Leopoldo Bravo falleció el 4 de agosto de 2006 por la noche. El objetivo de este texto no es recordar su acción pública, ni juzgar el lugar en el que lo ubicará la historia. Tampoco caer en esa actitud tan sanjuanina de solo reconocer las virtudes de alguien cuando muere. Simplemente se trata de una pintura humana y familiar de uno de los políticos y gobernante de más larga trayectoria y que más profundamente marcó la vida provinciana en el último medio siglo.
“Su padre y su madre soy yo”
Abogado recibido en la Universidad de La Plata, Bravo tuvo su estudio en Buenos Aires, en las inmediaciones de Florida y Paraguay.
Había nacido el 15 de marzo de 1.919 y fue el mayor de tres hermanos hijos de madre soltera, aunque siempre se sindicó a Federico Cantoni como su padre.
Doña Enoe Bravo, su madre, era maestra, hija de un agricultor de Santa Lucía, asumió por sí el mantenimiento de sus tres hijos, a los que hizo estudiar carreras universitarias. Nunca se le conoció otro hombre. Siendo ya grande —contó don Leopoldo a quien esto escribe— le preguntó una vez a doña Enoe quién era su padre. Y ella le respondió:
—Su madre y su padre, soy yo.
En 1.996, don Leopoldo acompañado por su hijo Leopoldo Alfredo, visitaron El Nuevo Diario. El objetivo era hacerle una entrevista para el programa televisivo La Ventana que entonces emitíamos por TVO junto a Marcela Podda y Delfor Pérez.
En esa entrevista don Leopoldo habló de su madre.
—Siempre fue una mujer valiente y progresista, que se animó a enfrentar las habladurías de una sociedad tradicionalista que animaba sus tertulias con el chisme y el escándalo. En casa nunca fue un tema de preocupación ni tan siquiera de conversación la filiación. Tampoco sentimos la carencia de un padre. Ella llenaba todo. Tenía su carácter. Pero era abierta y moderna como para inculcarnos la fe católica e instarnos a leer y escuchar sobre todas las ideas. Y sobre todo, quiso que estudiáramos.
Cuando don Fico murió, el 22 de julio de 1.956, doña Enoe no se presentó en el velorio.
Ivelise contó que “al sepelio asistieron amigos y enemigos y políticos venidos desde diferentes puntos del país pero doña Enoe prefirió despedirlo sola, en su casa. Tenía una vieja foto en sepia del caudillo. La iluminó tenuemente con dos velitas y pasó la noche caminando por la casa o por el jardín, a pesar del frío, vestida de negro y rezando”.
Los hermanos de Leopoldo, Rosa y Federico, iniciaron un juicio de filiación tras la muerte de Cantoni, patrocinados por el doctor Alberto Lloveras. Leopoldo prefirió mantenerse al margen.
Quien esto escribe preguntó una vez a Bravo:
—¿Qué fue para usted don Federico? ¿Lo veía como a un padre?
—No, para mí era un jefe político.
Una carta que trajo cola
Bravo era un hombre seguro de sí mismo y con el aplomo necesario para enfrentar situaciones difíciles.
Su esposa, Ivelise Falcioni, cuenta esta anécdota que lo pinta de cuerpo entero:
“La madre de Leopoldo, doña Enoe, fue a saludarme y a conocer al nieto, acompañada por su hija Rosa y una empleada que tenían, Lala. Por esta muchacha me enteré de muchas cosas, para bien o para mal; era una chica simple que a veces hablaba de más, que hacía comentarios sin darse cuenta, sin dobles intenciones, o al menos es lo que parecía.
A través de ella supe acerca de una rumana por la que mi marido había intercedido directamente ante Stalin. Bravo, que con sus modales parsimoniosos pero firmes no padecía timideces de ningún tipo, le pidió a Stalin que interviniera para poder sacar a la rumana de su país porque quería casarse con ella. Así de simple.
El tema, a pesar de los años transcurridos y que el episodio tuvo lugar cuando Leopoldo y yo todavía no nos conocíamos, todavía me intriga. Sin embargo, lo justifico: él era joven, tendría treinta y tres, treinta y cuatro años, ¡a quién se le ocurre ir nada menos que ante Stalin con una cuestión así...!
Vaya uno a saber en qué estaría pensando Leopoldo, pero la autorización le fue concedida, según consta en una nota escrita por Leonid Maksimenkov y publicada en Pravda, el 8 de febrero de 1953, donde se detallan las circunstancias del encuentro y el diálogo entre el embajador argentino y Stalin. También estuvo presente el canciller Vishinski, Viacheslav Molotov y el secretario que transcribió el diálogo.
En su momento este encuentro despertó todo tipo de asombros y suspicacias, porque Stalin —el Generalísimo, como se dirigían a él— no concedía entrevistas a nadie, vivía prácticamente recluido, trabajaba de noche y se rumoreaba que no se mostraba en público ni se dejaba ver porque estaba gravemente enfermo. De hecho, falleció un mes después.
