El 16 de agosto de 1841, en el lugar conocido como Punta del Monte, se produjo la Batalla de Angaco, el encuentro más sangriento entre unitarios y federales que registra nuestra guerra civil. Vencen las tropas del general Mariano Acha, pero Benavides rehace su ejército.
Sí, la guerra civil estaba acá, en Cuyo. Los unitarios estaban dispuestos a dar la gran batalla, con los generales Mariano Acha y Lamadrid. Cuyo era federal, con Nazario Benavides gobernador de San Juan y José Felix Aldao en Mendoza.
Benavides volvía del norte, a marcha forzada, tras liquidar las fuerzas del riojano Brizuela. Venía perseguido por el ejército del general Lamadrid.
Era el 7 de agosto de 1841.
Desde La Rioja enfiló para San Juan por el camino de Ischigualasto, tras abastecerse de 300 caballos. Pero no llegaría a la ciudad. En el lugar conocido como Potrero de Daniel Marcó, en Albardón, lindando con el paraje angaquero de Punta del Monte, acampó.
A todo esto, una columna avanzada del ejército de Lamadrid, comandada por el general Mariano Acha, había llegado a Caucete tras dar un rodeo por el sur riojano. Venía seguida por Aldao y San Juan se había constituido en una plaza clave. Desde Caucete y sin cruzar el rio, Acha lanzó un ultimátum al comandante de la plaza de San Juan, coronel Oyuela: “Rendición o guerra”.
¡Qué arrojo el de Acha!
Estaba acá, con un ejército que era cinco veces inferior en número. En una geografía que no había pisado nunca. Y en territorio enemigo, donde eran pocas las puertas que se le abrirían de no ser por el temor. Pero acá estaba, con sus poco 200 hombres mal equipados, cansados de batallas, sabiéndose parte de una causa que llevaba las de perder.
Y el día 13 entró en ese San Juan de casas chatas, de polvorientas calles sin árboles, de puertas y ventanas que se cerraban al ver pasar aquellos hombres que venían vaya a saber de dónde.
Parecía un pueblo fantasma.
De pronto un niño que sale corriendo de una casa y detrás la madre, que lo alcanza, lo toma del brazo y rápidamente lo introduce nuevamente cerrando la puerta tras de sí.
El prebístero Timoteo Bustamante, gobernador dejado por Benavides, había alcanzado a huir. Varios de los hombres más prominentes también montaron en sus cabalgaduras y fueron a refugiarse en el valle de Zonda, en Ullum y hasta en Calingasta.
El jefe de las fuerzas militares, José María Oyuela supo al instante que nada podía hacer en defensa de la ciudad y salió a revienta caballo en dirección a Albardón, intentando reunirse con el ejército de Benavides.
No hubo entrada con tiros al aire ni caballos lanzados a feroz galope.
No era la invasión de una montonera. Era un ejército el que llegaba, conducido por un hombre de 41 años, de elevada estatura, rubio, de larga barba, tez blanca tostada por mil soles y de apostura marcial.
—¿Quién está a cargo de la ciudad?
No hubo respuesta.
Pronto se presentaron los unitarios más destacados de San Juan: Damián Hudson, Antonio Lloveras, Hilarión Godoy, Félix Aguilar, Indalecio Cortínez, Cesáreo Aberastain —hermano de Antonino—, Juan Crisóstomo Quiroga, Tadeo y Manuel de la Rosa, Vicente Lima y Anacleto Burgoa, un coronel que alguna vez fue federal y combatió junto a Facundo Quiroga pero ahora era unitario, fanatizado y enfermo de poder.
—General, sería un honor para mí que usted se alojara en mi casa.
El que había hablado era don Vicente Lima, hombre muy respetado.
La casa de Lima quedaba en la misma esquina que hoy forman las calles Mitre y General Acha, frente a la plaza mayor.
Allí se instaló el general. Y ese mismo día asumió el mando de la provincia.
