Las
múltiples historias sobre la vida del matrimonio de Leopoldo Bravo e Ivelise
Falcioni fueron contadas por la propia Ivelise, en su libro “Memorias de la
mujer del último caudillo sanjuanino”. Editado por Jaguel ediciones en 2003.
En
un libro ameno con anécdotas y no pocos detalles de la intimidad del matrimonio
la ex diputada nacional va desgranando a lo largo de más de 300 páginas los
claroscuros de compartir la vida con un caudillo de las características de
Bravo, quién gobernara San Juan en tres oportunidades, fuera senador nacional
dos periodos y embajador en la Unión Soviética.
Aquí
compartimos algunos de sus relatos.
“Voy al toillette”
El zonda no es un viento cualquiera, es un viento
que da vuelta los vehículos en las carreteras: “¡Cómo vamos a volar, Leopoldo,
si al avión en tierra el viento lo zarandea de un lado para otro...! ¡Te
imaginás lo que va a ser en el aire...!”, solía decirle cuando nos
encontrábamos en esa situación.
Y él me respondía, calmadamente: “Ya te dije que
muchas veces suele haber viento fuerte de superficie, pero no a cierta altura”.
Como discutir con Leopoldo siempre fue infructuoso, una lamentable pérdida de
tiempo, inventé un ardid que puse en práctica algunas veces.
Cuando el zonda rodaba barriendo todo a su paso,
esto es, más o menos tres meses al año, yo tranquilamente abordaba el avión con
mi esposo, sin chistar, total para qué.
Pero poco antes de que la nave comenzara a
carretear, con las escotillas todavía abiertas, anunciaba: “Voy al toilette”,
dejaba mi asiento, caminaba como si tal cosa por el pasillo del avión y ahí
descendía apresuradamente por las escalerillas posteriores, sin mi equipaje,
sin mi bolso de mano, sin nada, a veces sólo con mi cartera, y desaparecía
caminando rapidito por la pista, sin mirar atrás.
Nunca jamás contaré en detalle cómo reaccionaba el
señor gobernador, mi esposo, ante la infantil deserción de su primera dama,
aunque no cuesta mucho imaginarlo.
Ivelise Falcioni y Leopoldo Bravo, mate en mano, durante una fiesta familiar. Foto coloreada con IA
Con un arma entre la ropa!
En otra oportunidad, cuando ocupamos nuestros
asientos en el avión para viajar a Buenos Aires, Leopoldo, que por ese entonces
era senador, me pidió: “Ivelise, abrí el diario, y escondé disimuladamente mi
arma en la cintura”. Yo le pregunté: “¿Está descargada, Leopoldo?”, y él me
respondió impaciente que sí.
Puse la 45 en la cintura, entre la ropa; iba muy
incómoda, un arma enorme, yo pretendía estar leyendo el diario... pero tenía
ese objeto frío, metálico, contra el cuerpo, me sentía incomodísima.
Cuando estábamos por aterrizar, Leopoldo me dijo:
“Dame el arma, sacátela de la cintura y dámela... pero tené cuidado porque está
cargada”.
Sentí que me faltaba el aire. “¡Pero, Leopoldo, cómo
que está cargada...! ¡Vos me querés matar de un infarto! ¡Está cargada, la
tengo atascada en la cintura y no me la puedo sacar... y está cargada...!”.
Hice mil maniobras en el asiento, casi en pánico, y el arma no quería salir, y
yo segura que se iba a escapar un tiro, así que fui al baño caminando despacito,
con las piernas un poco separadas, y ahí sí la recuperé, con todo cuidado, la
envolví en el diario y se la entregué.
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“Tirate al piso!”
Pero las complicaciones de ese día, todavía no
habían empezado. Una vez en el aeroparque metropolitano, el chofer del Senado
nos comenta que hay algo raro en el ambiente, que ha visto varios autos con
antenas en las cercanías; no es de sorprender, era plena época del Proceso.
Vuelvo a inquietarme, me agarro la cabeza: “Pero ¡por favor no me diga que acá
también vamos a tener un episodio...!”. El chofer trata de tranquilizarme, y ya
en camino al departamento de Rodríguez Peña se nos pone a la izquierda un auto
sospechoso. Leopoldo lo nota de inmediato y me dice: “¡Ive, tirate al piso!”.