Ernesto Castrillón publicó en el suplemento “Enfoques” de La Nación, el 11 de mayo de este año, un artículo “Recuerdos de la Guerra Fría. Entrevista con Stalin” que no tiene desperdicio, acerca del encuentro Bravo—Stalin. Hay una posdata en la transcripción que Andrei Vishinski hizo de dicho diálogo, referida a la solicitud del embajador para que le ayudaran a liberar del cautiverio rumano a su supuesta novia y que dice así:
“Me dirijo a Su Excelencia Generalísimo Stalin como el amigo de Argentina y Rumania solicitándole que contribuya a que Margarita Ioana Stamatiad, asistenta de la facultad filológica de la Universidad de Bucarest (Rumanía) pueda obtener el permiso para viajar a Moscú porque quiero casarme con ella.
Es una muchacha discreta de una familia pobre, tiene principios democráticos.
En el momento actual está gravemente enferma y se encuentra en un hospital.
Solicito a Su Excelencia que haga gestiones ante el gobierno de Rumanía para que a esta muchacha le sea expedido el pasaporte correspondiente. Hasta el día de hoy el Ministerio de Rumanía no ha respondido a mi solicitud sobre el permiso de viaje para la persona indicada, a pesar de que esta solicitud fue enviada hace bastante rato.
Le estaré agradecido a Su Excelencia durante toda mi vida por la ayuda en este asunto.
Leopoldo Bravo.
Esto ocurría en 1953.
Un funcionario amigo de Stalin, Poskrebishev, después de la conversación con el embajador cayó en desgracia. Su lugar lo ocupó V. Chernuja. Precisamente fue él quien comunicó al Ministerio de Relaciones Exteriores de la URSS el veredicto de Stalin: “que el Ministerio de Relaciones Exteriores contribuye”, o sea, que se harían todas las gestiones necesarias para complacer al embajador argentino.
Leopoldo no se casó nunca con Margarita Ioana y tal vez su solicitud no haya sido más que un favor para esta muchacha, de los tantos que se hacían en esa época. Al abrir los archivos privados de Stalin, cumplidos cincuenta años de su muerte, éstos salieron a la vista del mundo”.
(…)
Más de una vez, acicateada por las dudas que siempre tuve acerca de la rumana Stamatiad, solía preguntarle a mi marido en un tono que quería ser de broma:
—¿Y Leopoldo... te gustan las rusas y las rumanas?
A lo que él habitualmente respondía, también en broma:
—Sí, claro, yo creo que cada hombre debería tener tres mujeres, es la cantidad justa....
Cuando Leopoldo conoció a Ivelise
Leopoldo Bravo conoció a quién sería su esposa, Ivelise Falcioni, en 1.958.
Ella era hija del coronel Alfredo Osvaldo Falcioni – que en los años siguientes al terremoto fuera jefe del RIM 22— y de Amalia Riscossa.
Ivelise había estado casada con un italiano, Fulvio Justino Lino Di Fulvio, abogado y doctor en Ciencias Políticas, con quien contrajo matrimonio en 1.956, tras recibirse de abogada y con quien vivió un año y medio en Italia.
Leopoldo e Ivelise se casaron por la iglesia en San Juan, en 1.970, una vez que la Sacra Rota le notificó, el 5 de diciembre de 1.969 de la disolución eclesiástica del primer matrimonio. Los padrinos fueron Dario Poggio Rinaldi y su esposa, Hermosilla Varela (Gringa), Martín Riveros y su esposa Matilde.
Poco después falleció Fulvio Di Fulvio y ya ella como viuda –recordemos que en la Argentina no existía una ley de divorcio—, un 27 de mayo, el matrimonio pudo casarse por el Civil. Cuando esto ocurrió ya Bravo había sido gobernador y la pareja había tenido seis hijos: Leopoldo Alfredo, Juan Domingo, Federico Jorge, Fernando Esteban, María del Valle y Alejandro Quinto. Todos nacieron en Buenos Aires.
Quién sería durante cuatro décadas el caudillo indiscutido del bloquismo y uno de los hombres más poderosos de San Juan, incursionó en la vida empresaria sin mucho éxito. Un empresario sin éxito
Tuvo una bodega en los años 70 como también otras propiedades. Entre las marcas que utilizaba en la bodega había un tinto Don Leopoldo y un blanco Ivelise.
Siempre se dijo que el hombre que lo ayudó en la adquisición de la bodega y lo asesoró fue don Quinto Pulenta, por aquellos años el empresario bodeguero más importante del país.
Don Quinto no sólo fue el padrino del menor de los hijos de Bravo sino que en su honor este lleva el nombre Alejandro Quinto.
Cuando don Leopoldo era embajador en la URSS, la gente encargada de la bodega tuvo problemas ante actuaciones del INV. El enólogo incluso fue detenido. Ante ello Bravo ordenó la inmediata venta del establecimiento y encomendó a Ivelise que se encargara del tema.
