El siguiente artículo es de autoría de Luis Eduardo Meglioli
Una vista de la ciudad de San Juan donde se pueden apreciar algunas viviendas.
Las viviendas
Las casas de los primeros tiempos y hasta el siglo XIX de
la llegada de la Patria inclusive, eran sobre todo ranchos de adobe o quincha,
o sea paredes de caña y barro, con techos de palos atados con tientos y torta
de barro.
Para la profesora María Julia Gnecco, el mobiliario era escaso, “una mesa de
algarrobo con algunas sillas con asiento de cuero, las petacas de cuero para
guardar la ropa o los enseres domésticos, y una cama rústica, también de madera
y cuero.
”Pero luego fueron apareciendo los grandes caserones de
las familias más notables: “estaban “inspirados en la planta de la casa romana
con dos patios y un huerto”, y la amplia y claveteada puerta de algarrobo daba
acceso a un zaguán donde aparecían dos habitaciones que eran una novedad: el
escritorio de un lado, del jefe de familia, donde atendía los negocios y del
otro la sala, con mobiliario traído de Europa o a veces de un país americano
introducidos por el Río de la Plata y tradicionalmente por Chile, como las
sillas y sillones tapizados, mesas de arrimo. Los patios estaban adornados con
macetones con flores, el comedor de visitas, los aparadores para guardar la
vajilla de plata labrada: vasos, platos, fuentes, cucharas, cucharones y
cuchillos con mango de plata y en algunos casos con aplicaciones de oro. Una
amplia mesa, con bancos laterales y sillas en la cabecera, donde ordenadamente
se sentaban los dueños de casa y en el otro extremo el huésped. Las amplias
cocinas-comedor eran muy comunes y allí se desarrollaban quizá los momentos más
importantes de la vida cotidiana.”
Cuando en la bibliografía consultada se aborda el rol de
la sociedad sanjuanina en 1810, César H. Guerrero en su “Efemérides
sanjuaninas” define aquel estilo de vida sanjuanino como “patriarcal”, es
decir, según el modo de la organización social primitiva “en la que la
autoridad se ejercía por un varón jefe de cada familia sin aspirar otra
posición para sí ni para sus hijos y nietos, que aquella estrecha y menguada que
le legaron sus antepasados” (...)”.
Al terminar el XVIII y avanzado el XIX, por lo tanto tras
la Revolución de Mayo inclusive, la familia, como la sociedad, permaneció en
Cuyo “en sustancia colonial”, indica Horacio Videla también en el Tomo II de su
monumental obra citada aquí: “La familia fue organizada y fuertemente
disciplinada bajo la dirección del jefe del hogar, mientras la madre cumplía su
papel más importante en el manejo de la casa y la crianza y educación de los
hijos, que en muchas familias llegaban ser hasta veinte.
Se acostumbraba a que la esposa se dirigiera al marido por el apellido, o le
daba el tratamiento de don. No conoció la competencia del concubinato; las
infidelidades frecuentes en el varón adulto, fueron acoplamientos de ocasión,
con la mestiza o mujer agraciada del pueblo, sin conmover la estabilidad
hogareña. Los hijos daban tratamiento de ‘señor’, o bién, ’su merced’; no
fumaban ni terciaban en la conversación de los mayores en la mesa, hasta
despuntado el bigote.
El joven no emancipado se recogía en el hogar media hora antes del toque de
queda, y el dueño de casa se retiraba a sus aposentos, asegurada con propias
manos la tranca de la puerta de calle, y echada la llave. Las hijas mujeres se
emancipaban al casarse, con venia de sus progenitores (…) El onomástico del
padre de familia era fiesta general celebrada con asado y refrescos”.
Noviazgos: A ningún joven se le permitía visitar una casa de familia sin haber explicado con antelación el motivo que lo llevaba. Existía el firme hábito de evitar que un caballero entablara una conversación con una joven a solas. Para ello, en los salones se ubicaba siempre al varón “en extremo opuesto al asiento de ella, y era la única manera de que el joven se valía para significar a su amada el secreto de su corazón para preguntar si era aceptada o no, y para obtener la respuesta.”
Por otra parte, la
prohibición de que las hijas de las familias aprendieran a leer y escribir,
como hemos visto antes, era por el temor al uso que pudieran hacer de esos
aprendizajes. A ello se sumaba “(…) el orgullo de razas, las distinciones a que
daban lugar las tradiciones de nobleza, la pretensión de los ricos de atesorar
dinero guardándolo de manera que ni la esposa ni los hijos daban con él, si por
desgracia el padre moría sin poder dar cuenta de su escondite, y en fin mil
episodios que nacen de esos usos, con hechos que se han visto en San Juan (…)”.
Todo eso se fue acabando de a poco tras 1810, especialmente por su carácter de “prácticas
ridículas”, según Videla, más aún cuando con la Independencia el país entraría pocos
años después en relación con otros pueblos del mundo que no fueron la España de
aquellos momentos.
Escuela Central de Varones
Algunos sanjuaninos pertenecientes a familias destacadas en lo económico y
social enviaban sus hijos a estudiar fuera de la provincia, entre ellos nombres
que deslumbrarán en la próxima historia patria como Justo Santa María de Oro,
José Ignacio de la Roza y Francisco Narciso de Laprida. Claros ejemplos de
sanjuaninos que para mostrar la actitud de la juventud de los últimos años de
la colonia, profundamente interesada en instruirse para los tiempos que
vendrían, seguramente augurando los sucesos de 1810.
Y es Juan Rómulo Fernández quien trabajó sobre “Siete próceres sanjuaninos”,
para publicar en aquella inolvidable obra “Cuarto Centenario de San Juan.1562-1962”,
y allí aborda entre otros a De Oro, De la Roza y Laprida. Del obispo de Oro
recuerda que se recibió de doctor en Teología en la Universidad de San Felipe
(Chile) y se graduó también en maestro en Artes. De la Roza estudió leyes en la
misma Universidad de San Felipe, mientras Laprida, se doctoró en jurisprudencia
también en el vecino país trasandino, tras cursar el bachillerato en el Real
Colegio San Carlos de Buenos Aires. Por este colegio, donde se impartían
cátedras de latín, teología, moral y filosofía, también pasaron Belgrano,
Moreno, Castelli y Rivadavia.