—Dígame, don Vicente... ¿donde vive Benavides?
—A una cuadra de aquí. Los fondos de esta casa y la de él se comunican.
La casa de Benavides estaba ubicada en lo que hoy es la calle Santa Fe, entre la calle del Cabildo (hoy General Acha) y la calle Mendoza. Ahí tenía también su despacho de gobernador.
Acha llamó a uno de sus oficiales.
—Ponga una guardia permanente en esa casa. No quiero que algún loco haga algo a su familia.
—Si señor.
—Algo más: quiero una completa requisa de todas las casas. Arma que encuentren la traen. Necesitamos además cuanto animal exista en San Juan y todos los alimentos disponibles.
—¿Qué hacemos si alguien se resiste?
—Me lo fusila en el acto.
La esposa de Vicente Lima explicó entonces a Acha:
—General, la señora de Benavides es una excelente mujer y debe estar muy preocupada por sus pequeños hijos...
—Quédese tranquila. Vean la forma de que tenga una comunicación con esta casa a través de los fondos. Y que no dude en venir acá ante cualquier problema.
El grueso de la tropa unitaria instaló su campamento en La Chacarilla, a unas 20 cuadras de la plaza, una propiedad de los failes dominicos que tenía una construcción en alto rodeada por dos grandes potreros, aptos para que los animales pastaran.
Dos días estuvo Acha en la ciudad.
Dos días en los que es de suponer, hubo actos de pillaje, vejámenes y se incautó cuanto podía ser útil al ejército.
No era fácil contener a aquellos hombres...
—Permiso general. Traemos a un vecino que se negó a entregarnos los animales.
—Ya le he dicho lo que debe hacer. Me lo fusilan en la plaza mayor, para que todos vean lo que les pasará si actúan así.
Estaba muy enojado Mariano Acha.
Media hora más tarde y con la presencia de un centenar de curiosos, don Leandro Rufino, el altivo vecino que no estaba dispuesto a entregar sus bienes estaba frente al Cabildo, con los ojos vendados, esperando que el pelotón de fusilamiento terminara con su vida.
Fue en ese momento que se presentó ante el general doña Antolina Robledo de Lima, en cuya casa se alojaba Acha.
—General, le ruego que no mate a ese hombre.
Acha miró a la mujer.
—Tómele todos sus bienes pero no lo mate, ese hombre va a casarse con mi hija.
Acha esbozó una media sonrisa, llamó a uno de los oficiales y le dijo algo al oido.
Leandro Rufino había salvado su vida.
El 16 de agosto, a las 7 de la mañana, el general Acha partió al frente de su ejército desde Las Chacritas. Sus fuerzas se habían engrosado con el enganche de unitarios sanjuaninos.
En la ciudad sólo quedó un pequeño grupo integrado por 20 soldados.
Las tropas se dirigieron hacia Albardón, para esperar a Benavides con su ejército.
Cruzaron el río San Juan en la fría mañana de invierno y dirigieron sus pasos hacia Angaco.
A todo esto, Benavides había dejado atrás Angaco. El cansancio era inmenso en aquellos 400 hombres que venían desde La Rioja, sin dormir y con hambre atrasada.
Había que reunir fuerzas para el choque final.
El jefe federal ordenó desensillar en los campos de don Daniel Marcó. Al salir el sol, Benavides ordenó carnear algunas vacas que pastaban en los potreros para que se alimentara la tropa.
Esperaba noticias sobre la llegada del ejército de Aldao. Pensaba seguir su viaje a media mañana, tomando más hacia el norte.
Desde allí marchar hacia la ciudad, intentando dejar a Acha entre dos fuegos: su ejército desde el norte y Aldao desde el sur.
Ni Acha esperaba encontrar a Benavides ni este a Acha tan pronto.
A las 9 de la mañana, una columna de Acha, al mando del comandante Juan Crisóstomo Alvarez, divisó a los federales.