La señora vino a San Juan, se reunió con los Pulenta y otros asesores y finalmente vendió a Dumancich, conocido empresario de la construcción.
En la embajada con Cantoni
Pero no fue ni la profesión de abogado ni la actividad empresaria la que marcaron la vida de Bravo. Sus afanes estuvieron dedicados desde joven a la política.
Empezó a militar en el bloquismo a los 16 años. Pronto, sus estudios universitarios lo alejaron de la provincia, aunque venía contínuamente.
Antes de cumplir los 30 años ya era embajador. Había llegado a Moscú en febrero de 1.947 como consejero, acompañando a Federico Cantoni, designado embajador por Perón. Tras la renuncia del caudillo don Leopoldo ocupó el máximo cargo diplomático hasta que derrocado Perón en 1.955, regresó a Buenos Aires para abrir su estudio de abogado junto a dos amigos y al regresar a San Juan, a fines de los años 50, asumió la conducción del Partido Bloquista.
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Decisiones inapelables
Bravo no era un gobernador común.
En primer lugar porque era, además, jefe de su partido. Y en segundo término porque fue realmente un caudillo político cuyas decisiones eran inapelables.
No obstante, se lo recuerda como un hombre que sabía escuchar y gustaba estar perfectamente informado de todo. A propósito de esto se cuenta una
anécdota.
Durante su último gobierno, la primera reunión de la mañana don Leopoldo la tenía con el secretario general de la Gobernación —Luis María Uliarte—, el secretario privado y los directores de Ceremonial y de Prensa. En ella se informaba de todo y organizaba su agenda.
En el tiempo de la anécdota que relatamos estaba a cargo de Prensa un conocido periodista y dicen que esa mañana Bravo preguntó:
—¿Y...? ¿Qué tenemos hoy de nuevo?
—No sé... dígame usted qué tenemos de nuevo don Leopoldo... — fue la respuesta.
—Está bien, yo voy a averiguar qué hay de nuevo pero vos andá redactándome tu renuncia.
Cinco minutos más tarde, el profesional había dejado de pertenecer al equipo del gobernador.
Siempre jugó al poder
Don Leopoldo siempre rechazó las discusiones sobre temas ideológicos.
Detestaba la improvisación tanto como el trabajo sin objetivos muy definidos.
No daba puntada sin hilo.
Para él la política era acción, negociación, acuerdo. En síntesis, para Bravo la política no era un fin. El jugaba al poder. Y en ese sentido era lo suficientemente pragmático para adaptarse a la voluble vida política vernácula donde desde una pequeña provincia tenía que lidiar con gobiernos radicales, peronistas o militares.
—Con la Nación todo es posible menos someterse o llegar a la ruptura. A San Juan siempre le fue mal cuando enfrentó a la Nación—, solía decir.
Ese mismo pragmatismo es el que aplicó Bravo en su relación con la Iglesia Católica.
Por un lado, al igual que sus hermanos, había sido educado por doña Enoe en la doctrina católica.
Por el otro, eran famosos los desplantes de Federico y Aldo Cantoni contra la iglesia.
Bravo, durante sus gobiernos, apoyó económicamente a la Iglesia para la construcción de templos. Pero al mismo tiempo tuvo encontronazos con el obispo Italo Di Stéfano y hasta llegó a desafiar al Papa cuando el conflicto bélico por las Malvinas. Tampoco le importó vivir en pareja con una divorciada ni reconocer a sus hijos sin haber pasado por el Registro Civil.
Dueño de sus silencios
Como hombre que había viajado y estudiado la realidad de distintos países, don Leopoldo llegaba a admitir que “los sanjuaninos se han acostumbrado a esperar todo del Estado” pero al mismo tiempo, cuando ejerció el poder, fue uno de los mandatarios que designó a innumerables correligionarios en empleos públicos, les entregó viviendas o concedió jubilaciones o pensiones graciables.
Para Bravo, la vida privada y la pública eran dos caras de una misma moneda.
Asumió la política a tiempo completo, sin feriados ni domingos.
Su casa de la calle Mitre tuvo épocas en las que era poco menos que un comité, con gente que lo visitaba a toda hora.
Generalmente tuteaba a sus colaboradores pero era medido en sus expresiones aunque no dudaba en hacer oír su vozarrón y descalificar muy duramente a quienes osaban enfrentarlo.
Para quienes lo conocían, “Bravo había aprendido a no decir todo lo que pensaba; esto lo convertía en una persona enigmática, dueña de sus silencios”.
En sus últimas gobernaciones, Bravo vivió en la Casa de Gobierno.
La familia ocupaba dos casas. En una vivía don Leopoldo con su esposa y en la otra los hijos del matrimonio. Ivelice, a diferencia con las esposas de otros gobernadores, tuvo mucha actuación pública. Los viejos empleados de la Gobernación recuerdan que para Navidad la familia Bravo ofrecía un agasajo a todo el personal en los jardines de la residencia y para Reyes se invitaba a todos los hijos de funcionarios y empleados y se festejaba con una torta.
