“Hoy es noche buena
y mañana Navidad,
dame la bota,
María, que me voy
a emborrachar”
Mamá le pasó la bota, panzona de vino tinto, papá lo alzó en un amplio gesto de sembrador, le oprimió el fondo, abrió la boca que, sedienta y golosa, recibió el delgado hilo de vida. El tórax se expandía al rítmo de los tragos, tenía entrecerrados los ojos que apuntaban a la luna llena, como en un secreto y ancestral brindis con la Sagrada Familia, que aún vivía en la pálida morada. Un golpe de aire desvió el derrotero del chorro de vino, que floreció en una palpitante granada en la blanca camisa de mi padre que cortó el chorro, se secó la boca con el dorso de la mano y rió a carcajadas. ¡era la imagen de un potente dios Baco presidiendo las risas y los ánimos de la nochebuena!
Mi padre se agachó, desató las tiras de las zapatillas que estrenaba y las puso sobre el viejo banco de pino; mi madre pateó los zuecos negros, de madera blanca, los acomodó debajo del banco, y como dos firmes voluntades se pararon en medio del endurecido patio de tierra, hacía poco regado. Tiesos quedaron un rato. De pronto, como movidos por un rayo , pegaron sendos saltos y la jota gallega ya estaba por los aires afirmando el sello y la pasión de una raza. Seguro que invisibles y potentes gaitas, desde la amada Galicia hacían llegar sus sones y gemir sus roncones, para que estos dos gallegos a doce mil kilómetros, dieran sus cuerpos al aire y rindieran su culto de estar presentes en el corazón de la tierra. Así estuvieron bailando un largo rato. ¡Dios, qué música escucharían para sostener ese rítmo!. Los chicos sentados sobre la gramilla hacíamos un semicírculo de asombro, comíamos castañas y peladillas y, como podíamos, llevábamos el compás a puro talón contra el piso de tierra. De pronto, todo cesó: los bailarines quedaron tiesos, sudorosos y jadeantes, se abrían las fosas nasales para recuperar aire, que, seguramente en ese instante olía a las salobres y amargas aguas del cabo Finisterre. De pronto a mi chiquilín asombro le pareció que papá y mamá lloraban ¿O sería que los bichitos de luz, que seguían danzando en torno al farol que pendía de una rama de la acacia habían entrado en sus ojos? ¡Papá y mamà qué iban a llorar, eran los bichitos no más! Quiera Dios que esta noche haya muchos bichitos de luz… y que todos lloren de dicha: papá, mamá y los chicos.
El pueblo era chato, triste y apocado por la inmensidad pampeana que lo rodeaba. Una visión de soledad ha quedado grabada en mi retina. La figura de un jinete que, al tranco del caballo, se pierde en el atardecer tras la curvatura del horizonte. Allí estaba (y está) mi pueblo, entroncado al lado de la Ruta 35 que de Córdoba va a Bahía Blanca. Dos calles largas transversales y un pequeño damero de polvorientas callejas que servían de excusa para no llevar a ningún lado. Hacía poco que se había inaugurado la luz eléctrica. El Plus Ultra, que el año anterior había llegado, todavía era comentario que servía para que el orgullo de los gallegos ¡al fin! Le empatara a los italianos; el resultado estaba: Benito Mussolini: 1. Ramón Franco: 1. Empate ¡Y el mundo seguía girando y mi pueblo, Huinca Renancó, también lo acompañaba!
En casa, a la orilla del pueblo, aún no había luz eléctrica, de ahí el farol, la acacia, los bichitos y la inmensa dicha de vivir sin tanta zoncera; pero el hombre, animal incorregible, se empeña en embarcarse en el progreso. ¡así le va, indudablemente llegará a las galaxias, lo que no me explico es para qué! Tampoco teníamos fonógrafo, ni falta que hacía, mis padres bailaron la jota con una música que, sin saber cómo, les llegaba del otro lado del mar. Después de sesenta años me di cuenta del asunto: ellos estaban en América, aquí sus trabajos, sus afanes y sus hijos, pero, sus corazones seguían en las frescas rías de El Ferrol y Sada y de allí les venía la música de la jota que bailaron. No tenían ni fonógrafo ni radio, entonces sintonizaron con el corazón que, si no me equivoco, debe ser el mejor receptor del mundo, como que está hecho de tierra… ¡Y de tierra es el corazón del hombre!
Esta nochebuena, que ya está, apaguen las radios, los televisores, las boites, los políticos, los gobiernos, la economía y toda tanta basura acumulada y enciendan los corazones… y escuchen las músicas de sus orígenes y ¿Quién le dice? ¡En una de esas, ahí reside la solución a todos nuestros problemas, digo, si es que hay problemas, porque en una de esas no existe ningún problema… o solamente uno: Que no sabemos escuchar con nuestros corazones!
Alguna vez, relaté la nochebuena y Navidad de San Juan de antes. ¿Recuerda? Me refería a las familias de don Aristóbulo Alvarez, que es un prototipo de familia de clase media y de costumbres arraigadas; hoy he querido pintarles un pequeño “cuadrito” de una nochebuena en una familia de inmigrantes, inmigrantes pobres en un pueblo pobre, y lo que es peor, una nochebuena de gente desarraigada de sus lares, sus costumbres, sus duendes y sus diablos. Nochebuena de gente de todas partes del mundo que vino a esta tierra a parir sus hijos, levantar sus hogares y afincar sus corazones.
¡Para ellos, para los inmigrantes que ya son cal abonando nuestro suelo, esta noche buena. Apaguemos todos los aparatos, encendamos nuestros corazones y dejemos que los bichitos de luz nos enseñen a llorar!