El siguiente trabajo preparado por Juan Carlos Bataller fue publicado en La Pericana 192 del 28 de febrero de 2020 y que integra la edición 1901 de El Nuevo Diario
Federico Cantoni fue, sin duda, el hombre que marcó buena parte de la vida política sanjuanina en la primera mitad del siglo XX.
Dos veces gobernador –en ambos casos su gestión fue interrumpida por intervenciones federales—, senador frustrado (su diploma fue siempre rechazado por la Cámara alta), fue además el jefe indiscutido y fundador de la Unión Cívica Radical Bloquista.
Pero además Federico Cantoni fue el primer embajador de la Argentina, presidida entonces por Juan Domingo Perón, en la Unión Soviética, iniciando una larga etapa de relaciones entre Moscú y el bloquismo que se continuó a través de Leopoldo, Federico y Leopoldo Alfredo Bravo.
Esta nota intenta reconstruir los días de Federico Cantoni en Moscú y las razones por las que su vida diplomática fue corta, regresando a la provincia.
Una fuente invalorable para obtener datos fidedignos es la entrevista que el autor de estas líneas realizara a tres sanjuaninos que acompañaron, primero a Cantoni y después a Bravo, en aquellos años. Jorge Varas, Salvador Argentino y Andrés Katuchín. La entrevista se realizó en el año 2000 para El Nuevo Diario. Los tres ya han fallecido pero hace 20 años estaban aun bien de salud y 55 años atrás tenían entre 22 y 26 años. Traían orígenes e historias distintas. Pero los tres —que no se conocían— se encontraron en Europa. Y un hombre se enlazó con los tres: Federico Cantoni.
Varas: -Resulta que se reabría la embajada argentina tras más de dos décadas y en estos casos siempre se busca un equilibrio en el tamaño de las delegaciones.
Argentino: -Los rusos habían enviado cuatro o cinco personas para que integraran la delegación y Cantoni presidía una comitiva de casi 70 personas. Por ello, algunas visas no llegaron.
Varas: -Entre quienes integraban la comitiva estaba el doctor Leopoldo Bravo, Héctor Valenzuela, el doctor Adolfo Zevallos, Alejandro Orfila, que fuera secretario general de la OEA, Sigifredo Bazán, Graciela Cibeira de Cantoni, Carola Cibeira de Arnáez y otros más...
Katuchín: -Los empleados administrativos nos quedamos en Italia, esperando la llegada de don Federico y aguardando la entrega de las visas pero éstas no llegaban.
— ¿Y qué pasó?
Katuchin: -Don Federico llegó a Génova y estuvo allí unos días y luego, como nuestras visas no estaban listas, se fue con la plana mayor en un barco rumano que cubría el trayecto Nápoles — Odessa. Recuerdo que antes de viajar me pidió que le comprara libros que hablaran sobre la Unión Soviética y yo se los llevé al barco y se los entregué antes de que partiera.
— ¿Ustedes dos pudieron viajar?
Argentino: -Si, Varas, que era secretario de embajada y yo que era auxiliar y valet del embajador, viajamos a Odessa. Recuerdo la llegada porque estábamos mirando todo y de pronto Bazán, muchacho joven, vio un sombrero tirado y como buen argentino, le pegó una patada. “Qué p... si es mi sombrero!”, dijo cuando se dio cuenta quien era el propietario...
Varas: -En Odessa había que tener mucho cuidado pues al menor descuido desaparecían las valijas. Eran muy rápidos...
Ursulina Cantoni en su libro “Federico Cantoni, hacedor del San Juan del siglo XX”, proporciona a través de relatos muy directos una información coincidente.
—Nos fuimos cuando yo todavía no tenía tres años, y volvimos cuando recién cumplía los cuatro... ¡de hecho no me acuerdo de nada! Me referiré entonces a aquella época por los relatos que contaba mi madre, y por los que hoy me cuenta Idalina, compartido con anécdotas que el lúcido Pachacho Varas me relata. Él fue integrante de la numerosa comitiva de sanjuaninos que fueron designados por el Gobierno Nacional, para conformar el plantel que integraría la Representación Argentina.
La heterogénea comitiva aunaba compromisos de Perón y de Cantoni por el Partido Bloquista. También de mi madre, que con su natural bonhomía sugería: “Federico, llevá a Fulano... a Mengano...” ¡Pobre madre! Tuvo grandes virtudes y pocos defectos; pero uno garrafal: creer en la gente y fiarse de los adulones de turno... ¡Lo lloró toda la vida!
Ursulina cuenta también en su libro cómo era Rusia en aquellos años.