Estábamos detenidos en un semáforo en rojo, había
comenzado a oscurecer, y yo no estaba ni cerca de empezar a reponerme de todo
lo ocurrido durante el día. El caso es que obedezco a mi marido sin pensarlo
dos veces, como un acto reflejo, y como se verá, sin haber comprendido cabalmente
lo que Leopoldo me estaba pidiendo. Porque no me tiré al piso del coche, sino
que con el vehículo detenido en el semáforo abrí la puerta... y audazmente me arrojé a la calle.
El coche, con la puerta abierta, quedó ipso facto
iluminado por dentro, de manera que el senador, mi esposo, quedó más expuesto
que pato de tiro al blanco, un objetivo perfecto si hubiera querido atentar
contra su vida. Y Leopoldo, desde adentro:
“¡Pero no, no, qué hacés Ivelise, entrá, vení para acá!”, tironeando de mí
para introducirme nuevamente en el vehículo. Medio golpeada, medio atontada, me
senté nuevamente junto a mi marido, el corazón latiéndome fuera de control.
Estaba mareada, estaba muy cansada, ya no entendía
nada. Hoy puedo contarlo con cierto humor, pero pueden estar seguros de que
jamás olvidaré ese día.
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Agotados por las tensiones de la jornada cenamos
algo liviano y nos retiramos a descansar, pensando que un buen sueño reparador
curaba todos los males. Hasta que a las tres de la mañana la campanilla del
teléfono nos despertó de mala manera. era una llamada de nuestro chofer.
El pobre hombre estaba en una estación de servicio,
no sabía dónde. Lo habían seguido, lo habían acorralado, le habían cruzado el
auto, lo habían golpeado, lo habían dejado en cueros, le habían robado el
vehículo y no lo habían matado de puro milagro. La víctima, más muerta de frío
que de miedo, balbuceaba: “¿Qué hago,
señora? Acá me van a prestar un mameluco, pero ¿qué hago?”.
Yo, estupefacta, y sin haber podido sacudirme del
todo los vapores del sueño, le dije que se tomara un taxi y viniera
inmediatamente al departamento de Rodríguez Peña, donde Leopoldo y yo nos
encontrábamos.
Allí mi marido le dio ropa, dinero, lo atendimos, le
hice tomar algo caliente y sólo le permitimos ir a su casa cuando comprobamos
que estaba en condiciones de hacerlo, ya de madrugada. Ese fue un día
absolutamente nefasto.
La foto es de 1964 y muestra a Leopoldo Bravo, entonces gobernador de San Juan, bailando folklore con su esposa Ivelise Falcioni. Imagen coloreada con IA
"Un paseo en el subterráneo de Moscú"
En julio de 1976, Leopoldo fue nuevamente nombrado
embajador en la Unión Soviética y viajamos allí juntos, con nuestros tres hijos
menores. Los mayores quedaron en el Liceo Militar General Espejo y durante el
verano en Argentina nos visitaban, alternando entre la embajada en Moscú y el
Yat House en Bournemouth, en el límite entre Heresfordshire y Wales, un
instituto de enseñanza en medio del bosque donde yo los inscribía en cursos
intensivos de inglés y otras materias. Y para las estadías con nosotros en Moscú,
nuestros hijos viajaban con amigos y amigas, que eran bien recibidos y alojados
en la Embajada. De esta forma le dábamos a otros jóvenes la oportunidad de
tener una experiencia en el extranjero, aprovechando que el valor del rublo en
ese momento resultaba favorable.
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Yo no sabía una palabra de ruso y Leopoldo otra vez
hizo una de las suyas. Visitamos juntos el subterráneo de Moscú, que yo quería
conocer: una extensa red interconectada que transportaba diariamente multitudes
de moscovitas, con el agregado de los impresionantes murales del realismo
socialista que embellecían las distintas estaciones. Yo quería aprender a
manejarme con ese medio de transporte y mi marido estuvo de acuerdo. Estábamos
en el andén, llegó una formación, yo me abrí paso entre la multitud, entré en
uno de los vagones, giré la cabeza para ubicar a Leopoldo que imaginé en todo
momento detrás de mí —porque él me había dado un suave empujoncito para
ayudarme a subir al coche— y mientras las puertas se cerraban a mis espaldas oí
que mi esposo me decía, agitando la mano como despedida y sonriéndome tan
tranquilo desde el andén: “¡Acordate de
la estación Smolenskaia!”.
