún hoy), habilitando otro en Las Chimbas o Marquesado, preferentemente en terrenos calizos y pedregosos, que servirían de desinfectantes naturales, “hasta por razones de salud conviene llevarlos a mayor distancia, ya que los microbios de tantas enfermedades encuentran en los cementerios sitios fáciles de propagación”1. Este cementerio sería para toda la provincia, pero en realidad el discurso estaba orientado, debía leerse: “para quienes no pudieran mantener mausoleos u nichos en capital y zonas aledañas”.

2. Implantar un servicio de crematorio que innovaba, especialmente para los más indigentes, los cánones tradicionales del respeto y la intangibilidad del cadáver en nombre del progreso. Así leemos en el fundamento del proyecto:
“ La propuesta en el fondo, es buena porque al ponerla en práctica se descongestionaría nuestra necrópolis y se evitaría esa costumbre, que es una verdadera profanación, de hacinar los despojos humanos, cuando los deudos han desaparecido y de arrojarlos a la fosa común. Cada deudo tendría la ceniza de los seres queridos al alcance del cuidado familiar, y no habría el peligro que de un día a otro los restos desaparezcan, porque se careció del dinero para renovar el alquiler de un nicho.
Si lo tienen ya muchas ciudades del país no vemos la razón que medie para que nos quedemos rezagados y nos coloquemos al margen del progreso”2
La audaz idea, lanzada por un “grupo de vecinos” no identificados, se cubría ante la reacción de los objetores de conciencia, aclarando que: “la cremación no era obligatoria”, sino voluntaria por indicación del difunto, consentimiento de los familiares, o autorización judicial. De manera hiperbólica estaba planteando, descarnadamente, una práctica social cotidiana: el problema de los más pobres, que hasta después de muertos eran una carga económica para la familia, terminando en el osario común por falta de pago del canon.

 
3 La tercera opción era la ampliación del predio del Cementerio Municipal, opción que no era la favorita de la clase gobernante, pero ante la resistencia social a las dos alternativas anteriores tuvo que ser adoptada. En mayo de 1936, el Consejo Deliberante autorizaba la compra de unos escasos 20.000m2 de terreno por $25.000 (bastante caro para la zona) contiguos al cementerio para su ampliación.



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La Calle de la Paz