Alvarez dio inmediatamente la orden:
—¡Al ataque!
Sólo dos horas duró la batalla.
Las fuerzas de Benavides, cansadas y mal domidas, tomadas sorpresivamente, sólo atinaron a dispersarse.
El campo quedó en poder de Acha mientras Benavides recomponía sus fuerzas y enderezaba hacia el este, donde una polvadera indicaba la llegada del ejército de Aldao por la brecha de la montaña entre las sierras del Pie de Palo y el Villicum.
Acha, animado por su triunfo sobre Benavides, continuó su marcha hacia Angaco, buscando el punto más favorable.
Y es en este punto donde tenemos que hacer un alto.
Lo que vamos a relatar es la batalla más sagrienta que recuerde la historia argentina.
Ubiquémosnos en el lugar, en ese territorio nuestro que aun podemos ver todos los días.
El sitio exacto donde Acha formó sus tropas fue donde termina la vegetación y comienza el desierto. A sus espaldas, el rio que acaba de cruzar. A la izquierda, los despuntes del Villicum. A la derecha, los médanos que se extienden hasta el Pie de Palo.
Los partes de la batalla hablan de una gran acequia, de la que no quedan vestigios. Según Videla, pudo ser la llamada Aguada de las Burras. También pudo ser el canal de Angaco o de Caucete, mandado construir por De la Roza en 1818.
Era el mediodía y hacía frío aquel 16 de agosto. De un lado del canal o zanja, Acha mandó formar a su tropa. Quedó conformada una larga cadena de infantes, entremezclados con la artillería, siguiendo la línea del cauce. A la izquierda y a la derecha de esa línea ubicó los cuerpos de caballería, como alas móviles. En total, unos 500 hombres.
Desde lejos los divisó Aldao y su segundo jefe, Nazario Benavides, con quien se había reunido minutos antes.
¡Era grande el ejército federal!.
Exactamente, 2.297 hombres que integraban siete cuerpos: el batallón de infantería Cazadores Federales, con 350 plazas el batallón Auxiliares de Mendoza, con otros 350; la artillería con cuatro cañones servidos por 30 hombres cada uno; el regimiento 2 de caballería Auxiliares de los Andes, con 477 efectivos; el regimiento Milicias de San Juan, con 300; el regimiento Auxiliares de Mendoza, con 350 y el regimiento Auxiliares de San Luis, con otros 350 hombres.
Acha tenía muy pocas ventajas: su ubicación estratégica y el mayor poder de su artillería.
Aldao confiaba en su numerosa caballería.
Y se lanzó al ataque con ella.
Fue en ese preciso instante cuando la artillería unitaria comenzó a vomitar su fuego.
Y aquel pedazo de suelo sanjuanino se llenó de polvo, de pólvora, de olores, de gritos, de pedazos mutilados de cuerpos de hombres y bestias que saltaban por el aire.
La batalla había comenzado y el reducido ejército de Acha causaba centenares de víctimas en las filas federales..
Aldao no podía creer lo que estaba ocurriendo. Furioso ordenó al mayor Francisco Diaz lanzarse con la infantería sanjuanina. La misma orden dio al chileno Barrera, a cargo de los 350 infantes del batallón Auxiliares de Mendoza.
—¡Todos por el centro, hay que arrebatarles los cañones!.
Eran 650 hombres que avanzaban mientras la metralla enemiga iba derribándolos como moscas. Muchos cayeron pero otros llegaron hasta la zanja. Ya no eran los cañones los que mandaban sino las bayonetas. Ya no era el alcance de tiro sino la lucha cuerpo a cuerpo.
Acha desmontó y se sumó a su caballeria.
—Nuestros enemigos no dan cuartel al vencido. Muramos pero muramos peleando—, fue su arenga.
