En 1929, Estados Unidos realmente era la tierra de las oportunidades.
Había acabado la primera guerra mundial y de ella había emergido como la primera potencia económica. Los años 20 se auguraban como una “década de prosperidad” y efectivamente así fue, al menos en su mayor parte.
La industria automotriz, crecía sin pausa, los sueldos subían, se expandieron los ferrocarriles, se amplió la cobertura de electricidad, las comunicaciones iniciaron un auge que ya jamás se detendría, los bancos aparecieron en todas las ciudades.
Sin embargo, tanta prosperidad tenía su contracara. En la médula de algunos negocios se alentaba la especulación.
Créditos sin mayores respaldos dados a granjeros que quebraban por la caída de precios, un ‘boom’ inmobiliario en Florida que hizo ricos a muchos pero que un día explotó. Eran simples señales que nadie escuchaba.
La economía estaba fuerte. Eso hizo crecer los precios de las acciones de las empresas que cotizaban en la bolsa. Todo el mundo se interesó en invertir allí. Los agentes de bolsa le decían a la gente común –que no sabía nada de transacciones bursátiles– que con sus ahorros podían volverse millonarios. Y la gente creía.
Nadie se detenía a pensar qué pasaría si las acciones bajaban.
Todo eso se terminó en octubre de 1929. En los meses previos ocurrieron desplomes menores, pero nadie puso atención. El jueves 24 tuvo lugar el llamado “jueves negro”, cuando abrió la bolsa y en la primera hora las acciones empezaron a bajar. Luego surgió el pánico y las acciones se derrumbaron.
Al día siguiente el New York Times publicó: “La más desastrosa baja en la mayor y más amplia sesión de la Bolsa de la historia azotó ayer al distrito financiero”. El presidente Herbert Hoover, tratando de tranquilizar la situación, señaló el mismo día: “El negocio fundamental del país, es decir, la producción y distribución de mercancías, se encuentra sobre firmes y prósperas bases”. Todavía faltaba lo peor.
El lunes siguiente, el 28, nuevas bajas torpedearon la bolsa neoyorkina. Y el martes 29 de octubre ocurrió lo que algunos han llamado “el martes negro’ o “el crac de 1929”. Miles de acciones fueron ofrecidas a precios ínfimos y los corredores luchaban por vender. Nadie compraba.
Una cita periodística grafica lo que pasaba a fines de ese año: “La situación ha llegado a su ápice en los hoteles de Nueva York, donde el conserje pregunta a los huéspedes: ‘¿Desea una habitación para dormir o para tirarse por la ventana?’ Y tienes que hacer cola para conseguir una ventana desde la que saltar”.
Pero la época de “la gran depresión” no habla de la tristeza norteamericana tras el hundimiento de la bolsa, sino del periodo que siguió en la siguiente década, los años 30, en que Estados Unidos sufrió la más grande crisis de su historia: el 25% de los trabajadores perdió su empleo, los salarios bajaron 60% y miles de bancos y negocios fueron arrasados por la quiebra.
Pero ahí tampoco acabó la historia: la crisis afectó al mundo, y en Europa sobre todo a Alemania. Esa crisis dio lugar al surgimiento del nazismo. Lo que siguió después, para el mundo, es historia conocida.
EN SAN JUAN
La década del 30 implicó para San Juan sufrir los efectos de la gran depresión económica que afectó a la casi totalidad del planeta.
Los países centrales redujeron sus compras de materias primas a límites irrisorios. Eso significó para nuestro país una baja en el precio de sus productos, entre ellos el vino y por consecuencia también la uva. Bajó el consumo de vino, hubo sobreoferta y los precios quedaron por el suelo.
La desocupación alcanzó cifras nunca vistas, probablemente 15.000 personas. El marasmo era indescriptible.
El gobierno de Federico Cantoni (1932 – 1934) trató de paliar el problema con la realización de grandes obras donde se dio empleo a mucha gente. El parque Rivadavia en la quebrada de Zonda fue una de ellas.
Pero fue difícil recaudar vía impositiva lo que se había logrado en los gobiernos bloquistas de la década anterior. A la desocupación se sumaba el atraso en el pago de sueldos estatales, especialmente a los maestros.
La construcción de la gigantesca Bodega del Estado constituyó el deseo de poder, con el control estatal, mejorar los precios del vino. Pero el precio no dependía de la bodega sino de la gran crisis.
En 1928 el precio del quintal de uva a vinificar era de $10. En 1929, de $5. En 1930, de $3; en 1931 de $3. En 1932 hubo recuperación pues subió a $10. En 1933, nuevamente una recaída, $3. En 1934 $4 y en 1935 $3.
A pesar de la enorme baja de precios era también poco lo que podía venderse. En 1929 se expidieron 1.455.068 hectolitros. En 1930 1.284.902 hectolitros. En 1931, 1 .154.396 hectolitros. En 1932, 1.174.204 hectolitros. En 1933, 1.160.926 hectolitros.
Semejantes pérdidas en los precios y producción repercutieron atrozmente en la provincia.
Tal marco de cosas preparó los sucesos revolucionarios de 1934 que terminó con los gobiernos cantonistas.
Había llegado la hora de los conservadores y Juan Maurín fue el hombre que en 1.934 llegó al poder en condiciones más favorables pues el mundo comenzaba a salir de la peor crisis económica que hasta entonces se había conocido. Especialmente, la Argentina ponía en marcha un formidable plan de obras que contribuyeron a superar la situación.
Lo que comenzó a suceder a nivel mundial repercutió favorablemente en general en Argentina y en particular en San Juan. Además, siguiendo las mismas ideas el Estado argentino invirtió en obras públicas y nuestra provincia se vio beneficiada.
El gobierno de Maurín recibió ayuda e inversiones de diversos tipos.
La construcción de los puentes de hierro sobre el río San Juan que comunican con los departamentos de Albardón y Caucete son un ejemplo de ello.
La pavimentación de 500 cuadras en el éjido urbano constituyó una obra de una envergadura increíble, además de cambiar la fisonomía de la ciudad.
Cosa curiosa: tanto el reformista Cantoni como el conservador Maurín tuvieron una misma visión: superar la crisis mediante la fuerte presencia del Estado en la Economía con la puesta en marcha de obras públicas.
La diferencia entre el gobierno de Cantoni y el de Maurín estuvo en que el primero desarrolló obra pública en el medio de la crisis, enfrentado con la Nación y con recursos provinciales, en este caso muy limitados y que tuvieron fuerte repercusión en las finanzas de las empresas aumentando la tensión social.
Maurín en cambio realizó obra pública cuando a nivel mundial se empezaba a superar la crisis y con la ayuda de recursos nacionales. De allí tal vez la desmesura y desorden del gobierno de Cantoni y la mesura y orden en el de Maurín.
Lo peor había pasado. San Juan siguió con sus altibajos, su floreciente clase empresaria, su orientación hacia el monocultivo, sus bancos de capitales locales, sus luchas políticas, pero con una economía que volvía a funcionar y brindar un aceptable nivel de vida a sus habitantes.
Volvía la normalidad. Nadie podía pensar que en pocos años sucedería algo que todo lo iba a cambiar: el terremoto de 1.944.