La patria

Yo había salido a campear unos animales que en la esquina del chañar habían roto el alambrado y, seguramente, andarían por el Cañadón de las Totoras, distante un par de leguas de la chacra. El overo nochero, Pepermint, a tranquito corto y lento parecía que olfateaba el destino de los extraviados, porque de vez en cuando detenía el paso, alzaba el cogote, paraba las orejas y recorriendo las soledades con la vista, reanudaba la marcha. Yo confiaba en que el animal, con su instinto, me llevaría hasta los perdidos y lo dejaba hacer. Me dejé estar sobre el recado y, como acariciando la mañana me entregué a amar las cosas, esas cosas tan distantes y tan sentidas: las negras isletas de chañares que se perdían en la curva del horizonte. Las aspas de algún molino que subían o bajaban a medida que yo descendía o repechaba una lomada. De vez en cuando, el casco de alguna estancia emergía de entre un verdor de pinos y eucaliptos y las blancas estacadas de los corrales para la caballada fina, anunciaban el afincarse de algún gringo que ponía los primeros jalones en el avance sobre el desierto y los primeros alambrados que delimitaban el despojo al indio. ¡A la patria —pensé yo— como las flores raras, como la flora valiosa, hay que abonarla con estiércol, hay que echarle mierda!

 

Con unos talonazos apuré al Pepermint que del paso lento pasó al tranco largo y agarró, resueltamente, en dirección a la cañada. Las flores del Santamaría que bordeaban el camino eran como amarillas mariposas en la cresta de los yuyos y el florecido cardo desgranaba al aire su pompón de panaderos, sembrando, a la rosa de los vientos, su eterno mensaje de soledad y lejanía. Miré como embobado al sutil vilano y no alcancé a comprender su tesonero empeño en sembrar soleda­des en los campos del olvido. Una lechuza, desde un palo del alambrado me miró al pasar, torció tres cuartos de cogote y me dejó ir. Se ve que la lechuza había puesto en mí el mismo interés que yo había puesto en el cardo: “¡Animalitos —me dije— animados entre los yuyos, eso somos! Y como si hubiera dicho una sabiondez mi pecho se infló de orgullo; le di un rebencazo al Pepermint y al galope agarré para la cañada que se divisaba al fondo de la loma. El overo, a lo lejos reconoció la hacienda que campeábamos, pegó un relincho y, solito, como quien sabe su trabajo, dio un rodeo, se ubicó en la parte de atrás de la tropillita y empezó su faena de arrearlos para la querencia. ¡Yo iba de yapa no más y, para justificar mi inutilidad, me saqué la gorra y de vez en cuando la revoleaba en el aire y un ¡éa! ¡éa! acompañaba mi zoncera! No era cuestión de dejarme basurear por el Pepermint.

 

Pasada la media tarde, al doblar la esquina de la estancia de Crespo, la tropillita divisó el callejón bordeado de paraísos que llevaba del camino a las casas. Ver el camino y desbandarse las bestias fue una sola cosa y salieron en desordenado tropel en busca del fresco bebedero y los misteriosos halagos de la querencia. ¡Igual que los seres humanos —pensé— toda la vida dependerán del olor de sus yuyos y las tetas de sus madres!

El sol, entre púrpuras cúmulos, se dejaba caer en la inmen­sidad del oeste, justo sobre mi pueblo, Huinca Renancó, que al otro día, sábado, estaba de romerías españolas. El corazón me dio un vuelco de alegría; rápido acomodé la tropilla en el potrerito de alfa; desensillé al Pepermint; con un jarrito con agua le lavé el lomo, lo metí en el corral cerca de la pesebrera y me fui para la cocina, a tomar mate y rendir cuenta de mis andanzas. Mientras me acercaba, saboreé el gusto de la entrevista con mi patrón, acomodé el paso a la importancia de la ocasión y entré a la cocina ¡Dentro de mi pecho, a los empujones, un gauchito quiscudo trataba de desalojar al grlnguito pecoso, ojitos azules, que andaba intruseando en esos dominios!

 

Temprano me agarró el sueño y caí en los jergones como un pajarito de un hondazo. El olor de las guarniciones ensebadas llegaba a mis narices como una bendición del cielo.


Al otro día en el pueblo estuve de romerías, bombas, bandas y pasteles. Todo el gríngaje de leguas a la redonda caía al pueblo a caballo, en sulkys, charrentes y forcítos T. El Prado Español estaba lleno de luces de colores, gallardetes, banderas y serpentinas y el estruendo de las bombas y el olor de la pólvora alegraba a los chicos y asustaba a los perros. Los romeros, de todas las razas empezaron a tender manteles en la hierba y a desplegar manjares y bebidas. Se intercambiaban brindis y bocados y, como diez idiomas festejaban una sola alegría: el gozar América y una sola tristeza: los huesos de los abuelos y el amor de bs padres allá, al otro lado del mundo. De pronto el roncón de una gaita echó al aire su quejido y la jota gallega atronó la noche. Mis padres, en la pelada pista levantaban nubes de polvo y volaban por el aire.

 

En un claro de la música vi los ojos de mis padres: nadaban en lágrimas. Las rías de Arosa, las anduriñas de Rosalía y las filloas de Betanzos andaban por Huinca. Yo sentí (aprendiz de gauchito) que un cardumen de plateadas sardinas del Cabo Finisterre gallegueaban en mi sangre. Sonreí para mis adentros y me dije: con estos gringos, con este trabajar y con esta alegría tenemos que hacer la Patria. Me quedó tranquilo, sabía que de estos cuidos iba a surgir una hermosa planta. Eché mi cabeza en el pasto y un frescor de yuyos americanos me llevó al sueño.

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