Las crónicas de la batalla son tremendas en el relato. “El asalto alcanzó la acequia de dos varas de ancho tras la cual se parapetaba la formación unitaria. Los cadáveres pronto cegaron la acequia, sirviendo de puente para pasar sobre ellos y teñían de rojo las aguas.
La mayoría de los jefes y oficiales de mayor graduación perecieron y de los 700 soldados de la infantería federal participantes en la acción, sólo sobrevivieron 157.
Fue un combate homérico, episodio de novela, librado a menos de seis metros una línea de la otra. Según Larraín, el más sangriento que registra la historia de nuestras guerras civiles”.
Empezaba a oscurecer y la suerte estaba echada. Benavides ya había abandonado el campo de batalla y con su reducida tropa se dirigía a San Juan. Los cuerpos de infantería federal estaban destrozados. Aldao intentó un último ataque con lo que le quedaba de su caballería. Fue un ataque desesperado, sin futuro. Fueron parados en seco. No quedaba más que huir.
Y eso hizo Aldao con los hombres y caballos que le quedaban.
Angaco estaba regado con sangre. Mil federales murieron aquella tarde. 170 unitarios perdieron la vida en San Juan. Una verdadera carnicería.
¿Quién había perdido más?
Porque la guerra no terminaba, era una batalla. El general Acha quedaba dueño del terreno y con más de 200 prisioneros y la poca artillería conquistada, pues Aldao logró conservar la mayor parte. Pero ya no contaba más que con 300 hombres agotados, heridos, sin varios de sus jefes más valientes y experimentados.
No, nunca hay vencedores en una guerra.
Los unitarios de Acha habían ganado la batalla. Los federales se disponían a ganar la guerra. Nazario Benavides, con sus tropas maltrechas fue el primero en emprender el regreso a la ciudad.
El objetivo estaba claro: debía llegar antes que los unitarios para organizar la resistencia. Una idea rondó su mente.
Llamó al comandante Uliarte y le dio una orden. Uliarte se adelantó al resto de las tropas y entró a la ciudad al galope.
—¡Ahí va el salvaje Acha! ¡Ahí no más va! ¡Atajen!
A los pocos minutos llegó Benavides y buscó al obispo Quiroga Sarmiento.
Este ordenó oficiar un tedeum y echar a vuelo las campanas por el “triunfo federal”.
El pueblo salió a las calles a festejar la victoria y vivó a Benavides quien recorrió Desamparados y Pocito reclutando gente. Pronto reunió un ejército de 400 hombres nuevamente.
La guerra no sólo se gana con las armas...
Benavides marchó hacia el sur y estableció su cuartel general en la propiedad El Buen Retiro, ubicada en lo que luego fue la casona de los Krause, en el actual departamento Rawson.
En el trayecto se encontró con un refuerzo que venía de Mendoza, al mando del coronel José Santos Ramírez, con 300 efectivos distribuidos en batallones de Caballería, Artillería e Infantería.
A todo esto el general Acha enterraba sus muertos, atendía sus heridos y hacía noche en Angaco.
El día 17 volvió a entrar a San Juan.
Ya Benavides se había alejado hacia el sur.
Acha llegaba con sólo 200 hombres y 250 prisioneros.
“Entró el bravo Acha montado en un caballo blanco, dando ordenes y moviendose de un lugar a otro, con un aspecto imponente de héroe de leyenda. Enseguida lo rodearon varios vecinos unitarios con los que había tomado contacto a su arribo a San Juan.
Volvió a instalar su cuartel en la Chacarilla, en Trinidad.
En las casas instaló su estado mayor y en un altillo un mirador para vigilar cualquier movimiento.
La caballería quedó ubicada en el potrero grande y la infantería en el chico. En la ciudad quedó una guardia de 25 soldados, ubicada en el antiguo Cabildo, frente a la plaza Mayor (hoy plaza 25 de Mayo). Dejó además custodias en la cárcel, el hospital y la policía.
Las noticias circulaban mucho más lento en aquellos tiempos.
