¡Calingasta, ir es una fiesta!

El poeta sanjuanino Rufino Martínez escribió para el semanario El Nuevo Diario una serie de textos que integraron la sección "La Gran Aldea". En ella pintaba San Juan como pocos lo recuerdan. El texto que aquí se reproduce está dedicado a Tamberías y algunos de sus personajes. Fue publicado el 17 de octubre de 1986.

¡Calingasta, ir es una fiesta!


Aparte del trato con los amigos, el placer de ir a Calingasta reside en la gente de Tamberías. Ya el camino es un anticipo de sorpresas y humor, porque únicamente un creador con sentido del humor puede hacer un camino con tantas curvas y peligros, habiendo lugares parejos, rectos y firmes, donde construir hermosas carreteras, aunque no llevaran a ninguna parte (que para el caso es lo mismo).
Digo que a Calingasta se viaja por un solo motivo: el placer del camino y el goce de las anécdotas de un pueblo encerrado entre montañas y que, aparte de fundir empresas, criar carpocapsa, hacer el mejor calvados del mundo (para nada) cultivar la más deliciosa manzana del mundo (para nada), producir los más apetitosos ajos del país (para el negro Lépez), trabajar todo el año en el anís y la cebolla (para que se funda el Pocholo Amín); tener las mejores nueces de San Juan para que un día el Pico Varas se jubile con cien mensuales. Y sigue la lista. Con decirle que El Chavo y el Quipatay, los dos negocios que más trabajan en Tamberías, (¿Es necesario agregar que son dos bares?) viven tan pobres como cualquier rico del lugar, porque, ¿Me puede alguien decir qué “corno’’ hace un rico en Tamberias? —Bueno: todo eso es joda, pero es la verdad! Menos mal que el sulfato de aluminio arrimó unos pesos para el pobrerío y unos votitos para el tartita Olivera ¡que si no...!
Después de este currículum, uno empieza a comprender por qué, el inteligente pueblo calingastino, hizo de las anécdotas las más progresista de sus industrias y, mucho me temo que aquel que quiera hacer en Calingasta una gran empresa... ¡será otra anécdota más!
Como las once de un sábado serían, del verano pasado, cuando cruzamos el control de Cerro Blanco en viaje de descanso y a visitar unos amigos en Tamberías. De la partida éramos: Hugo Schall, Jorge L. Escudero, el tucu Pedraza, Vicente de Oro y el que cuenta ¡Una buena delantera para el Club Atlético Los Abstemios! Al pasar la toma de la usina Ullum, vienen Las Higueritas, lugar sombrío y apropiado para un descanso y reponer fuerzas. En un claro entre las higueras, algarrobos, jarillas y pájaro bobo, descargamos las vituallas: una damajuana de vino, queso, un cantimpalo, salame y una lata de sardinas… y empezamos a reponer fuerzas e inaugurar el viaje ¡Ya llevábamos cuarenta minutos andando y, lógico, el cuerpo nos pedía refuerzo!
Y refuerzo va y refuerzo viene, como a las tres de la tarde, luego de tres paradas y otra damajuana, habíamos llegado a Pachaco. ¡No sería un rally, pero era divertido!

Margarita Lima ¡Andá a saber!


