La Calivar vs. Carlitos

 En este rincón y con un peso de todas las angustias y sufrimientos, la campeona mundial de la desdicha: ¡La Calíbarrr! (Aplausos y silbidos).

En este otro rincón y con pantalón muy largo y arrugado y con 45 kilos Baumé, el crédito sanjuanino, el retador: ¡Carlitosss! La pelea será a un solo y eterno round y se pone en juego la Corona Mundial de Espinas. El jurado: ¡Un imbécil! (Aplausos y silbidos).

Aquella noche de invierno del 70 lloviznaba y hacía mucho frío. Era principio de mes y la gente andaba con plata fresca en los bolsillos y no sabía qué hacer con ella, por lo tanto, se le dio por practicar un arte casi olvidado: comer y chupar. Las barras (entonces, aún no había mesas) estaban atestadas de gente que, afirmada en los mostradores, se dedicaba a comer y beber ¡que daba gusto! El frío se combate de dos maneras: con fuego por fuera o con vino por dentro. Esa noche se había elegido la segunda de las opciones.

 

 

A las diez de la noche el Supermercado estaba que daba gusto: las exquisiteces de boca: pastelitos, empanadas, pescaditos, papitas, mondongo, caldillos, mariscos, (e aínda máis) y todo bien regadito, hacía elevar los ánimos a voltajes peli­grosos. Ya la gente estaba hasta las manos y lista para cualquier cosa. ¡En este rincón Carlitos, en este otro La Calíbar!

Envuelta en trapos; la cabeza cubierta con una especie de toquilla; flaca, brumosa, desgreñada, los ojos perdidos en misteriosa bruma, hizo su entrada la Calíbar. Rápidamente sus partidarios del costado sur del super le hicieron lugar y le convidaron vino. Me extrañó el método de entrenamiento. Cocina de por medio y en el mostrador del lado norte, Carlitos hacía precalentamiento. Los ojitos se le cruzaban más que de costumbre y un mechón le cubría parte de la cara, como queriendo tapar alguna vergüenza. La pelea de semifondo, con el vino, había terminado en un empate y todo estaba listo para el match de fondo.

No sé quien, pero el dueño de esa idea merece una estatua en la galería del cretinismo. Bueno, decía que a alguien se le ocurrió la genial idea de que la Calíbar y Carlitos tenían que pelear. Que a alguien se le ocurra esa idea puede ser un absurdo, pero que cien personas aplaudan esa idea entra en el terreno de lo fantástico y hace dudar, seriamente, del objetivo del homo sapiens en este planeta. ¿Qué absurdo la atómica, no? Y se formaron dos bandos: calibaristas y carlistas. En ese instante empecé a sentir un malestar en el estómago, le eché la culpa a los pescaditos... todavía no caía en que era el nacimiento del asco.

 

 

 

Sin darse cuenta, como esas cosas que suceden, ya se había formado un círculo y adentro del mismo Carlitos y la Calíbar; cada cual se divertía a su manera. ¡Dale Carlitos! Y un empujón y allá estaba Carlitos en el centro del círculo. ¡Dale Calíbar! y un empujón y allá estaba la Calíbar, tam­bién en el centro. Sentí otro retortijón en las tripas. Noté que para algunos no era grato el espectáculo, no importa ¡se les devuelve el dinero, caballeros!

¡Dale Calíbar, dale Carlitos! y las risotadas y los ojos vidriosos, y los eructos y el Hombre en su mínima expresión, coronándose de gloria. Tercer apretujón en el estómago.

Cuando quisimos acordar ya Carlitos y la Calíbar estaban en el centro del círculo. Se miraban, se observaban, se medían,

igual que los boxeadores ¿vio?. Pero, no había pelea y eso enfurecía al respetable. Dos comedidos (que nunca faltan) entraron al círculo: ¡Aro, aro, aro! y con sendos vasos de vino convidaron a los contendientes que aceptaron el convite con inexpresivas sonrisas. ¡Bueno y ahora a pelear, ja, ja, ja y Carlitos y la Calíbar se miraban no más! ¡Vamos, vamos, pelea! ¡Que devuelvan la plata! gritaban algunos. En eso pasó lo increíble: Carlitos se acercó a la Calíbar y ante ella hizo una profunda reverencia. Con la mano izquierda se sostenía el saco cerrado (le faltaban los botones), con la mano derecha tomó la mano de la Calíbar (que miraba pasmada) y le dio un beso en el dorso mientras le decía con entonación versallesca: ¿Me permite este baile, señora? y empezaron a bailar, sos­teniéndose el uno en el otro para no caer por los efectos del vino.

 

 

Cuando arreciaban los aplausos y la gritería, los baila­rines pararon de golpe, miraron en torno, rieron tontamen­te, miraron de nuevo a la gente, como esperando algo y de pronto, uno al otro quedaron mirándose largo rato, cómo extasiados... se abrazaron y echaron a llorar desconsola­damente, uno en los brazos del otro.

Los aplausos y la rechifla fue general. Después, de a poco, fue calmándose el ambiente. Algunos se miraron y agacharon la cara. Cesaron los aplausos y algunos, silenciosamente empezaron a retirarse. La Calíbar y Carlitos quedaron solos, se arrimaron a un mostrador y se quedaron, tomados de la mano, mirando a la escasa gente que quedaba y sonriendo agrade­cían los aplausos. Las luces empezaron a apagarse; yo me corrí a la punta del mostrador, a lo oscurito y me puse a llorar. Cuarto retortijón en las tripas, que todavía me duelen. ¿No somos nada, no?

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Ilustración: La Calivar vs. Carlitos