El Arcángel

El poeta sanjuanino Rufino Martínez escribió para el semanario El Nuevo Diario una serie de textos que integraron la sección "La Gran Aldea". El texto que aquí se reproduce está dedicado al "loco Antonio", uno de los entrañables personajes del San Juan de antaño. Fue publicad en noviembre de 1986.

El Arcángel
¡Nunca pretendas averiguar qué se esconde en la cabeza de un loco. Dios se vale de infinitos disfraces para ocultar su grandeza!
Era el invierno del 37 o 38. En una mesa de la confitería La Chiquita que daba a una vidriera de la calle Mitre, gozábamos de la resolana y bebíamos café, Don Carlos Ciro Gutiérrez, que hablaba y yo, que lo escuchaba. Serían las once de la mañana y la tibieza del lugar y la amenidad de la charla de Don Carlos, que de suyo siempre era agradable e instructiva, se sentían un poco opacadas por imperio del tema que nos ocupaba: la guerra civil española.
En verdad que a Ciro Gutiérrez le preocupaban intensamente los acontecimientos en España y, con meridiana claridad, intuía y me anticipaba los posteriores sucedidos que llevaron a la segunda guerra mundial. El fascismo probaba sus armas y entrenaba sus soldados en la sierra de Guadarrama y el nazismo, en Guernica, escribía para la posteridad, la más infame de las incursiones contra la libertad y los derechos de un pueblo.
En esas cavilaciones estábamos, cuando el silencio empezó a poblarse de un trepidante redoble de tambor y una desordenada gritería de chiquilines. El ruido iba acrecentándose y se aproximaba por calle Mitre. Al llegar frente al Círculo Italiano era ya una desordenada barahúnda. Cortamos la conversación; paramos las orejas y los ojos se clavaron en los vidrios. Tensos, estábamos atentos a lo que se venía... ¡Y se vino nomás!
De pronto, frente a nosotros apareció lo que bien podía ser una descripción de Dickens o un desvarío de Roberto Arlt. ¡Apareció la bamboleante figura de un hombre descorcentante! Vestía un sobretodo gris viejo, amplio y que le llegaba casi a los tobillos; un ambo de color indefinido, el saco de cruzada abotonadura, y los pantalones caían en repetidos pliegues sobre unos chaplinescos botines larguísimos que se desplegaban, en la posición de las nueve y cuarto; llevaba una camisa que fue blanca y a la que le faltaban algunos botones y una corbata negra, flojo el nudo y con la parte de atrás adelante. Un redoblante, atado a su cintura con una tira de corbata vieja, servía de trompeta a este arcángel de insólitos anuncios.
¡Era el loco Antonio!

El Hombre
¡Redoblaba el tambor como para despertar a los muertos! Repartía unos volantes de la tienda Tacuarí; los chicos le ayudaban en la distribución de los anuncios y unos gritaban. ¡Loco. Antooonio! y otros ¡Tienda Tacuarííí!. Ponía Antonio tal entusiasmo, seriedad y responsabilidad en su trabajo que, si los obreros actuales hicieran lo mismo, no les envidiaba yo el puesto a más de un dirigente gremial. ¡Las vacantes que habría en ese gremio!
Verlo caminar a Antonio sobre el canto rodado de las calles era todo un espectáculo: gambeteaba las piedras puntudas y los desniveles, buscando el “parejito” para asentar el pié, pues, dicen, tenía los callos más grandes y dolorosos de Cuyo. ¡Si fueran andaluces, ya los quisiera para sí el mejor colmao de Málaga! Algunos memoriosos dicen que podía pronosticar, con dos días de anticipación un, chubasco en Australia... otros, en cambio, dicen que son exageraciones, que apenas llegaba a la isla de Juan Fernández. En lo que sí coinciden es en que si Antonio se hubiera dedicado a pronosticar el tiempo, Razquin estaría en el más ignominioso olvido.
¡En cuanto a lo del tambor, cabe decir que Antonio se adelantó veinte años al Tula! Algún día, los estudiosos determinarán cuál de los dos fue más importante para la república.
Después de Antonio, el tambor se popularizó tanto que, pienso, irreverentemente, que a esta altura del tiempo, el loco Antonio debe estar en el cielo, enseñándole a tocar el bombo al Arcángel Gabriel. ¡Cuando el arcángel venga, los muertos (en la Argentina al menos), le van a hacer más caso al bombo que a la trompeta! ¡Claro, para ese entonces ya todos tocarán el bombo y habría que saber a qué percusionista responden!
Era Antonio Ariza (el loco Antonio) de mediana estatura; la piel blanca y curtida por los soles y los fríos; la cara más bien chica, surcada de arrugas y con eterna barba corta y descuidada; el labio inferior un poco caído y dos ojitos pequeños, arrugaditos pero llenos de una vivacidad extraordinaria daban la impresión que, desde adentro de esos ojos la eternidad te contemplaba. ¡No eran los ojos de un idiota, no. Era el tiempo, que cansado de idioteces lo contemplaba a uno! A veces daba miedo, esa mirada te estaba juzgando... y no tenías escape... aquí se paga todo.

Los modales
Antonio fue un hombre educado, cortés; jamás se le escuchó una mala palabra. Y si alguna vez perdía los estribos y elevaba la voz era para protestar contra algún “gracioso” que pretendía burlarse de su condición.
Trabajaba honradamente y sin descanso (nunca le vi pedir), vendía lotería, repartía volantes, hacía algún mandado y mantenía la dignidad del trabajo y cumplía con el precepto bíblico “ganarás el pan con el sudor de tu frente’’. Si la gente cuerda se comportara con la honradez de este loco, otro sería este país. Estos días no nos hubiera faltado nafta ni se paralizarían los ferrocarriles en un absurdo desacato a la ley y el orden.
En fin: ¡Antonio era un hombre cuerdo lleno de locuras! No debemos olvidar que cuando un cuerdo hizo cosas grandes lo llamaron loco. Los ejemplos abundan en la religión, las ciencias, las artes y en toda actividad humana que rompa con la hipocresía de las costumbres y la costumbre de la hipocresía.
Envío: para usted, Don Antonio Ariza, que en celestes eternidades debe estar galopando el potro de la libertad, yo, y muchos como yo le enviamos un cariñoso recuerdo y un reconocimiento a su alocada hombría.
Me place (nos place) pensar que, después de la muerte, cuando hayamos recuperado la vida eterna, nos elevaremos a alguna nubecita para escuchar su tambor y sorber la extraña y eterna sabiduría que emanaba de sus ojos.
¡Nunca pretendas averiguar qué se esconde en la cabeza de un loco, Dios se vale de infinitos disfraces para ocultar su grandeza!.

GALERIA MULTIMEDIA
Los locos tienen el rostro de la multitud. En esta forma se captó alguna de las caras del loco Sntonio. Nadie se dé por aludido, pero, ¿Quién le dice?