Muy ordenado en sus cosas
Bravo fue durante sus gobiernos muy ordenado con sus tiempos.
Su jornada comenzaba exactamente a las 8,30 y se prolongaba hasta las
13 cuando alguno de sus hijos (generalmente Leopoldo Alfredo – Polito— o Juan Domingo) lo buscaban para el almuerzo.
Regresaba a sus tareas a las 17 y continuaba en su despacho hasta las 21,30, hora en que se retiraba para cumplir con algún compromiso protocolar o político.
En las horas que estaba en su oficina, la actividad de Bravo era muy intensa, con reuniones programadas y cumplidas estrictamente en el horario. Además, el sábado era para Bravo un día laborable en el que también atendía gente.
Quizás como un resabio de sus tiempos en la vida diplomática, don Leopoldo era muy ordenado con los expedientes. Personalmente, los ordenaba sobre una pequeña mesita y prohibía a sus colaboradores que los movieran. “Quiero encontrar las cosas cuando las busco”, decía.
Su hombre de mayor confianza en los últimos gobiernos fue “Lucho” Uliarte, que era primo y mano derecha desde la poderosa secretaría General de la Gobernación.
Hombre de buen comer
A Bravo siempre se lo admiró por su buen comer. “Nada le hacía mal y cuando salía en campaña podía comer en una mesa con mantel, compartir el vino en un jarro de lata o probar diez comidas diferentes que le ofrecían”, recuerdan.
Sin embargo, tenía una debilidad: las habas con huevos fritos y jamón casero, una típica comida de las antiguas fincas sanjuaninas, que constituían una tentación que le hacía aceptar las frecuentes invitaciones de los viñateros amigos.
—Le he visto comer hasta una docena de huevos fritos directamente de la sartén —decía Ivelise— y nunca algo le hizo mal.
Su bebida preferida era el vino, aunque no rechazaba el pisco y el champagne. En cambio no era afecto a las bebidas blancas.
Como buen caudillo siempre estaba rodeado de gente que quería hablar
con él. Aunque fuera por un día a Buenos Aires, la mayor parte de sus colaboradores iba a despedirlo al aeropuerto y al regresar lo iba a recibir. Lo mismo ocurría en los actos públicos, a los que asistía acompañado por todo el gabinete.
“Era una persona que, igual que podía ser muy drástico ante una falta de respeto o de lealtad, te hacía siempre sentir bien. Escuchaba a sus colaboradores, se preocupaba por sus problemas y cuando íbamos a algún acto o gira no comenzaba a comer hasta estar seguro que se había servido al personal que lo acompañaba, choferes, custodia,
personal de prensa o ceremonial”, recuerda Oscar Gutiérrez el actual director de Ceremonial, quien ya ocupaba ese cargo en aquella época.
Bravo y los obsecuentes
Quién ésto escribe tuvo un trato directo con el caudillo a través de su trabajo periodístico.
No siempre la relación fue fácil.
Ocurre que Bravo no era un hombre fácil. Sabía seducir y también mandar, a veces prepotentemente.
Una anécdota lo pinta de cuerpo entero.
Bravo era candidato a senador nacional y a través de uno de sus hombres de confianza, Dario Poggio Rinaldi, invitó al joven periodista recién casado a cenar en su casa.
—Mire Poggio, no me gusta mezclar la actividad periodística con la vida familiar.
—Esta invitación no tiene que ver con el periodismo ni con la política. Bravo te invita porque quiere conocerte un poco más, porque es amigo de tu suegro, el doctor Francisco Plana y porque te respeta por tu trabajo profesional.
Planteadas así las cosas, acepté la invitación.
Pero al día siguiente me enteré que a la cena estaban invitados otros periodistas y dirigentes de su partido.
Ante eso, hablé con Poggio y le dije:
—Le pido que le explique al doctor Bravo que mi esposa y yo no podremos asistir por razones laborales pero que le agradezco mucho la invitación.
Como Poggio era conocido de mi familia le aclaré que no iba porque no era una invitación personal sino una reunión con mucha gente. “Pero por favor, de esto nada diga a Bravo”, recuerdo que le aclaré.
Claro, Poggio era leal al caudillo. Y diez minutos después atiendo el teléfono y escucho el vozarrón de don Leopoldo insultándome de arriba abajo.
—A ustedes los periodistas hay que tenerlos cagando porque si uno los trata con deferencia se creen importantes. ¡Qué mierda te crees si sólo sos un pendejo que recién empieza! ¡Nunca más te voy a invitar a nada!
Acepto que no soy muy diplomático cuando me atacan y que la comunicación telefónica terminó cuando pude hacerme escuchar.
—Doctor Bravo, váyase a la….
El caso es que una semana después el diario me manda al aeropuerto para hacer una nota a Bravo, que regresaba de Buenos Aires. Como nunca quise que las situaciones personales afectaran mi trabajo profesional, fui. Intimamente pensaba que me esperaba una mañana no muy placentera pues seguramente Bravo no habría olvidado mi puteada.