Acha no sabía que Benavides había instalado su cuartel a cinco kilómetros de distancia.
Tampoco tenía noticias sobre el grueso del ejército unitario al mando de Lamadrid, al que pensaba esperar en San Juan.
Esa misma tarde convocó al pueblo a una reunión para elección de gobernador y representantes a efectuarse en los Altos de Cortinez, una vivienda de dos plantas ubicada sobre lo que hoy es calle Mitre, frente a la plaza.
El día 18, don Vicente Lima ofreció un banquete al general y sus oficiales en su casa.
En la Chacarilla, a todo esto, se carneaba una hacienda gorda para que comiera la tropa.
A las 3 de la tarde terminó el acto eleccionario y los unitarios se sentaron a comer pensando en regresar al cuartel al caer la noche.
El clima de San Juan siempre fue el mismo.
El aire caliente del viento zonda que se insinuaba desde la mañana, a las 3 de la tarde se había transformado en un vendaval que subió la temperatura a más de 30 grados.
Habían servido la comida cuando un muchacho trajo la noticia desde Pocito.
—Entre la polvadera del viento, he divisado una nube de tierra. Son tropas que vienen a la ciudad...
Nadie le creyó.
Todos siguieron comiendo y bebiendo, estirando la permanencia en el interior de la vivienda para no enfrentar el ventarrón.
Pero el chico tenía razón.
Benavides había llegado a La Chacarilla sin ser visto ni oido, al amparo del ruido que provocaba el fuerte viento que corría en sentido contrario y la tierra que todo lo cubría.
Los unitarios ni siquiera tuvieron tiempo de sacar sus armas.
Los prisioneros, que eran más que los custodios, advirtieron rápidamente lo que estaba ocurriendo y se sublevaron.
¡Otra vez la batalla!
¡Otra vez la lucha cuerpo a cuerpo!
¡Otra vez la carnicería humana, con cuerpos ensartados por las bayonetas.
En el otro potrero la acción fue similar.
Nada pudo hacer la caballería para acudir en defensa de la infantería unitaria.
Los tiros se escucharon en la ciudad.
Y esta vez, sí, Acha dio crédito a lo que estaba ocurriendo.
Y a galope tendido llegó con sus oficiales a la Chacarilla.
El panorama era desolador.
El general unitario sabía que ahora sólo le quedaba una carta por jugar. Debía volver a la ciudad y hacerse fuerte.
Sólo le quedaban 60 infantes y 40 soldados de caballería descabalgados. Era todo lo que había quedado de su ejército..
Al cruzar el puente del Tapón, en Trinidad, los esperaba una descarga de fusilería Allí murieron otros 28 soldados unitarios, junto al valeroso jefe Lorenzo Alvarez.
Acha estaba herido en la cabeza pero siguió su marcha hacia la ciudad.
Llegó a las 8 de la noche, ya oscuro, con la cabeza vendada y la ropa ensangrentada.
Allí se enteraría que las guardias que había dejado, habían intentado llegar a la Chacarilla y fueron desehechas por un tarro de metralla.
La astucia de Nazario Benavides y el aporte del zonda sanjuanino no eran presas fáciles para el bravo soldado.
La guerra estaba ya en la ciudad,
Una guerra extraña, entre dos ejércitos disminuidos y donde los hombres venidos de afuera dominaban la Plaza Mayor.
Porque Acha se vio obligado con los pocos hombres que quedaban de su infantería, a concentrarse en el centro mismo de la ciudad.
La torre de la Catedral era el mejor punto de observación en aquella ciudad chata. Y allí se instaló Acha.
En cada calle de acceso puso guardias. - Benavides, mientras tanto, buscaba otro punto alto.
Se instaló en la torre de San Agustín, ubicada en lo que hoy es la calle Entre Ríos, casi Mitre.
Estaban a cien metros en diagonal uno de otro.
Benavides tenía un cañón y desde allí bombardeaba a Acha.