—Era época de posguerras y Rusia había estado seriamente comprometida en ambas. Situación que se reflejaba paso a paso, en nuestro transitar hacia Moscú. En Nápoles embarcamos a Odessa, travesía larga y peligrosa, en el último tramo debimos ser remolcados por una nave soviética para poder sortear las minas con las que, todavía en esa época, la U.R.S.S. protegía la entrada al Mar Negro. De ahí seguimos en tren, que no tenía coche cama (¡ni menos comedor!). En las distintas estaciones vendían pollos hervidos y semillas de girasol, entre otras cosas. Todos bajaban y se agolpaban para comprar. Por protección, antes de consumirlos, se los desinfectaba rápidamente: la comida se “ahumaba” con un cucurucho de papel empapado en colonia y encendido. Además, habían entregado por pasajero: dos cajas de arenques —sin sal—, un trozo de pan negro con mantequilla y un trozo de dulce.
La llegada a Moscú también fue relatada en su libro por Ursulina, ex diputada provincial e hija de Cantoni.
—Después de dos días llegamos a Moscú, el 27 de abril de 1947. La precaria situación inmobiliaria, propia de una Nación que en menos de treinta años había enfrentado dos guerras, hizo que el cuerpo diplomático de la República Argentina, al igual que el de otras naciones, no pudiera establecerse en una sede propia. Por ello, trasladaron al embajador y familia al Hotel Nacional, mientras que el resto de la comitiva se hospedó en el Grand Hotel.
Ya instalados, comenzamos a sentir las diferencias: primero, nadie hablaba en español. Todos escondíamos nuestra ignorancia con una enorme sonrisa, salvo mi padre, que hablaba fluidamente inglés y francés. Esto salvó todos los inconvenientes con las mucamas, pues la encargada hablaba francés como Cantoni.
En la entrevista con Katuchín, Varas y Argentino aparecen otros detalles de aquellos días.
— ¿Cómo era la vida de don Federico en Moscú?
Argentino: -El salía en su auto y recorría los alrededores de Moscú. Le gustaba visitar las granjas colectivas, averiguar cómo trabajaban, qué cultivaban...
— ¿Cantoni admiraba el sistema comunista?
Argentino: -No. Duró poco tiempo allí. Se vino desilusionado del comunismo
ruso.
Katuchín: -A los tres meses se cansó y se vino a Italia. Yo estaba como cónsul de Milán y cuando nos reencontramos me dijo: “Tuviste suerte, gringo, porque allí no hay nada que hacer; acá está tu carrera”
Varas: -Ocurre que Moscú estaba en plena reconstrucción. La vida era difícil, como en toda Europa. Faltaban viviendas. Nosotros tuvimos que instalar la embajada en una dacha (casa de campo). Había muy pocos argentinos y las relaciones comerciales eran inexistentes.
Katuchín: -A Cantoni le interesaba más ver el progreso que se estaba dando en Italia, observar los cultivos y juntar semillas para traer a San Juan. Recuerdo que un diario italiano publicó un artículo que decía: “Un embajador argentino está en Italia mirando olivos”.
Ursulina en su libro también habla de la dacha:
—Fue un cumpleaños soñado: lo pasé en “La Dacha” (casa de fin de semana ubicada en las fueras de Moscú, a veinte kilómetros de la Capital). Se alzaba en medio de un bosque de pinos. Allí pasamos el verano ruso. Cantoni instaló también allí oficinas donde se traducían las investigaciones y adelantos agrícolas de la U.R.S.S. (se imprimían folletos que se enviaban luego a la Cancillería).Allí celebraron mi tercer cumpleaños. Los invitados eran algunos integrantes de nuestra embajada y de otras que mi padre frecuentaba. Tuve hermosísimos regalos: el más original fue un avión grandecito al que yo subía y llamamos “El Ciruja”, porque me lo regalaron nuestros queridos “cirujas”, como se llamaban entre ellos y en confianza (Jorge Varas, Julio Aubone, Alejandro Farina, Salvador Argentino). También estaban invitadas las niñas de las casas cercanas, y todas asistieron. Lo que más les llamó la atención fue que se trajo una ternerita —conseguida río arriba— que llegó en un lanchón por el río, que quedaba cerca de la Dacha. Todos miraban con curiosidad la llegada, y más grande fue el asombro al presenciar, desde los alrededores, las tareas de faenamiento. Es decir, ver, oler y probar el asado... ¡una cosa inusitada en Rusia, y más en aquellas épocas!
— ¿Cómo era Moscú en aquellos tiempos?
Katuchín: -Triste. Muy triste. Faltaban muchas cosas.
Argentino: -Recuerdo una vez que había ido a buscar tomates en un centro de aprovisionamiento. Había una cola grande y me faltaba poco para ser atendido pero un señor que estaba antes que yo entregó su bono y empezaron a darle todo el tomate que quedaba. Después nos dijo: “Disculpen pero somos muchos…” El hombre era de la embajada americana y tenía que hacer cola igual que nosotros...