Sin embargo el político estuvo muy atento y al finalizar la nota me dijo:
—Quisiera charlar con vos un tema. ¿Podés acompañarme en mi auto?
Acepté mientras el fotógrafo regresaba en el coche del diario.
La sorpresa fue cuando Bravo moviendo parsimoniosamente la cabeza, mientras entrecerraba los ojos y transmitía esa imagen de barco entrando a puerto, me dijo con su voz impostada:
—Mirá Bataller, ya me había contado tu suegra de tu personalidad. Pero te voy a decir algo… Así deben ser los hombres. Estoy podrido de los obsecuentes porque siempre quieren sacarte algo. Me gusta que hayas hecho valer tus posiciones…
Bravo y las Naciones Unidas
Una segunda anécdota personal tuvo su origen cuando Bravo fue designado embajador en Italia. En ese tiempo yo era corresponsal de Clarín en Europa con sede en Roma y recibo la llamada desde Moscú.
Tras el famoso “mucho gusto” inconfundible, don Leopoldo me dice que ha sido designado embajador en Italia y que deja Moscú. Me anticipa que a la semana siguiente llegará con su familia a Venecia y que deseaba que comiéramos juntos.
Llegó Bravo y fuimos a comer a uno de los mejores restaurantes. Como me había pedido que le presentara algunos periodistas recuerdo que invité a Rolando Riviere, corresponsal de la Nación. En ese almuerzo Bravo demostró todos los conocimientos mundanos y el brillo que le había dado la diplomacia.
Pidió langostas, eligió uno de los mejores vinos italianos, fue muy ameno en la charla y hasta nos invitó para un nuevo almuerzo en la embajada.
Ese segundo almuerzo, al que Ivelise invitó también a mi esposa, fue muy grato y transcurrió entre anécdotas y recuerdos.
Luego, a la hora del café, Bravo comentó lo que parecía una confesión. Y pidiendo las reservas del caso nos dijo:
—¿Ustedes saben que puedo ser el próximo secretario general de las Naciones Unidas?
Nos miramos con Riviere pues no poseíamos esa información. Sabíamos, sí, que un latinoamericano podía ser el próximo secretario general. Se hablaba del peruano Javier Pérez de Cuéllar. Y nos parecía muy difícil que pudiera llegar al cargo el representante de un país gobernado por militares y con conflictos abiertos con Chile e Inglaterra.
—Tantos años en Moscú han hecho que ganara la confianza del Kremlin y si la Argentina postulara mi nombre, seguramente me apoyarían. A su vez, soy muy amigo de Alejandro Orfila, secretario general de la OEA y hombre de total confianza de los Estados Unidos. Todo pasa por lograr la postulación de nuestro país—, argumentó don Leopoldo.
En general, los periodistas a los que nos ha tocado desempeñarnos en el plano internacional aprendemos a escuchar todo y a no opinar de nada ante los protagonistas.
Luego del almuerzo, Rolando, que era un periodista avezado, con dos décadas de moverse en la política internacional, me comentó:
—Es muy hábil este hombre. Fijate cómo sin apoyo de ningún tipo y menos aun de su gobierno, está tratando de imponer su nombre para el máximo cargo internacional. Si no lo logra, al menos se posiciona internamente en la Argentina. El sabe que la clave pasa porque Clarín y La Nación se hagan eco de la versión…
Nosotros podíamos reflejar noticias pero no nos hacíamos ecos de versiones. Y Pérez de Cuellar fue electo secretario general.
Cuando a los pocos meses Bravo dejó la embajada para asumir como gobernador de San Juan, recuerdo que Riviere me dijo:
—Debe ser duro para Bravo volver a San Juan. El ya está hecho a la vida europea y a la gran política. La gobernación es para él un castigo…
Leopoldo Bravo según Ivelise
La relación con su esposa fue siempre tema de conversación en el ambiente político.
Ivelise explica su punto de vista en un libro de su autoría editado en 2.005.
“Leopoldo era un padre frecuentemente ausente pero cariñoso y proveía lo necesario para mi sustento y el de sus hijos, aunque mis gustos personales me los daba mamá: me compraba todo lo que yo pedía, pero eso sí: a su gusto, no al mío.
(…)
Más de una vez me sentí dejada de lado, con mis ambiciones frustradas, mis deseos personales postergados por tiempo indefinido, y para conformarme me decía que estaba en la etapa de tener a los hijos, de hacerlos crecer sanos, que después ya vería cómo encauzaba mi afán de avanzar en la política. He tenido que luchar mucho y, como siempre digo, vivir la vida es la mejor batalla, pero sobrevivirla es la mejor victoria. Cuando finalmente nos instalamos en San Juan, no me sentí cómoda en la casa de la calle Mitre, no la sentía completamente mi casa. Comencé a tener un contacto más cercano con la familia de Leopoldo.