La infantería y la caballería federal actuaba sobre las guardias ubicadas en las calles.
Pasó el día 19. Y también el 20, con la gente guardada en sus casas y los tiros silbando en la ciudad.
Benavides ordenó cortar el agua de las acequias para dejar a los sitiados sin bebida.
La situación del general unitario se tornaba desesperada.
Ordenó a sus hombres que buscaran alimentos, bebidas y pólvora en las casas vecinas.
Nadie quería abriles la puerta.
Acha, desde la torre de la catedral enfocaba su catalejo hacia el norte, esperando la aparición del general Lamadrid con el grueso del ejército unitario.
Había prometido llegar el 18 pero ya era 20 y ni noticias.
El 21 a la noche, un vigía destacado por Benavides pidió hablar con el gobernador federal.
—Señor, viene el ejército de Lamadrid.
—¿Dónde están?
—En Angaco.
Benavides supo que tenía que actuar rápidamente.
—Hay que terminar con esto.
Cuarenta jinetes y 24 infantes, a las órdenes del teniente Moreno y el mayor Gallardo irrumpieron en la plaza, apoderándose de los cañones unitarios que no habían podido ser emplazados y tomando prisioneros o matando a los guardias.
Acha ya no tenía salida. Había quedado sin poder de fuego. Y en cada casa vecina a la catedral había federales apuntando hacia la torre.
La catedral había pasado a ser el último bastión unitario, refugio de Acha, el joven capitán Ciriaco Lamadrid —hijo del general— de sólo 19 años y unos 70 soldados y oficiales.
A falta de cartuchos, lanzaban piedras y ladrillos a quienes se arrimaban al edificio.
Ya sólo quedaba rendirse.
Pero Acha seguía en la torre, con su catalejo, mirando hacia el norte, esperando a Lamadrid.
Eran las 8 de la mañana del día 22.
Era una carrera contra el tiempo.
Acha dilataba su rendición, esperando a Lamadrid.
Benavides apuraba el asalto, sintiendo ya el estampido de un cañón que indicaba el arribo de Lamadrid al Valle de Tulúm.
No había otra alternativa que bombardear la torre, ya deteriorada.
Puso el cañón en la plaza y apuntó.
Fue entonces cuando Mariano Acha enarboló una bandera blanca de parlamento.
Eran las 10 de la mañana.
El coronel José Santos Ramirez fue enviado por el jefe federal a la torre.
—General, lo intimo a rendirse y entregar su espada, única forma de garantizar la vida de todos ustedes.
—Vuelva usted donde está su superior y dígale de mi parte que si Mariano Acha ha sido vencido, en la derrota no ha perdido ni su rango ni su dignidad.
Benavides entendió el mensaje y personalmente subió uno por uno los peldaños de la torre y reiteró el ofrecimiento.
Ante el jefe enemigo, Acha se rinde, saca del cinto su espada y el puñal y lo entrega al vencedor.
Benavides toma la espada y devuelve el puñal al jefe unitario. Luego lo conduce a su domicilio, dándoselo por cárcel.-
¡Cómo entender al general Gregorio Aráoz de Lamadrid!
Desde el día 19 él sabía de la crítica situación del general Acha.
Ese día estaba en Caucete.
Dicen que la distancia más corta entre dos puntos es una línea recta.
Lamadrid optó por dar un largo rodeo, sortear el Pie de Palo por su costado este, doblar luego hacia el oeste y llegar a Punta del Monte.
Siguió luego su camino pero en Angaco detuvo su marcha y en una casa se ordenó desensillar para que la tropa comiera zapallos, gallinas, tres vacas y algunas ovejas, mientras los caballos pastaban.
¡Y el pobre Acha, con su catalejo mirando hacia el norte!
Siempre estuvieron enfrentados estos dos jefes unitarios.
Llama la atención, sin embargo, que Lamadrid no apurara su marcha sabiendo que entre los sitiados estaba su hijo Ciríaco.
