La espinita

 Cuando llegué al Súper ese día de invierno de 1963, la tarde ya no alumbraba y la noche aún no ennegrecía. Era esa hora de la nostalgia, la confidencia  y el cultivo (vinito por medio) de la amistad, el intercambio de chismes y el trajinar del ocio por los corazones. El cielo gris, nublado y unos relámpagos del lado de la Quebrada de la Flecha presagiaban lluvia; un suave viento del sur acentuaba el frío y empujaba a la gente al abrigo de los hogares, la tibieza de la aglomeración y el engaño de los “estaños”. Yo elegí la última alternativa y entré al supermercado.

 

El “Pepita de Triana” todavía en el esplendor de los estrenos y, Máximo Oviedo, luciendo la cara más fea que dio la gitanería, brindaba su calidad y sorbía la vida en pequeños tragos de tinto que degustaba con pausado deleite en un vasito pequeño que llenaba hasta la mitad. ¡Qué gentil caballero y qué refinado espíritu de este hombre que cautivaba con su guitarra! Se veía que sentía el orgullo de ser lo que era. Como un refinado joyero, iba mostrando las gemas del alma una a una: en la breve sentencia, en la apreciación justa y cabal, en la fina y delicada atención que ponía al escuchar  y en los largos silencios en que meditaba la respuesta justa o gozaba de la maravilla de la amistad. Hacia ese privilegio me arrimé y con él tomé un vinito, y mientras Máximo, recatado, atendía su negocio, yo me puse a espiar la vida a través de la gente que entraba y las cosas que realizaban. ¡Qué Fellini ni ocho cuartos, la vida, mi amigo, la vida!

 

Allí vi cómo se sentaba Orduña: enroscando una pierna a la otra como una enredadera al tronco de un árbol, desde la banqueta alta de la barra, arqueaba la espalda, apoyaba los codos en el mostrador, pedía un litro y tres vasos –por si llegaban amigos- y allí se dejaba estar, tímido y vergonzoso, como si la vida entrara en él de contrabando. Al rato le cayeron Castrito, el flaco Cuello y el Macho Guillemain. Los vasos ociosos de Orduña entraron a justificarse. Los rostros se animaban y la conversa se ponía en su justo baumé. Me acordé de la cueca: “Los que elaboran vino / son productores / y los que los tomaaamos / admiradores / Y los que los tomamos… admiradooores!” Antonio Gómez, solícito convidaba una taza de caldo bien picante y calentito que el Macho tomó con las dos manos, le dio un sorbito y la pasó al del lado. La taza cumplió el periplo y, como un pollito, fue a acurrucarse al lado de la olla. Los muchachos estaban en la barra del sur, que ahora llaman Vara de San José, por el perfume ¿vio? Y la cercanía de los baños. Hubo un fuerte trueno y empezó la lluvia. Las gotas caían como inmensa bandada de pájaros picoteando el zinc del techo. Repusieron el sellado.

 

En lo mejor de la lluvia entró el Dipus. ¡Pobre, daba lástima, como un pollito mojado se paró al lado de la barra! Las manos en los bolsillos mojados, el viejo traje, negro verdoso, estaba empapado y se veía que el frío le había calado los huesos. Arrugó la frente, quiso esbozar una sonrisa que se le quedó en mueca. Un finito hilo de agua le caía de entre los ralos cabellos, negros y duros, el fino y frío hilito de agua resbaló hasta el labio inferior que, caído, formaba como un pequeño estanque natural. El hilito de agua colmó el remanso y buscó el curso del mentón para terminar en la pechera. ¡Pobre Dipus, estaba frío y tumido! Se arrimó al mostrador y empezó a mirar fijo, como él lo hacía, sus ojos se enturbiaron y empezaron a lagrimear, era como si Dios estuviera llorando. Guillemain le dijo a Gómez: “Sírvale a Dipus, una taza de caldo caliente, pan y un vaso de vino”.

 

La lluvia seguía: Dipus tomaba el caldo, y de a poquito recobraba sus apagados grises habituales. Máximo Oviedo miraba al Dipus y no decía nada, que era su forma de decirlo todo. A mí se me empezó a cruzar en la garganta como una espinita de almendra verde que bajó raspando por el esófago para terminar encontrándose en el plexo, allí hizo su nidito y, todavía, cuando recuerdo a Dipus, me da unos pinchazos. ¡Cómo si un angelito travieso se empeñase en recordar a su hermanito! El bullicio había acrecentado los ánimos, a caldito y vino subìan los rubores; el ruido de vasos y platos indicaba que el hombre comía, reía y eructaba. Al rato todo era jarana, gritería y risotadas. Salvo, claro está, el Dipus que seguía terco en su porfía de pesadumbre y miseria. ¡Pobre Dipus, entre el bullicio y la algazara, lo imaginé como a un náufrago en el ojo de un tornado, un tornado de asco y desolación, donde lo único que brillaba era un extraño ángel que en la barra de un bar, tomaba una taza de caldo y bebía un vaso de vino!

 

La lluvia seguía, pero ya nadie le hacía juicio. El aire se espesaba de humo y olores. El bullicio era pesado y modorrante, como el oscuro presagio de tormenta. De otros lugares llegaban retardados “curados” a rematar la noche. Algunos empezaban a retirarse aprovechando una breve escampada. Cuando llegó la Calíbar la noche estaba en la madrugada y la gente en el delirio. Una risotada general acogió la desgarbada aparición que, como en un misterioso plan divino, se puso al lado del Dipus. Fue como echarles margaritas a los chanchos. Como en el Gólgota, la gente estaba pronta para la mofa y el escamio, los mártires estaban ahí y no había que desperdiciarlos ¡La función debe continuar!

 

Me acerqué a Dipus y la Calíbar y los “convencí” que me acompañaran a “La gota de Grasa” a tomar un café caliente. Me siguieron, como dos sombras sin voluntad. Al salir a la calle la lluvia había amainado y empezaba un frío aire del sur. Busqué entre las nubes algún indicio, pero Dios y los ángeles dormían. Los dejé en la gota ante dos cafés con leche y salí a la intemperie para las casas. ¡La espinita de almendra se había enconado y tenía ganas de llorar!.

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Ilustración: La espinita