Esta nota fue publicada en El Nuevo Diario en la edición 647 del 11 de marzo de 1994
El día de la primavera es siempre propicio para enamorarse y fue precisamente el 21 de septiembre de 1942 que una chiquilina de 14 años quedó "flechada” por un joven de 20, “pero él ni se enteró porque yo era una niñita al lado de las candidatas que lo rodeaban, porque era muy "churro” en aquella época”. —confiesa María Zulema (o Perla, para los íntimos).
Al año siguiente se cruzaron en la retreta, entonces sí, el muchacho, Pedro Guillemain, se fijó en la mujercita y comenzó el romance. Al principio como una relación tímida, “era un noviecito que pasaba en auto o en moto y se quedaba a conversar en la puerta de calle; eso a mi padre no le gustaba mucho, así que un día lo invitó a pasar —recuerda Perla—.
El hombre, que por aquellos tiempos confiesa haber tenido varios "filitos", no parece estar del todo convencido que aquello era un noviazgo. Más formal en sus apreciaciones, prefiere encuadrar la relación en una amistad y al noviazgo a partir del día del compromiso, una semana antes de la boda y después del terremoto del 44.
La catástrofe los encontró de viaje a Barreal, “donde habíamos ido con Pedro y mi mamá, que siempre nos acompañaba a todas partes" —dice la mujer— y el hombre narra los dramáticos momentos vividos, fundamentalmente cuando regresaron a la ciudad: "las casas estaban destruidas, la bodega de mi padre ya no existía, entonces decidí abandonar la carrera de ingeniería y dedicarme a ayudar a la familia y también, estando aún en Barreal, resolvimos casarnos y lo hicimos el 19 de febrero de ese mismo año."
La boda tuvo lugar en el registro civil que funcionaba en la Escuela Normal —el único habilitado— y la ceremonia religiosa en la iglesia María Auxiliadora. "Fue todo tan sencillo que ni fiesta hubo, nos casamos a las cuatro de la tarde y nos fuimos de luna de miel a Barreal. El vestido que usé me lo había hecho para una fiesta anterior y lo sacamos del ropero de mi casa con un alambre" —recuerda Perla—.
De regreso del corto viaje, se instalaron en una vivienda de emergencia en terrenos de la familia Guillemain, mientras construían una de las primeras casas sismorresistentes en la finca de 9 de Julio.
Cuando se instalaron en la flamante residencia "comenzó otra historia" —señala Guillemain—y refiere con orgullo y admiración la odisea que fue para su joven mujer adaptarse a la nueva vida: "ella tenía entonces 17 años, no sabía nada de quehaceres domésticos y nos fuimos a vivir a seis kilómetros de la ruta, en pleno campo, sin luz eléctrica —la iluminación era con lámparas de Kerosén—, sin gas, el agua había que extraerla por bombeo; en poco tiempo fueron llegando los hijos" —María Cristina en el 45, Alicia Eugenia en el 46 y Pedro Alberto en el 47— "y la situación se complicó cuando a diario había que trasladarlos a la escuela. Fue un sacrificio muy grande para ella".
Perla lo escucha embelesada y, ahora entre risas, pero aún impresionada, cuenta que "una vez tuve que matar una gallina, la até de la cabeza al surtidor de la cocina y la sostuve por las patas; entonces de un solo cuchillazo le corté el cuello y cual sería mi horror cuando vi que el animal corrió como diez metros sin cabeza que en mi vida pude volver a hacer eso".
También en aquella casa de campo nació el cuarto de los vástagos: Maximiliano Augusto y las tareas del ama de casa eran cada vez más agotadoras. "Hubo noches que eran la una de la madrugada y yo estaba planchando guardapolvos con la plancha a nafta, pero con voluntad, interés y sobre todo con amor, las cosas se simplifican" —manifiesta con ternura la hábil señora—.
Después de once años de campo, la familia compró una casa en la ciudad "y aquí y cuando ya habíamos cerrado la fábrica llegó el querubín que se llama Alejandro Eduardo” — cuenta satisfecha la mamá—.
Los hijos fueron creciendo, adoptando distintas profesiones, casándose y poblando la casa de nietos —trece y uno en camino— y de dos bisnietos. Ahora disfrutan de la alegría de los almuerzos domingueros compartidos, donde "este living parece un cuartel general, porque nos reunimos los veintiocho, corremos alfombras, ubicamos sillas y nos juntamos todas las generaciones de esta familia constituida no sin esfuerzo, pero nutrida de una enorme convicción y fe cristiana —comenta Guillemain— y su esposa no puede disimular el orgullo que le produce haber sido la generadora de acontecimientos donde el afecto mutuo une a padres, hijos, yernos, nueras; nietos y bisnietos en torno a la ceremonia de la mesa servida.
Y así, María Zulema Atienza y Pedro Guillamain cumplieron las bodas de oro, celebradas por familiares y amigos con las pompas que faltaron hace cincuenta años y, para que la fiesta sea completa, la pareja está planeando la luna de miel, esta vez a las soleadas playas caribeñas.