El texto que aquí se reproduce está dedicado a la memoria de un querido personaje sanjuanino, "El Porteñito". Fue publicado el 10 de octubre de 1986.
¡La primavera venía pesada! Desde las primeras horas de ese día de Octubre, empezaba a apretar la canícula. Los pajaritos (ese barroco capricho de Dios) habían afinado las antenas de la alegría y daban rienda suelta a la avasallante sinfonía de la vida.
Las ibiñas y los benteveos, las chirigüitas y las chamuchinas; el gorrión y la torcáz y cada uno en su lenguaje y su estilo, elevaban un canto de gracia al insondable misterio de vivir. ¡Octubre era propicio para el nido y el empolle y, la tarea de la creación no debe parar, los obreros de Dios no hacen huelga!.
Las casas de antes tenían dos patios: el primero para las flores y el segundo para las frutas. Sentado en una silla baja, estaba mateando. El aire estaba espeso de jazmines, santaritas y madreselvas y, de unas tinas, una ruda macho y una mata de hierbabuena se encargaban de matizar los aromas y armonizar ese deleite que se esparcía por el aire. Eso ocurría en el primer patio.
En el segundo, un concierto de silbidos, currucuteos, reclamos, avisos, cantos, estridencias y toda forma de manifestación canora, se elevaba de entre el follaje de las limas, limones sutiles, naranjos, cuaresmillos, nísperos, granados, duraznos y la infaltable viña formaban un inmenso órgano que emitía una sinfonía en acción de gracia por la llegada de Primavera y sus urgencias. ¡Sí, señor, daba gusto vivir!.
En eso estaba cuando, de entre las ramas de un paraíso que sobresalía de la medianera vecina un alboroto de chillidos, gritos, picotazos, aleteos y jadeante persecución llamó mi atención. Elevé la vista allí y estaban. Era un casal de gorriones que, en medio de tanto perfume y canto, querían agregar su granito de arena al concierto da la creación. ¡Y vaya si lo hicieron, mire, en menos de dos minutos, según mi observación, se aparearon cuatro veces!.
Eso despertó en mí una sensación que, hasta hoy, no puede discernir si era de admiración o envidia, eso si, esa observación me llevó a este razonamiento: ¿Dígame, Dios no habrá traspapelado un poco sus apuntes? ¡Porque, darle tanto al gorrión, que es tan chiquito y a otros, grandulones, tan poco!.
Si fuera musulmán agregaría ¡Alá se vale de infinitos arenales para hacer la joroba de un camello!.
Eso fue en la mañana de ese octubre de 1939 ¡un domingo bochornante y como para temblar! según los viejos.
A las doce había asado de costillas, unas achuritas, ensalada de berros y vino carión de Graffigna. Luego la siesta, que hubiera sido la envidia del más exigente santiagueño.
Como a las ocho de la tarde enderecé el esqueleto; me pegué un baño, me puse las pilchas domingueras y enfilé para la plaza. A la tardecita había retreta con la Banda de Policía, que en ese entonces dirigía el maestro Menna ¿o Colecchia?. Retreta y la vuelta del perro: dos motivos para no faltar.
Pero, estaba escrito que ese día, mi vida estaría signada de gorriones, aunque este gorrión era distinto, no estaba en la rama de un paraíso y hacía prodigios, éste vendía caramelos, repartía sonrisas y aprendía a volar.
¡De la única forma en que se aprende a volar, dándose porrazos!.
Le cuento: Me había sentado en un banco de la plaza; la banda tocaba Danubio Azul; los primeros vuelteros venían llegando; ya algunas chicas iniciaban el desfile y algunos “mayores’ ya ocupaban sus lugares en las mesas que, las confiterías, distribuían en la plaza. ¡En eso llegó el gorrión caramelero! Era un pibe como de unos ocho o diez años. Tiraba a gordito y retacón; su ropa, si bien humilde, era muy limpia y prolija; llevaba pantalón corto, medias (raro) zapatos negros, una camisa blanca y un corbatita tirando a colorado. Estaba bien peinadito (creo que algo de gomina), lucía una sonrisa como para Kolinos y, en una dicción que me llamó la atención me ofreció su mercancía; caramelos, chocolatines, pastillas, recortados, tocinitos, alfajores y otras chucherías que exhibía en una bandeja, de factura casera y que le pendía del cuello en una correa tipo cortina,
Me llamó la atención. No era el muchachito callejero (a quien Dios reserva otros destinos) sino, un pibe que había crecido muy pronto y que, ya trabajaba. Repito: ya trabajaba. ¡No sé si entonces había sindicato de carameleros, pero, de haber habido, seguramente el Ubaldini tenía ropa talar y un par de alitas!.
Conversamos un rato con el pibe. Le compré un paquete de pastillas de anís, (esa noche había baile en Los obreros del porvenir) y, palabra va, palabra viene, supe su nombre, se llamaba Antonio García, pero, la gente le decía el porteñito.
Desde entonces y hasta hace dos años que cambió de domicilio y se alojó en una nube, he gozado el privilegio de su amistad. Conociéndolo, a través de los años, comprendí el porqué de su amplia contextura toráxica: tenía que albergar un corazón inmenso, donde cabía la ternura del mundo y, especialmente el amor de los niños!. Y ya se sabe, los niños no se equivocan nunca, quieran a los que quieren!.
Su negocio tenía un lema “Cotillón El Porteñito, capital, veinte mil niños amigos”... y era verdad y su capital era de moneda fuerte, de esa que no se desvaloriza ni entra en el juego de la bolsa, la usura o la bicicleta. Su moneda era el amor. ¡Extraña moneda ésta, que para poseerla hay que darla!
Una vez se le quemó el negocio y pudo resurgir gracias a los niños, que, organizados, hicieron una campaña para conseguir 100.000 botellas vacías para donárselas al Porteñito. Por radio anunciaban por qué calle pasaría tal día el camión que recogería las botellas que los niños iban depositando al lado de la calle. No sé si consiguió las cien mil. Lo que si le puedo asegurar es que, cuando tres niñitos, llenos de entusiasmo y pecas, golpearon en mi casa y pidieron envases vacíos para el Porteñito no titubié ni un instante y les entregué todos los que en casa había. ¡Y le puedo asegurar que, si en todas las casas hubo los envases que en la mía había, el Porteñito estaba salvado!.
Tenía Antonio un corazón sencillo y abierto al amor y la solidaridad y, los pibes, que intuyen, lo querían y solían quedarse mirándolo, como se ve una vidriera con Papá Noel adentro. Si tuviera que definir al Porteñito diría que fue un hombre bueno. ¡No creo que haya título más importante, ni universidad que lo otorgue!. Hacía de la amistad un culto y, fácilmente se emocionaba hasta las lágrimas.
Una vez, en el Súper, nos trenzamos con una vermuseada (Maravilla tres cuartos, blanco, boquerones, merluza, unos pastelitos, otra botella, otra vuelta y pique... y las lenguas se destrabaron). Me contó de su amor por los pibes, de su hogar, sus hijos, el tango, el teatro (que había practicado como aficionado). Insistía que los hombres se unen a través de un invisible hilo: la amistad. Le pedí a la pintora Rosa Such que hiciera una interpretación del invisible hilo de la amistad. Esa interpretación ilustra esta nota.
El Porteñito era un goloso. Pido a Dios que, en el cielo, lo ubique de cantinero en un bar de botellas celestes, pastelitos de ambrosía; algo picantito también, que eso da sed. ¡Y que siga la eternidad!.