Este nota fue publicada en El Nuevo Diario en la edición 649 del 25 de marzo de 1994, en la sección La Nueva Revista
La buena vecindad de las familias Navas e Imparado, radicadas en la calle Córdoba entre Jujuy y Rioja, se convirtió con el tiempo en amistad. Los jóvenes de las casas adyacentes conversaban en la vereda, se contaban sus historias. Oscar salía con sus amigos y cortejaba a algunas niñas en la retreta y Victoria recibía poemas de amor, rubricados por un romántico que la pretendía.
Pero, "tanto va el cántaro a la fuente...", que en una fiesta de casamiento, la chica y el muchacho —tal vez porque se encontraban en un ámbito distinto al cotidiano—, conversaron de "otras cosas" y se pusieron de novios.
A pesar de la relación amistosa de las familias, Oscar Imparado debió pedir la mano de Victoria Navas de acuerdo a las normas de la época. La conversación del muchacho con el futuro suegro duró varias horas, mientras las mujeres de la casa, algo nerviosas, permanecían encerradas en otra habitación, sin poder enterarse de nada.
El noviazgo duró aproximadamente dos años, un tiempo menos de lo planificado, porque pensaban casarse en octubre del 44 pero, al igual que su hermana y ante la posibilidad del alejamiento de los padres a raíz del terremoto, la pareja fijó fecha para el 3 de febrero —tres días después de la boda de Julia Navas y Pedro Guerri—.
El casamiento por el civil se concretó en una carpa instalada en la plaza de Trinidad y el acto religioso en la iglesia del mismo barrio: "estaba medio caída, el techo y las paredes con grietas; los bancos semi-destruidos, pero el altar había quedado intacto y ese detalle contribuyó, enormemente para que la ceremonia resultara bonita, aunque yo vestía un ajuar prestado" —cuenta aún enternecida Victoria—.
La luna de miel fue muy corta: una semanita en Mendoza y al regreso la flamante pareja se edificó, con los desechos de la mueblería de don Baldomero Navas, una especie de cuarto privado en la finca del tío del marido hasta que reconstruyeron la casa de los Imparado, en la calle Córdoba, y allí se trasladaron los recién casados.
Al año y dos meses del casamiento nació la primera de las hijas, Susana y después, con diferencia de dos años entre ellos, llegaron Jorge e Irma. Para el cuarto los cálculos no resultaron tan precisos, pués Roberto demoró treinta y seis meses en hacer su aparición.
Victoria entonces se dedicaba atentamente al cuidado de los niños y recopilaba recetas de cocina que preparaba afanosamente, "para desmentir la fama que me habían hecho de que sólo sabía hacer flanes —una risa amplia y espontánea acompaña la confesión de la señora—.
Mientras tanto, Oscar ejercía el artesanal oficio de diseñar y fabricar herraduras para caballos e inventaba una máquina para trabajar el aluminio con mayor facilidad y precisión. La eficiencia puesta en su trabajo y el prestigio adquirido los condujo a Mendoza, donde en aquel tiempo abundaban los aras.
"Nos fuimos en el 52 y regresamos diez años después, cuando mi padre, que finalmente se quedó en San Juan, le propuso a los yernos integrar una sociedad en la ya reconstruida mueblería Navas; vendimos una casa que teníamos en Mendoza y compramos ésta donde nos hemos quedado definitivamente" —cuenta Victoria en la antecocina del hogar, mientras su marido deambula por el patio en los preparativos del ritual colectivo para la fabricación de conservas de tomates que los ocupará en la noche—.
En la mueblería don Oscar permaneció otros diez años para luego retomar el original oficio que aún no ha logrado abandonar. "Aquí en la casa y aunque ya esté jubilado tiene su taller y siempre es visitado por algún cliente, porque a todos los caballos de polo de San Juan los ha herrado él" -manifiesta la señora, mientras el señor prefiere continuar en el anonimato-.
Y así, mientras los vástagos fueron creciendo, adoptando diferentes profesiones, casándose y convirtiendo a Victoria y Oscar en abuelos, entre encuentros con amigos, reuniones familiares y frecuentes viajes, la pareja Navas—Imparado llegó a las bodas de oro, "pero esta vez nos fuimos de luna de miel antes de cumplir la fecha de casados" otra vez la risa ancha aparece en el rostro de la dama, quien con emoción y agradecimiento refiere detalles de la fiesta que le organizaron sus hijos para celebrar el acontecimiento: "casi me hacen llorar cuando en mitad del baile cayeron sobre nuestras cabezas cantidades de globos de colores que pendían del techo" –dice– y confiesa que aprovechó la ocasión para apretarse bien fuerte al hombre con el que compartió casi toda su existencia.