Los huarpes constituyeron un grupo humano sobreviviente del género aborigen de los huárpidos, caídos bajo el dominio más o menos directo de los incas del Perú en la segunda mitad del siglo XV.
Al descubrimiento de la región por el conquistador español, los huarpes ya sufrían una influencia fuerte incaica desde aproximadamente 70 o 100 años. Esa edad puede atribuirse al Camino del Inca, construido entre el Cusco y Chile, que en San Juan se abría paso a través de la precordillera de Iglesia y Calingasta en dirección al portezuelo situado frente a Uspallata.
En la lengua huarpe así resulta muy fácil encontrar vocablos quichuas, rastros visibles de la dominación. De ahí también la dificultad de obtener elementos de información puramente huarpes, desprovistos de sus atuendos incaicos.
Los huarpes eran relativamente sedentarios. Construían sus poblaciones a la vera del río, de las aguadas y en el faldeo de las montañas.
Las viviendas fueron de piedra con techo de cuero de guanaco en los valles de Calingasta y Tulum, y las paredes de quinchas y techos de varas y carrizos en Guanacache. Otras viviendas fueron los toldos de cuero y de guanaco. En las lagunas de la región de Guanacache, hornillos donde quemaban basura los defendían de los mosquitos y de otros insectos.
En la zona de la montaña construían sus poblados en forma de círculo, a la manera de los árabes, al centro un espacio con un lugar donde pastaban sus animales mientras había hierba.
Este arraigo, proveniente del cultivo de la tierra y de la pesca en las lagunas, apartó a los huarpes del nomadismo, bárbaro en el que no cabe civilización ni progreso. De acuerdo a condiciones del medio, eran agricultores en Calingasta y en Tulum, cazadores en Angaco y en Pie de Palo y pescadores en la región de Guanacache.
Como agricultores producían maíz y quinoa, especie de trigo indígena muy usado en América.
Como cazadores tuvieron un método original para cazar al guanaco. Consistía en seguir a pie y a un medio trote al animal sin perderlo nunca de vista ni dejarlo detener para comer y beber durante uno o dos días hasta que exhausto y rendido el veloz y codiciado animalito permitía aproximarse al cazador. En la casa usaban el arco y la flecha.
El alimento de los huarpes era muy balanceado. Más refinados y menos primitivos que los tártaros, los huarpes, desde antes de sus contactos con el conquistador español, ingirieron carne asada o cocida pero nunca cruda. Tampoco comieron carne humana. A diferencia de la bebida a la que se daban sin medida para alegrar el espíritu, los huarpes eran parcos en la comida según describió Horacio Videla.
De la algarroba obtenía la chicha o la añapa, bebida espirituosa que hacía las veces de vino en la mesa. Las comilonas concluían siempre en borrachera general.
Vestían con pieles de guanaco y telas confeccionadas con pelo de animal, presa muy útil de la cacería invernal por las montañas en época en que las manadas bajaban a la altura de los valles andinos.
Así es que tanto el varón como la mujer tenían pulcro recato de sus cuerpos y se cubrían totalmente con muchos elementos.
Como la cacería les proporcionaba elementos indispensables para alimento y el vestuario, significaba una faena que se hacía en familia. Todo el trabajo era familiar.
El aborigen sanjuanino también sobresalió en la cestería, la alfarería y el tejido a la cual se dio en mejor calidad. El folclore, la sabiduría del pueblo contenida en las creencias, las costumbres y la música gravitó sobre lo sanjuanino considerablemente más de lo que la superficie de las cosas permiten advertir.
Como los huarpes eran muy laboriosos, recatados y hombres de silencio, no abrió su pensamiento a la emoción del canto y de la música. Para el aborigen comarcano la música sólo fue estrépito y temblor de festino guerra. Dominado el pueblo de los huarpes por el poderoso imperio incaico, el vencedor transmitió su música al vencido. Los huarpes así tocaron entonces tambores afinados de distintos tonos, flautas de cañas cilíndricas y quenas fabricadas con huesos humanos, pero heredados de esta cultura incaica.
A la llegada de los conquistadores a Cuyo, varios de los caciques, curacas, ñustas huarpes, tomaron contacto con los españoles y así escribieron la historia. Pismanta, Angaco, Teresa de Angaco, en primer término, Huayquil, Huaziul, y después, sobre todo, se transformaron en una gran leyenda.
En la organización de la familia existieron rastros del levirato mosaico, es decir, el varón debía desposar a la esposa viuda del hermano. Por esta vieja institución reproducida por los huarpes, a la muerte del marido, la viuda y los hijos solían pasar a depender del hermano menor del fallecido. Por otro lado, compraban sus mujeres para casarse. El precio se convertía entre suegro, se convenía entre suegro y yerno, pero los más pobres, que carecían de género o cuero, las conseguían sirviendo algún tiempo al padre de la novia.
La patria potestad se ejerció en forma absoluta y sin límite sobre todo con la hija. El progenitor hacía de su hija una fuente de recursos, como se ha dicho, vendiéndola por género, cuero, guanacos o tantos años de servidumbre personal, y el joven aspirante a la mano femenina huarpe, de tal modo que así encontraba a su mujer.
Fuente: "Historia de San Juan", de Horacio Videla.