(…)
Entre tanto encuentro y desencuentro, más de una vez pensé en dejar a mi marido, aunque finalmente nunca lo hice. No quiero dejarlo a Leopoldo ni un momento, y menos hoy, tan debilitado como está. No me daría el corazón, lo veo muy aferrado a mí, muy dependiente. Lo que siento es amor, no es lástima, y lo que sé con absoluta certeza es que no quiero hacerlo sufrir. Estamos juntos desde 1958. A veces bien, a veces mal. Una vez, sin embargo, y después de pensarlo mucho, le dije que me quería ir, hacer mi vida. Estos sentimientos siempre eran contradictorios porque yo tenía conflictos con el hombre, con el esposo, con el padre de mis hijos, pero no con mi gobernador, el líder político a quien yo había elegido, había votado para conducir los destinos de la provincia. ¿Cómo iba a dejarlo solo?, ¿cómo no iba a quedarme a su lado y apoyarlo?.
Yo le daba mi voto no porque fuera mi esposo, sino porque siempre estuve convencida de que sus planes de gobierno eran claramente superiores a cualquier otro.
Esa vez faltó poco para que Leopoldo me amenazara sin piedad; quién sabe si fue por cariño verdadero, tal vez por amor propio... El estaba muy orgulloso de la familia que yo le había dado, de sus hijos, y además... bueno, lleva la sangre de Cantoni, que nunca fue de carácter manso. Yo siempre le decía: “debemos avanzar juntos o no avanzaremos jamás; el bloquismo debe ser siempre la gran empresa familiar, reflejo de lo que sos vos en espíritu y persona”. Y como ya dije, él era, es y será mi gobernador, el líder a quien siempre voté. Todo lo demás fue música de fondo: su empresa era la mía.
(…)
Leopoldo estuvo verdaderamente enamorado de mí y de la política, del trabajo, cualesquiera que éste fuese; yo fui su compañera, la madre de sus hijos. Si me cruzaba con algún hombre particularmente apuesto lo miraba, sí, como se mira cualquier cosa bella, pensaba, “qué buen mozo” y ahí terminaba la cuestión, porque debo reconocer que fui pispireta y coqueta.
En Moscú, Leopoldo no se sentía nada feliz con la deferencia que tenía el coronel Shatalov,jefe de los astronautas rusos, para conmigo, cada vez que coincidíamos en eventos oficiales a los que muchas veces también asistía la primera astronauta rusa, Tatiana Tereshkova.
Shatalov era indudablemente apuesto y toda una personalidad tanto dentro como fuera de su país; posiblemente se sintiera atraído por mí, aunque nunca tuvo actitud alguna incorrecta, fuera de lugar. Cada vez que Leopoldo veía que el ruso se me acercaba, con cualquier pretexto se unía a la conversación. Por las dudas. Para marcar territorio.
El mismo Leopoldo que hoy, pasados sus ochenta años, quiere ser enterrado no junto a mí sino conmigo. Quiere mandar a construir un cajón doble, donde entremos los dos, uno al lado del otro, o uno de dos pisos, lo mismo da. “Igual, aunque ahora esté enfermo, vos te vas a ir antes que yo...” me dice a veces en un susurro, con una seguridad un poco espeluznante.
De vez en cuando hablamos, aunque no de amor. Nos tomamos las manos, jugamos a las palmaditas, como las criaturas. Yo lo cuido, él se deja atender y no me quita los ojos de encima, unos ojos acuosos que de a ratos parecen perdidos en algún otro tiempo, aunque me inclino a pensar que mi compañero de toda la vida no está tan mentalmente ausente de este mundo como se podría suponer; me pide que me siente junto a su cama hasta que se duerma y, al despertar, me vuelve a llamar. En su momento de lucidez me pregunta: “¿cómo está el bloquismo? ¿se ganará?”.
Se queda mirando a los lejos por la ventana y dice: “¡qué difícil es la política...!”. Se da vuelta, o lo intenta sin mi ayuda y vuelve a dormirse.
Y así pasan los días de nuestras vidas. Yo escribiendo y él mirando o durmiendo. Como enfermo es obediente y tranquilo, como fue su naturaleza. Pocas veces se pone molesto e inquieto.
ANECDOTAS
Un arma en el avión
Don Leopoldo Bravo viajaba a Buenos Aires con su esposa. Suben al avión y una vez sentados el caudillo le dice a Ivelise:
—Ivelise, abrí el diario y escondé disimuladamente mi arma en tu cintura…
La doctora Falcioni de Bravo atinó a preguntar mientras miraba una descomunal pistola 45:
—¿Está descargada, verdad Leopoldo?
Bravo simplemente miró a su esposa y esta colocó el arma en su cintura.
—Fue un viaje horrible –recordaba Ivelice— con la enorme pistola contra mi cuerpo.
Cuando iban a aterrizar, Bravo dice:
—Sacate el arma de la cintura y dámela para que la pase yo por el control.