Y nos fuimos cada uno por su lado. El de vuelta a la
embajada y yo sólo Dios sabía, apretujada en un vagón de subterráneo, entre
extranjeros, sin hablar el idioma, sin conocer la ciudad, completamente
perdida. ¡No sabía qué hacer...!
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Hice montones de recorridos, me bajaba en
terminales, cruzaba por arriba o por debajo de algún puente, entraba en otra
línea, otro vagón, entretanto iba diciendo en voz alta: “ja argentina, ja argentina” (soy argentina) y por supuesto nadie
me prestaba atención. En realidad qué podían contestarme...: “mucho gusto, ja
ruso...” No tenía la menor idea de dónde me encontraba, suponía que si se hacía
muy tarde alguien saldría a buscarme, que de alguna manera me rescatarían, o
que me arrestarían por sospechosa de algo, que seguramente a la corta o a la
larga a algún lado iba a ir a parar.
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1950 - Leopoldo Bravo Cosaco. Una foto infaltable en Rusia. Leopoldo Bravo no pudo sustraerse al deseo de posar vestido de Cosaco durante los años en que fue embajador por primera vez en Rusia. Imagen coloreada con IA
Después recordé que Smolenskaia era la estación donde
se encontraba el Ministerio de Relaciones Exteriores, el Inostrovsky Niet, muy
cerca del cual estaba en ese entonces la Embajada Argentina en la calle
Lunacharscovo 8. Ahora se han mudado a otro edificio. También me vino a la
cabeza que alguien me había enseñado a decir ja supruga paslá Argentina (soy la
esposa del embajador argentino), y repitiendo esas palabras como en letanía me
acerqué a una soviética de gorrito azul, una boletera del subte, que se debe
haber apiadado de esa señora de aspecto cansado, un poco despeinada, que
parecía completamente perdida: yo, Ivelise de Bravo, que ya estaba al borde del
agotamiento físico y mental.
Por ese andén precisamente pasaba una cubana, que le
pareció cara conocida a la boletera rusa, tal vez una usuaria frecuente del
servicio. La detuvo, le pidió que tradujera lo que la señora intentaba
comunicar.
“¿Me permite que la acompañe?”, preguntó la cubana, solícita y
cuando escuché que alguien hablaba mi lengua materna, casi suelto el llanto ahí
mismo. “Señora, ¿se anima a que yo la acompañe, me tiene confianza?”, preguntó
la cubana. Y yo: “¡Pero claro que sí, se
lo pido por favor, llévenme aunque sea a Siberia, pero sáquenme de este
laberinto!”.
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Quién sabe a qué sector del subsuelo de la ciudad
había ido a parar, la cuestión es que viajé acompañada por la gentil cubana más
de una hora hasta llegar a la estación Smolenskaia. Cuando llegué, agotada
aunque algo más tranquila y habiendo podido disfrutar, dentro de las
circunstancias, de los murales con alegorías al trabajo, a la niñez, a la
ancianidad, reconocí de inmediato las empinadas escaleras y le dije a mi
acompañante que ahí muy cerca vivía yo. La cubana me depositó en la puerta de
la Embajada y con un guiño me recomendó que tuviera cuidado, no fuera a
perderme nuevamente, que la ciudad era muy grande.
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Pero lo peor estaba por llegar, en la figura del
señor embajador, mi esposo, quien me recibió sonriente, leyendo el diario y
diciéndome: “¡Ah...! Con que ya volvió
la paseandera...”. Yo estaba enojada, herida, cansadísima, y pensaba,
“¡cómo me hace una cosa así!”. Menos mal que yo tenía cincuenta años, que si
ahora me pasa algo parecido me muero de un infarto. Y nunca supe qué pensar o
cuál era la verdad: si él se quedó atrás porque la gente le impidió subir al
coche conmigo, o si lo hizo a propósito para que yo aprendiera de la manera más
difícil. Hasta el día de hoy no sé lo
que pasó.
Artículo publicado en LaPericana edición 429 del 2 de marzo de 2025 - - Fotos coloreadas con IA