El relato se entrelaza con lo publicado por Ursulina:
—El tema comida era lo más difícil: llegábamos de las mesas abundantes de Argentina a un lugar donde existía, aún para las misiones diplomáticas, el racionamiento. Sólo los señores embajadores tenían la ración de un kilo de carne por mes cada uno, ración que disminuía jerárquicamente. Sí abundaba el caviar rojo, el negro, el chukrut, y algo parecido a cereales.
Es de suponer que la vida de Cantoni no debe haber sido fácil en ese mundo diplomático.
—Me contaron siempre la primera visita al Kremlin. Gran parte de la comitiva nos acompañó para conocerlo. Al frente con mis padres iban los traductores, explicando con lujo de detalles las maravillas expuestas: reliquias usadas por los zares y zarinas de Rusia. Siempre se admiró mi madre de cómo resistían los “favoritos” de Catalina la Grande tanta pasión... y el obligado uso
que debían concretar de las ricas monturas y vestimentas –engarzadas con grandes brillantes y pedrerías— que eran un gozo para la vista, pero, sin lugar a dudas, un sufrimiento para las nalgas. También la maravillosa colección de carruajes dorados que parecían escapados de cuentos infantiles; el vestido de boda de Catalina la Grande, realizado en oro y plata; como así los grandes “braseros”, sahumerios de oro, con los que aromatizaban los palacios, rodeados de tesoros de orfebrería y magnificencia.
Y sigue Ursulina:
—En Moscú las cosas no eran tan sencillas de resolver, pese a ser amigos de Tito, si mi madre deseaba hacerse un vestido, le indicaban con quién, hora y lugar para confeccionarlo; para ir al cine era necesario pedir autorización. La vida por momentos se tornaba intolerable. Mi padre, con su tono de siempre, recomendaba a los comunistas sanjuaninos una visita a Moscú para que pudieran ver con sus propios ojos lo que verdaderamente significaba vivir en el “paraíso marxista”. Terapia por la que pasaron muchos latinoamericanos y españoles, que después de llegar a Rusia atraídos por la utopía, se acercaban a la Embajada Argentina intentando ser sacados del país.
En la Embajada se sabía de la falta de libertad, pero siempre nos trataron muy bien, sólo había que respetar sus reglas. También asombraban otras facetas de la sociedad, como por ejemplo el lugar que ocupaba la mujer en el campo laboral: levantaban nieve, trabajaban de sepultureras, manejaban los troles, dirigían el tránsito... ¡¡¡generaciones de hombres se perdieron en tantas
batallas!!!
Ursulina Cantoni explica por qué su padre estuvo poco tiempo en la embajada:
—Su temperamento impetuoso no era fácilmente adaptable a la rutina del mundo diplomático. Además, empezó a hartarse de los excesos del stalinismo. Día a día disminuía su paciencia respecto del protocolo, las reuniones, las tertulias muchas veces intrascendentes y la propia rigidez de la vida soviética. En esa época, aún los diplomáticos necesitaban un permiso especial de las autoridades rusas para ir más allá de un radio de 40 km del centro de Moscú. Papá se sentía atado por formalidades a las que nunca había prestado mayor atención y que no cumplía: eludía permanentemente los controles soviéticos y se adentraba en bosques y plantaciones buscando retoños de especies desconocidas en San Juan. Sorprendido por la milicia, era regresado a la Embajada, no sin antes ser sometido a engorrosos trámites. Todos estos factores, necesarios para ocupar el rol de embajador en una sociedad como la soviética, sumados a lo inhóspito del clima, fueron los que precipitaron en Cantoni la idea del regreso. Además, hubo dos factores personales que lo empujaron a volver. Enterado de la venta de Guañizuil, quería salvar su otra heredad, la de Carpintería, que estaba a la venta. Por si fuera poco, estaba solo: mamá y yo ya habíamos salido de Moscú. Partimos primero a Francia, instalándonos después en Italia. Esta decisión fue motivada por un hecho puntual: una seria virosis intestinal que había contraído...
— ¿Es cierto que el mariscal Tito estuvo en la embajada?
Argentino: -Claro que sí. Y no fue una visita protocolar. Tito, que se llamaba Joseph Broz, estuvo trabajando como picapedrero en San Juan, en las obras de la ruta a Calingasta. Cantoni lo conoció en esos años y después lo salvó de ser fusilado cuando acusaban a Tito de haber participado en actos terroristas en Buenos Aires...
— ¿Cómo fue el encuentro de Tito con Cantoni?
Argentino: -Yo sé que don Federico quedó muy conmovido por esa visita y nos contaba a todos que Tito había llorado, agradeciéndole que le salvara la vida...
Finalmente Cantoni dejó su cargo en Moscú.
— ¿Quién quedó a cargo de la embajada?
Argentino: -Quedó Leopoldo Bravo, como consejero encargado de la embajada. Después nombraron otro embajador y Bravo fue ascendido a ministro plenipotenciario en Rumania y Bulgaria.