Ivelise intentó sacar el arma pero un poco por la posición en el asiento y otro poco por los nervios, no pudo.
—Leopoldo, está atascada en la cintura. No la puedo sacar…
—Tené cuidado que está cargada—, contestó el entonces senador nacional mientras su esposa comenzaba a temblar.
—El arma no quería salir y yo pensaba: ahora se escapa un tiro. Opté por levantarme despacito e ir al baño, caminando con las piernas separadas. En el baño recuperé el arma, la envolví en un diario y volví al asiento mientras un sudor frío me recorría el cuerpo. Leopolo, inmutable, seguía en su asiento leyendo el diario—, contó Ivelise.
(Contado por Ivelise Falcioni de Bravo)
“Para que sepa quién manda”
El presidente Raúl Alfonsín había anunciado su visita a San Juan y la gente de Prensa, Ceremonial y Seguridad, estaba ya en la provincia para organizar todo.
Gobernaba Leopoldo Bravo, quién era muy personal en estas cosas. Estaba reunido con algunos de sus colaboradores y la gente de Buenos Aires. Ya se habían acordado varias inauguraciones y un acto.
—Al mediodía vamos a hacer un gran almuerzo con el presidente–, dijo don Leopoldo.
—Ustedes lo quieren matar al presidente–, se escuchó decir al Jefe de Prensa
—¿Cómo dice...?–, saltó el gobernador.
—Que están locos organizando tantas cosas. El presidente necesita descansar.
—Mire jovencito –. contestó Bravo, visiblemente molesto— acá en San Juan gobierno yo.
—Pero yo soy el Jefe de Prensa de la Presidencia y no estoy de acuerdo con este programa...
—A ver –, dijo el gobernador, ya irritado— comuníquenme urgente con el presidente.
Un minuto después estaba Alfonsín al teléfono.
—Hola, Raúl, ¿cómo estás?
Tras las palabras de saludo, don Leopoldo fue al grano.
—Mirá Raúl, estamos preparando la agenda de tu visita. Pero acá hay un funcionario tuyo que dice que vos tenés que descansar y no podés participar de un almuerzo...
Desde el otro lado de la línea, lógicamente, el presidente dijo que él no había pedido descansar y que el programa lo hiciera el gobernador.
Cuelga Bravo el teléfono y mirando fíjamente al funcionario porteño expresó:
—¿Se ha dado cuenta quién gobierna en esta provincia? Mándese a mudar ahora..
—No le permito...
—¿No me permite? Deténganlo y acompáñenlo al Aeropuerto. El señor vuelve a Buenos Aires–, dijo Bravo dirigiéndose al Jefe de Policía.
Media hora más tarde, el Jefe de Prensa estaba ya en un avión rumbo a Buenos Aires.
(Contado por Oscar Gutiérrez)
¡Tirate al piso!
El senador Leopoldo Bravo llegaba al Aeropuerto de Buenos Aires, acompañado por su esposa y el chofer del auto que lo llevaba hasta el departamento de la calle Rodríguez Peña le comenta:
—Hay un clima raro en el ambiente, doctor. He visto autos con gente armada…
De pronto el coche para en un semáforo y a la izquierda se detiene un auto sospechoso.
Bravo advierte la maniobra y dice:
—¡Ivelice, tirate al piso!
Ivelise, que estaba muy nerviosa por el clima que se vivía en esos días en el pais, obedece a su esposo sin pensarlo dos veces y en un acto reflejo, abre la puerta y se lanza a la calle.
Leopoldo aparece por la ventanilla y le grita:
—Pero no, no… ¡qué hacés? Te dije al piso del auto…
Ivelise explicaba:
—Mientras Leopoldo me tironeaba para subirme de nuevo al auto allí estaba yo, medio golpeada, medio atontada, mareada, con el corazón latiéndome fuera de control y sin entender nada…
(Contado por Ivelise Falcioni de Bravo)
Un paseo en el subterráneo de Moscú
El relato pertenece a Ivelise Falcioni de Bravo y es textual:
En julio de 1976, Leopoldo fue nuevamente nombrado embajador en la Unión Soviética y viajamos allí juntos, con nuestros tres hijos menores.
Yo no sabía una palabra de ruso y Leopoldo otra vez hizo una de las suyas.
Visitamos juntos el subterráneo de Moscú, que yo quería conocer: una extensa red interconectada que transportaba diariamente multitudes de moscovitas, con el agregado de los impresionantes murales del realismo socialista que embellecían las distintas estaciones.
Yo quería aprender a manejarme con ese medio de transporte y mi marido estuvo de acuerdo. Estábamos en el andén, llegó una formación, yo me abrí paso entre la multitud, entré en uno de los vagones, giré la cabeza para ubicar a Leopoldo que imaginé en todo momento detrás de mí —porque él me había dado un suave empujoncito para ayudarme a subir al coche— y mientras las puertas se cerraban a mis espaldas oí que mi esposo me decía, agitando la mano como despedida y sonriéndome tan tranquilo desde el andén:
—¡Acordate de la estación Smolenskaia!.
