Cuando la luz de la aurora perfilaba los cerros del Pie de Palo y el aire de abril se embriagaba de mostos y pájaro bobo; cuando las llanuras del este, al amanecer, se sumergían en lechoso vaho que el sol, naciente, levantaba de la humedad de la tierra y los pájaros colaban a los parrales a gozar de la cosecha de Dios, en las olvidadas campanillas que quedaban en las parras. Cuando el canto de vivir nacía a un nuevo día, por la ruta 9 de Julio, frente a la Caico, transitaba un destartalado camioncito Ford A, con tres ocupantes que se dirigían a Santa Rosa, justamente al almacén de don Julio Díaz. Corría el año 1937.
El día anterior Valentín Orellano Vera y Violeta Such Ruiz había contraido enlace. Dos días antes a Valentín le habían dado el nombramiento de maestro en Punta del Médano, así que el día anterior, luego de casarse y de un discreto almuerzo familiar, Valentín alquiló un camioncito, lo cargó con bolsas de papas, cebollas, harina, paquetes de fideos, porotos, yerba, azúcar, zapallos y otras cosas de boca y algunas de vestir; cargó una cama de hierro y un colchón, almohada y cobijas y, cuando todo estuvo listo, hicieron la cena de novios. La sobremesa tuvo confituras, torta y sidra. Y entre deseos, consejos, llorisqueos familiares y recomendaciones se hicieron las cuatro de la mañana: Valentín cargó la novia (en la parte de adelante) y salieron para el desierto. El chofer y los dos recién casados eran los tres ocupantes del camioncito destartalado que vimos frente a la Caico, cuando la luz de la aurora perfilaba los cerros del Pie de Palo.
En Santa Rosa, en lo de Julio Díaz, cargaron algunas vituallas para el comedor escolar y enfilaron para el lado de Camarico. Entonces no había caminos sino tortuosas huellas entre arenales y espinos que hacían dificultosa la marcha. Una suave brisa templada del norte, calentó el ambiente y levantaba polvaredas que hacían sofocante y fastidioso el viaje. Cuando llegaron a Encón, como a las tres de la tarde, pararon y merendaron; prepararon café y, previo recoger algunos encargos para gente de Punta del Médano, continuaron su travesía, tratando de llegar a destino con luz y relojear el lugar y el sitio donde iban a parar. Cuando para el oeste el cielo se tenía de púrpura divisaron un disperso caserío. Al azar eligieron una casona grande y de acogedor patio. Golpearon las manos; torearon unos perros y de una pieza salió un señor alto, de porte patriarcal. Hubo saludos, se hizo reconocer el nuevo maestro y se presentó el dueño de casa ¡Mucho gusto, Climaco Ponce!.
Don Climaco los acompañó hasta la escuelita. Era un rancho de tres habitaciones y una galería al patio. Ahí funcionaba el aula, el comedor y el dormitorio del maestro. La escuela se llamaba "Rosario Vera Peñaloza" ¡Qué coincidencia, Rosario Vera Peñaloza era tía abuela del maestro, Valentín Orellano Vera! (Cuando Valentín me contó eso, el orgullo le brotaba por los poros). Se hizo de noche, prepararon la cama, tomaron mate cocido y se fueron a dormir su primer noche de casados!
Al otro día se levantaron con el alba, se sentaron bajo la galería y vieron nacer el sol. La grandiosidad de esas soledades se les metió en los huesos... y los acompañó toda la vida. El agua del pozo era amarga, no se podía tomar, había que hervirla. Las alimañas y las arañas eran cotidianas visitas, visitas que hubo que combatir y alejarlas.
Hicieron de tripas corazón y se acostumbraron a combatir la adversidad. Así fue pasando el tiempo: el viento y la arena los fue amoldando al paisaje y llegó el día en que el maestro Orellano, su señora y la primera hijita ya eran gente de esos pagos; eran parte de sus vivencias, eran lágrimas en sus dolores y risas en sus alegrías. El maestro era el hombre de consulta y el paño de lágrimas de la pequeña comunidad.
Un día le llegó el traslado a El Encón y allí se mudó la "Escuela Rosario Vera Peñaloza". ¡Era un adelanto, ahora estaban a apenas cien kilómetros de la civilización (que así la llamaban)! Allí, con tos vecinos, el maestro levantó una capilla; él mismo donó una Virgen del Valle, de bulto y se las ingenió para llevar a Monseñor Audino y Olmos para la inauguración. Esa virgencita es venerada actualmente en la comarca.
Habían pasado los años (ya vino la segunda hijita) Los viajes a la ciudad podían hacerse más seguidos y cumplir con la ristra de encargos y mandados de la gente del lugar. La casa del maestro, en la ciudad se convirtió en una embajada y hospedaje de Encón en San Juan.
Así las cosas, un día el maestro se sintió mal. El médico sentenció: ¡Mal de chagas! ¡Era la medalla, el premio que el desierto otorgaba a sus conquistadores! Tiró un tiempo más, se resistía a dejar a "sus muchachos"; llegó un momento en que ya no pudo más. Solicitó el retiro. Después de un largo papeleo le concedieron media jubilación ¡Qué más podía valer u-na vinchuca! Poco tiempo después Valentín O-rellano Vera, el maestro, caía abatido por el mal de chagas. Su salida del mundo fue silenciosa como su vida.
Orellano fue el clásico maestro rural. Entregado a su tarea hasta dejar la vida. La sociedad le pago como le paga a los maestros: con ingratitud y olvido, pero ¡así se hace el país, a fuerza de sacrificio... y por eso lo queremos tanto!