La Aguada de Talacasto


Desde remotos tiempos, llega hasta nosotros una leyenda que nos habla de la Aguada de Talacasto. Leyenda de amor y de odio, que unos indios diaguitas contaron a los primeros pobladores blancos.

¡Viene de tanta distancia esta historia!... Los vientos de las edades narráronla a los indios, para que ellos fueran los mensajeros que debían trasmitirla.

Las voces diaguitas, rituales, lejanas, contaban el siguiente relato:

- Fue aquí, en estas mismas tierras. Desandando y desandando caminos, apartando brumas y neblinas; las manos mágicas de la leyenda, señalan, en un claro retablo del tiempo, a una india joven. Sus carnes seméjanse a las pizarras de los cerros que la rodean. En sus ojos abiertos, como flores de cacto, se ve al amor. Camina por un sendero entre jarillas y jallampes. A su encuentro, sale un indio recio; de alto pecho y brazos fuertes como los algarrobos. Se toman de las manos, se besan y juntos, se van perdiéndose los dos bajo las sombras de unos chañares.

Los caminos del valle se hicieron amigos de ellos; el río, las vertientes, la montaña. Un rocío de ternura embellecía sus voces.

Pasan y pasan muchas lunas. Un día, el reloj del viento, ululante de cumbres y quebradas, se detiene delante de un ejército de soldados desconocidos que avanzaban por los valles diaguitas. Son los incas que llegan del norte aplastando todo intento de rebeldía. Su dominio se va extendiendo de valle en valle, de cumbre en cumbre.

Los diaguitas salen al encuentro: tambores guerreros golpean al aire con hondos acentos. El odio choca contra los invasores; gritos de luchas, aves de agonía: ráfagas contrarias se juntan levantando remolinos de muerte.

Es larga la contienda. Al fin, vencidos los diaguitas, acallan sus ímpetus. Los incas pasan y pasan persiguiendo horizontes.

Los valles quedan vacíos… Rotos los tambores, duermen tirados en el suelo; las viejas oran, y los niños huidizos, buscan los campos. Las hogueras apagadas parecen manchas clavadas en el silencio.

Desde muy lejos, después del último combate perdido, llega el indio enamorado. Camina despaciosamente, parece una sombra tambaleante, que se hubiera formado con el humo muerto de las hogueras.

Una vieja se levanta crujiente y llorosa: -Se la llevaron por aquella senda unos sacerdotes incas. Luego, como murmurando, ideas agregó: -La han de encerrar en el Aella Huasi…

Una sombra contrae el rostro del diaguita. Mira hacia la senda y echa a correr como un grito herido. En sus ojos se ven desfilar los cerros grises, semejando nubes rotas que pasan y mueren.

Después de larga marcha, siguiendo los rastros que dejan los incas, el guerrero diaguita se tambalea con un andar incierto. Sus piernas no resisten el peso de su agotado corazón.

Se detiene con un llamado estentóreo: su voz parece un clamoreo de viento, que se adelanta y se retuerce en las quebradas, para volver a él pidiéndole que siga.

Otra vez los pasos continúan: pecho acezante y brazos caídos como ramas rotas. Llega a la quebrada hoy llamada de Talacasto y cae de rodillas. Los cerros, lo rodean.

No puede seguir. En vano intenta levantarse. Su mirada de angustia elévase al cielo con una imprecación de odio. Los rastros de los incas se pierden en la distancia. El camino angosto del cañón de la quebrada, lo incita a avanzar; las pisadas son recientes, no han de ir muy lejos…

-¡Que haya una tormenta!... –clama el diaguita, pidiendo venganza. ¡Que se inunden los cerros y que una creciente arrastre a los incas!... ¡Cumbres y abismos!... ¡Que el sol se oculte y que griten las nubes!...

El indio es escuchado. Los dioses le responden con el viento. Le habla el cerro con un estremecimiento de rumores y de silbos.

Las nubes empiezan a remolinearse como si millares de cóndores golpearan sus vuelos en la estrechura de la quebrada.

Llegan ráfagas levantando espirales de nubes y de tierra. Caen las primeras gotas. En la tormenta se clava la flecha de un relámpago; un trueno se derrumba en ecos sobre la montaña, para subir luego a los cielos resonantes.

La lluvia cubre al diaguita, mientras éste implora envuelto en sudor y llanto. Irrumpe la creciente. Las aguas encrespadas golpean las piedras elevándose en espumas. Cactos y algarrobos arrancados, se hunden y aparecen en el vértigo de la correntada.

El indio herido contempla las aguas. En sus ojos delirantes giran y giran los remolinos; las piedras y los árboles. Entre la avalancha de espumas y ramas tronchadas, como él lo esperaba, ve a los sacerdotes incas, flotando y sumergiéndose en el caos de la tormenta.

-¡He sido vengado!... –grita- mas en la tormenta de su odio, había caído también su compañera. El cuerpo de ella se ve de pronto surgir entre las aguas, como una flor de cacto desgajada.

Con un grito el indio trata de incorporarse, mientras la amada se pierde entre las espirales de la creciente que se aleja.

Va cesando la tempestad. Las nubes empiezan a levantar sus vuelos. Se afina más y más la lluvia, hasta transformarse en hilos blanquecinos que se cortan y desaparecen.

Cae la tarde. La noche nace en medio de un ocaso sangriento. Los relámpagos bajan sus flechas y los truenos, acezantes, detienen su carrera.

Las aguas ya cruzan silenciosas, lentas, como arroyos cansados. Pasa una brisa con olor a montaña mojada, estremeciendo las jarillales y los jallampes.

La luna ve llorar y llorar al indio por la amada muerta; se consume lentamente su llanto; una mañana, sus gemidos se extinguen.

Dicen las tradiciones diaguitas que, del lugar donde murió el indio, surgió una vertiente, ahora llamada “Aguada de Talacasto”. Aseguran acerca de aquel manantial que, las lágrimas del enamorado se volvieron agua y que todavía lloran y lloran por la amada muerta.

Escrito por Juan de la Torre



Extraído del libro “San Juan en el IV Centenario” Editorial Cactus, Buenos Aires, Argentina, 1962.
Ilustración de Raúl Mario Rosarivo



GALERIA MULTIMEDIA
La Aguada de Talacasto