Y nos fuimos cada uno por su lado. El de vuelta a la embajada y yo sólo dios sabía, apretujada en un vagón de subterráneo, entre extranjeros, sin hablar el idioma, sin conocer la ciudad, completamente perdida. ¡No sabía qué hacer...!
Hice montones de recorridos, me bajaba en terminales, cruzaba por arriba o por debajo de algún puente, entraba en otra línea, otro vagón, entretanto iba diciendo en voz alta:
—ia argentina, ja argentina (soy argentina)
Y por supuesto nadie me prestaba atención. En realidad qué podían contestarme...: “mucho gusto, ja ruso...”
No tenía la menor idea de dónde me encontraba, suponía que si se hacía muy tarde alguien saldría a buscarme, que de alguna manera me rescatarían, o que me arrestarían por sospechosa de algo, que seguramente a la corta o a la larga a algún lado iba a ir a parar.
Me vino a la cabeza que alguien me había enseñado a decir ja supruga paslá Argentina (soy la esposa del embajador argentino), y repitiendo esas palabras como en letanía me acerqué a una soviética de gorrito azul, una boletera del subte, que se debe haber apiadado de esa señora de aspecto cansado, un poco despeinada, que parecía completamente perdida: yo, Ivelise de Bravo, que ya estaba al borde del agotamiento físico y mental.
Por ese andén precisamente pasaba una cubana, que le pareció cara conocida a la boletera rusa, tal vez una usuaria frecuente del servicio.
La detuvo, le pidió que tradujera lo que la señora intentaba comunicar.
—¿Me permite que la acompañe?—, preguntó la cubana, solícita y cuando escuché que alguien hablaba mi lengua materna, casi suelto el llanto ahí mismo.
—Señora, ¿se anima a que yo la acompañe, me tiene confianza?—, preguntó la cubana.
Y yo:
—¡Pero claro que sí, se lo pido por favor, llévenme aunque sea a Siberia, pero sáquenme de este laberinto!
Quién sabe a qué sector del subsuelo de la ciudad había ido a parar, la cuestión es que viajé acompañada por la gentil cubana más de una hora hasta llegar a la estación Smolenskaia. La cubana me depositó en la puerta de la Embajada y con un guiño me recomendó que tuviera cuidado, no fuera a perderme nuevamente, que la ciudad era muy grande.
Pero lo peor estaba por llegar, en la figura del señor embajador, mi esposo, quien me recibió sonriente, leyendo el diario y diciéndome:
—¡Ah...! Con que ya volvió la paseandera....
Nunca, si él se quedó atrás porque la gente le impidió subir al coche conmigo, o si lo hizo a propósito para que yo aprendiera de la manera más difícil. Hasta el día de hoy no sé lo que pasó.
Leopoldo Bravo fue tres veces gobernador de San Juan y nunca pudo terminar un mandato.
La primera, fue en 1963, cuando Arturo Illia gobernaba el país, frustrada tres años después por el golpe militar encabezado por Juan Carlos Onganía. Había llegado con 46.690 votos en una elección en la que el peronismo estuvo proscripto, llevando como vicegobernador a don Luis Cattani, tras superar a la Cruzada Renovadora, que con la fórmula Avelín - Marino obtuvo 32.471.
La segunda, en 1982, fue en un gobierno de facto, designado por los militares, tras cumplir funciones de embajador en la Unión Soviética y en Italia.
Finalmente, en 1983 triunfó con gran amplitud en los primeros comicios tras la restauración democrática. Con Ruiz Aguilar como compañero de fórmula, obtuvo 97.043, casi 24 mil más que el justicialismo que propuso a César Gioja - Pablo Ramella y 45 mil más que la fórmula radical a pesar que esta contaba con la arrolladora presencia de Raúl Alfonsín.
Esta vez permaneció en el puesto hasta 1985, cuando renunció para ponerse al frente de su partido que acababa de perder las elecciones legislativas.
Pero además, en 1.962 y tras una alianza con el peronismo, integrando la fórmula con Enrique Lorenzo Fernández como candidato a vicegobernador, había triunfado en los comicios que luego serían anulados.
Fue senador nacional en tres períodos.
La primera, en 1.973, en representación de la minoría tras ocupar el segundo puesto tras la fórmula del FREJULI integrada por Américo García y Apolo Cantoni.
La segunda, en 1.985 tras renunciar como gobernador, elegido por una legislatura en la que su partido controlaba 26 de las 30 bancas.
La tercera, en medio de un escándalo cuando un acuerdo con Alfredo Avelín posibilitó que los dos caudillos fueran senadores. Lo curioso es que a Bravo se lo designó cuando aun le faltaban dos años para concluir su mandato.
Fue además embajador en la Unión Soviética en dos oportunidades y estuvo al frente de las delegaciones en Rumania y Bulgaria.
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Leopoldo Bravo, un caudillo cuyas decisiones eran inapelables
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