Ese día de 1928 el aire estaba vestido de domingo. Una brisa del sur acariciaba la piel y la gente, después de laborar durante la semana, gozaba del descanso y abría su corazón a las sencillas dichas del deber cumplido. Había paz en los corazones y alegría en los rostros.
El pueblo era Huinca Renancó, al sur de Córdoba, lindando con La Pampa. Como dos leguas al este de Huinca, está el Lote 6, una colonia de chacareros de aparcería. Gente gringa¸ italianos del norte y gallegos peninsulares, todos unidos por la nostalgia de sus lares y la práctica de sus músicas y sus cantos. Ese domingo el pueblo estaba atestado de sulkys, cherrenes, volantas y jinetes a caballo, que habían venido del Lote 6 y otras comarcas a gozar de una fiesta cívica: juegos en la plaza y la cancha de Nelson, el club de fútbol. Carreras de sortijas; palo enjabonado; embolsados; reparto de caramelos para los chiquilines. Banda, bombas, desfile escolar, palcos, discursos; Olivero, Güenaga, Arrarás, Conosciutto, Brugal, Sanessi, Sardi, Parage, Busito, Ramón García; Fonda de Borrajo, Café Botafogo de Salinas, Confitería de Sarai y Vila, Sociedad Italiana y Sociedad Española, donde debutaba de aprendiz de cantinero el gallego Ceferino.
¡Qué tiempos, Dios mío!Y el “Chanta cuatro” lleno de bochas y vino tinto y “Hotel Chico” y “Hotel Grande” llenos de vermuses, estancieros y mayordomos y a la puerta los primeros Ford T; las masas de Torres y los helados del marido de la portera de la escuela. Y en la fonda de Borrajo el barullo de la murra, la brisca y el truco y las canzonetas de los piamonteses y las muñeiras de los gallegos. ¡Qué derroche de energía; que alegría de vivir!
Después, a la noche, las romerías, el baile y la alegría y la cerveza y la Bilz y las canastas con pollos, milanesas, tortas, pasteles, confituras, sobre manteles tirados en el pasto. Y el inefable amor de la familia y los amigos y el cantar todos y el bailar. Y el nacer romances y llenar las cabezas de sueños y fantasías. ¡Salud, Felipe Prieto y doña Jesusa! Que con mis padres andarán ahora en una eterna romería celeste, donde ya estamos haciendo cola en la puerta para unirnos también y desatar nuestras canastas y juntar nuestras meriendas.
¿Y qué hacía ese muchachito rubio, pecoso de asombrados ojos y contenido sueño hasta altas horas de la noche, entre el hervir de la vida y el asombro de la fiesta?. Sesenta y cinco años después, al pie de Los Andes, entre los parrales y el rumor de las acequias, alguien escribiría algo relativo al tiempo, el corazón y un pueblo inolvidable que se metió en el corazón de un niño, rubio, pecoso, que se metió un pueblo en el corazón.
Con las primeras luces del alba, partían los últimos romeros, cada cual a sus trigos, sus labranzas sus caballadas y sus ansias de lluvia y su hacer hijos y su hacer patria.
Pronto, no más, (algunos sin dormir) estarían en sus labores y sus preocupaciones; que no es nada más que la preparación de la alegría; la satisfacción de haber cumplido y la espera de los domingos para renovar amistades e inaugurar corazones.
En las chacras llamaban los gallos y el arrullo de las palomas se hacía vuelo y canto en el cielo. Un rastro bullicioso de gaviotas en el cielo oteaba las sementeras y raudas, planeaban detrás del arado, en pos del alimento que Dios reparte a sus hijos.
La gente, con unos mates en la panza, estaba en el trabajo ya eso de las nueve, miraba con ansia hacia “las casas” en espera de ver la bandera que llamaba al desayuno: jamón, huevos, chorizos y mate cocido en leche y con manteca hecha en la casa. La reunión era breve y bulliciosa y luego, otra vez a las faenas y a esperar el almuerzo; el cambiar de caballos a los arados y a las chatas; el revisar arneses y dar de beber a las bestias. Luego, otra vez al sol y al surco hasta que el ángelus anunciaba el fin de la tarea diaria. Y la gente, sudorosa y contenta, volvía al amor del fuego, al mate, los comentarios y las ocurrencias.
Los más cansados se retiraban: al galpón los peones y al interior los patrones; mientras, los rezagados inauguraban las brujas, las leyendas y el miedo de los boyeros. A veces, ya el gallo había cantado una vez cuando se retiraban los remisos. La oscuridad tendía un manto sobre el silencio de la pampa; los perros se echaban cerca de los catres; de vez en cuando, el cencerro de la madrina anunciaba el nocturno pastoreo y el chistido de la lechuza la proximidad de la caza. El tero, imprevistamente, alborotaba con sus gritos y anunciaba la proximidad de algún intruso cerca de sus dominios, tal vez alguien peludiando o el zorro o la comadreja husmeando ajenas propiedades. Luego todo era silencio en la tierra, los hombres dormían y descansaban, las bestias reponían las fuerzas y las alimañas entraban a sus vidas y sus costumbres.
Pronto vendría el clareo, las primeras luces y volvería a repetirse, una vez más, el eterno milagro de la luz y el trabajo. El hombre volvería al surco y la vida a la luz y habría pasado otro día en Huinca Renancó. ¡Cómo se trabajaba, Dios mío! Era gente que no sabía de sindicatos y habían tomado en serio eso de hacer la patria.