Allá por los treinta y tantos, por la avenida España, de norte a sur, corría un canal, de regular caudal y que era el desahogo y refresco de toda la muchachada de entonces. Al menos de los muchachos que vivían en sus cercanías.
El canal era un desvío del de la calle Urquíza, y que en la mayoría de su recorrido ahora está entubado. Atravesaba los fondos de la bodega Schapiro, de Avenida España y 9 de Julio por el costado oeste. Al poco andar, se sumergía en una alcantarilla y aparecía al costado de la vereda este y se bifurcaba en dos ramales; uno desviaba para el lado de la bodega Rosellot de Santiago del Estero y Belgrano y se perdía entre propiedades y meandros para el lado de Abraham Tapia y Tucumán... Pero, esa no es la historia. Ese tramo de canal era eso, nomás. ¡Un vulgar canal de riego y provisión de agua, un simple jornalero de Dios!.
La historia empieza en el otro tramo, el que seguía derecho al sur: Se sumergía entre altos cañaverales —que hacían innecesarias las mallas de baño— algunos frondosos sauces llorones y carolinos. No bien pasaba Belgrano, el cauce caía en un brusco descenso de unos quince metros de largo y formaba un remanso entre altas cañas y robustos sauces ¡Eso era la refalosa! ¡El paraíso de los muchachos; tormento de los vecinos e insaciable curiosidad de las chinitas que, entre las cañas, a hurtadillas y desobedeciendo la orden de dormir la siesta, iban a curiosear cómo era eso de los chicos!.
A media cuadra por Belgrano al este, vivía un muchacho de unos doce años que era mudo de nacimiento, aunque se hacía entender por señas y ¡a veces éstas, más que señas eran toda una explicación, si de malas palabras se trataba!.
Bueno, la cuestión es que una siesta de verano estábamos bañando unos diez muchachos de distintas alzas y pelajes, entre ellos el mudito de las señas. El agua venia fresquita y torrentosa y las zambullidas desde las altas ramas de los sauces, hacían el deleite y orgullo de los más audaces y el escándalo de algunas viejas beatas que, desde sus casas observaban, en lo alto de los árboles, y sobre el telón de las cañas, esos impúdicos bañistas... tan desmallados... y sus gajos. ¡Cosas del mucho calor y la poca vergüenza!
En eso estábamos, cuando observo que el mudito, unos diez metros más adelante, se había quedado como abstraído, mirando las hojas, cañas, algún tarrito, un corcho y todas esas menudencias que suelen arrojarse a los canales. Así estaba el mudito abstraído y mirando para abajo, para el curso del agua... y nosotros estábamos atrás. En eso pasó al lado mío una caña larga, toda babosa y pegajosa por la acción del agua y el tiempo. ¡Vea, le juro, ver la caña y ocurrírseme fue todo uno!.
Tomé la caña y, despacito, sin ruido ni salpicar me fui aproximando al mudo (el seguía en su abstracción) con todo cuidado y desde atrás, introduje la caña entre las piernas del mudito, me afirmé, y apuntando a las partes más sensibles de la anatomía varonil, levanté la caña, pegué un fuerte envión hacia mí y ¡bendito sea el Señor, ahí se produjo el milagro!. El mudo abrió unos ojos como para ver-el mundo entero, horrorizado, bajó la cabeza, se miró las entrepiernas y pegó el grito: ¡Laaa fífora!
Todos nos quedamos mirándolo y —cosa de no creer—, desde entonces siguió hablando. Lo que más le costó, fue convertir las efes en ves. Que yo sepa, esa caña fue la primera víbora que curó a un mudo. ¡Se tardaría cincuenta años para la crotoxina!.
¡QUILLIIIIICO!
Y hablando de muditos les voy a contar otro caso. Por esos mismos parajes de la refalosa, pero, tirando para el lado de la bodega Rossellot, había unos baldíos grandes, llenos de chilcas y pájaro bobo, en uno de ellos, que estaba al fondo de la bodega y que algún tiempo había sido viña y que entonces era yuyales, dos o tres granados y una vieja higuera, me fue dada la gracia de observar otro milagro —aunque la víbora era distinta— del habla repentina.
Solía deambular por esos entornos, a la siesta, y solíta, una muchacha de indefinida edad, pues podría tener quince o veinticinco años. Se veía que era algo faltita, aunque lo que le faltaba en sesos lo suplía en curvas.
Nunca nadie la había oído hablar. La gente la llamaba la mudita.
Bien, una siesta de Enero, en que el sol caía a plomo y las chicharras, en los yuyales, ensayaban un concierto de vida y de estruendo, iba yo hacia el canal a darme un baño. Iba comiendo unas uvas del niño y escuchando las chicharras. En eso, al llegar a la esquina de Santiago del Estero y Mariano Moreno veo a la mudita, iba acompañado por un muchacho de la barra de la refalosa —que no es el caso nombrar— y se ve que iban hacia el baldío.
¡Sin ser muy suspicaz, adivinó lo que se venía! Así que medio me escondí detrás de un sauce, y me dediqué a la ingrata tarea de sapo: me puse a aguantar la parejita.
¡Se metieron nomás al baldío! Esperé unos minutos y luego, haciéndome el zonzo —nunca me ha costado mucho— me fui por la sombra de los árboles hacia el baldío. Mis ojos estaban atentos y el oído tenso. Las chicharras, de golpe, habían parado el concierto. Para el lado de la higuera, y donde el yuyal era más espeso, unas ramas de pájaro bobo se movían sospechosamente, Sin viento... detuve el paso y me afirmé en un sauce. Estaba expectante y mi ser era invadido por la culpa de quien está violando el más maravilloso y puro acto de la intimidad humana. Todo en ese instante estaba quieto. De pronto, como el rayo, se escuchó un grito; era un grito extraño, gozoso, lleno de vida ¡Quillíííco! ¡Quillíííiiico!.
El timbre de voz era muy extraño, era inusual, como si una mudita estuviera inaugurando sus cuerdas vocales. Después supe que Quillíííiiico, en mudo, quería decir ¡Qué rico!
¡Sí, indudablemente, la zona de la refalosa era zona de milagros... y cómo se ha poblado todo ese barrio, no7
Años después, en una fiesta de cumpleaños, vi a una señora que me hacía recordar algo. Revolviendo mi memoria e indagando a un vecino de mesa, supe que esa señora era la mudita del cuento. Se había casado, hablaba y tenía seis hijos ¡preciosos, viera! Se veía que los quillicios se repetían con bastante frecuencia.
Y esto va de yapa:
Hoy vi los primeros brotes en la parra nueva.
Mis padres me saludaban desde la tierra.
R.M.