Quiere decir que, siguiendo esos cálculos, como al anochecer estaríamos en destino (si llegábamos). Por lo pronto, ya que estábamos en Pachaco, aprovechamos para visitar la gruta de Margarita Lima, que dicen que es “Santita” y que de vez en cuando le gusta hacer milagros. Todo hombre, en lo recóndito de su corazón oculta ancestrales temores, y parece ser que la descarga a tierra de esos miedos son los difuntos que, como ya han vivido, saben más que uno de esas cosas. ¡Es extraño que sabiendo tanto de la vida hayan elegido la muerte! ¿O estarán en lo cierto? ¡Chí lo sá!
Bueno, los más creyentes ensayaron un rezo; los demás nos dividíamos entre los que mirábamos sin ver y los que ni siquiera mirábamos (dos damajuanas no es tan poco). Alguien dejó unas monedas para velas que a juzgar por la mirada de un changuito que estaba cerca, no creo que esas velas hayan alumbrado a nadie. Después de la señal de la cruz... y ya livianitos, subimos a la cantina, pedimos unas cervezas bien frescas y con ellas, acabamos de borrar los últimos rasgos de creyentes y cristianos que nos quedaban.
Seguimos (los del control nos miraban, nomás) para Tamberías, donde, tres paradas más llegábamos a la oración. Recuerdo que el lucero vespertino ya estaba sobre el cementerio del alto y que, quien sabe, ya los muertos estarían, al decir del poeta Escudero, “chiflando esternidades”
Enderezamos para lo de Lépez. Ahí estaba el negro, nos esperaba con un lechón que, a juzgar por la pinta, no lo había sacrificado, sino que le habían hecho la autopsia. La espera se había amenizado y engrosado con otros comensales. Marcelo Gallardo, El Gringo, Hugo Olivera, Pico Varas y otros que no recuerdo.
Empezamos a comer y se largó la “discutidera” (palabrita de Amín). Vea, la conversación de esa noche era para grabarla, suponiendo que haya grabador que resista. Meta pique y vino, estuvimos hasta la madrugada; no se sabía qué ni quién hablaba. Como echar la conversación en una licuadora, ¿vio?
Cuando salió el sol, estábamos en varias partes del patio ¡Afirmado a una cepa, un cajón de sifones agonizaba de olvido! Y allá lejos El Alcázar nos miraba complaciente, como sabiendo, por viejo y por piedra ¡qué débil es la carne!

¿Olor a qué?


Después, de recostarnos una horita, volvimos a los requechos y a las “contaderas” (también de Amín). Mientras empezábamos despacito, un culito con soda y algunos ¡desvergonzados! agua mineral, Lépez me contó lo que sigue:
Todos los de allá y muchos de por acá, conocieron a César Dávila, pariente de los Sabattié y los Ramos. Dávila se dedicaba a la minería: cobre, alcaparrosa... y lo que venga. De ahí que su trato con chilenos era frecuente, ya que estos laboran más del 90 % de los minerales.
Bueno, la cuestión es que una noche de cobro y de copas, parece que hubo ajuste de cuentas que, entre mineros y chilenos, es cosa no escasa. El bar estaba que hervía de copas, cigarrillos, recelos y ganas. Hubo un barullo, el brillo de una daguita y un tumulto que, al clarearse, dejó en el medio el fiambre de un chileno cuya despedida de la vida había sido silenciosa e imprevista.
Es fácil colegir que entre gente de ese equipo, el que más, el que menos, no quería líos con el referí, por lo tanto esquivaron el bulto a la policía y prontos y silenciosos, retiraron el occiso, lo arrastraron a unos pajonales y medio lo enterraron y, unos vuelta al chupe, otros dormir la mona... ¡Y aquí se acabó el cuento!
Se hubiera acabado, si no diera la maldita casualidad que los pajonales del enterratorio dieran, justamente, a los fondos de la casa de César Dávila y que éste, precisamente, había observado todo el proceso: discusión, muerte y entierro.
Así andaban las cosas… y los días transcurrían... y la policía algo sospechaba pues andaba en curiosas averiguaciones. Al César la conciencia no le daba sueño y ya el entripado se le hacía inaguantable. Y como el tiempo pasaba y el verano empezó a apretar y el cuerpo del chileno a jeder que daba asco. Y ya no sólo no había tranquilidad sino que había malos olores, César, para descansar, decidió, si no denunciar, al menos empistar a la policía y así acabar con los olores y la conciencia.
Un día, se llegó a la comisaria, preguntó por el comisario y le insinuó: ¡Mire, comisario, allá, por el fondo de la casa, hay unos fuertes olores a chileno muerto! El comisario lo detuvo, lo metió al calabozo y, como César protestara le dijo: ¡Mire, don César, lo voy a largar cuando me haya explicado cómo es el olor a chileno muerto!

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