Recién el 24 de agosto entró a San Juan el general unitario.
Ya Benavides había dejado San Juan con su tropa y sus prisioneros para “evitar una batalla campal que por varios motivos sería peligrosa”.
En San Juan sólo quedaban los heridos. Los unitarios fueron sacados en sillas y catres a las puertas de las casas donde se hospedaban para que pudieran vivar a sus compañeros que llegaban.
Tres días estuvo en San Juan Lamadrid.
Suficientes para dejar un triste recuerdo.
En esos tres días —desde el 24 al 27 de agosto— estableció su cuartel en Pocito y se dedicó a a requisar cuanto caballo, mula, vaca, oveja o buey estuviera a su alcance.
La exigencia siguiente fue una “contribución forzosa” para las tropas unitarias. Fueron muchos los miles de pesos moneda de plata que se llevó.
Antes de partir, designó gobernador delegado al coronel Anacleto Burgoa, un hombre al que Damián Hudson, elegido por este como su ministro, describe como “ambicioso de mando, sin educación, sin los más pequeños rudimentales conocimientos para sentarse en la silla del poder, sin opinión ni círculo el menor”.
Y como si esto fuera poco, Lamadrid decidió llevar como prisioneros con el fin de canjearlos por Acha, su hijos Ciriaco y los otros jefes detenidos, a la esposa de Benavides, sus hijos y su suegra.
Era hombre de una raza distinta, sin duda.
Relatar lo que ocurrió en Mendoza sería internarnos ya en una continuidad de la historia nacional.
No es la intención de estos artículos.
Digamos, sí, que Lamadrid invadió la vecina provincia a la que gobernó despóticamente hasta la batalla de Rodeo del Medio, librada el 24 de setiembre, en la que fue derrotado por el ejército federal, a las órdenes de Aldao y actuando Benavides como segundo jefe, debiendo huir a Chile.
Tampoco Aldao tuvo con Acha las consideraciones que le dispensó Benavides.
El 15 de setiembre de 1841, un mes después de rendido Mariano Acha y poco antes de la batalla, fue asesinado por orden de Aldao el general unitario.
Una pequeña escolta, a cargo del teniente Marín, lo conducía a Buenos Aires. Tras cruzar el Desguadero llegaron a la llamada Posta de la Cabra.
Acha viajaba con los pies engrillado, montado como mujer y envuelto en un poncho de vicuña.
Allí se lo hizo descender y bajo la sombra de un frondoso árbol, escuchó al teniente decirle:
—Tengo orden, general, de ejecutarlo.
Lo hicieron poner de rodillas y lo fusilaron por la espalda.
A continuación cortaron la cabeza del bravo jefe unitario y la colocaron en la punta de un palo muy alto.
Juan Manuel de Rosas, en Buenos Aires, festejaba el triunfo del ejército federal en Cuyo.
José Felix Aldao, estaba nuevamente al frente del gobierno de Mendoza.
El 17 de octubre, Nazario Benavides hizo su entrada en San Juan, acompañado por su familia y efectivos a su mando.
Un relato del mismo Hudson dice:
“Anunciada desde tres días antes, la entrada del general Benavides, acompañado de su señora, que llevó prisionera el general Lamadrid a su paso por San Juan, los preparativos para esa ovación hecha por el pueblo de San Juan, comenzaron con actividad y ornamentaciones en los frentes de las casas, de banderas y ricos tapices de seda tendidos, arcos triunfales en la larga calle de entrada y en la del general triunfador. En efecto, la multitud entusiasmada por su jefe de partido inmediato, llenaba el ámbito de la plaza principal, victoréandole, cuando llegó a ésta. La guarnición de la provincia estaba allí en línea. La señora y la suegra del general eran conducidas en un coche abierto, tirado por los más adictos federales, empleando cuerdas forradas en cintas coloradas. Esperábalos en el atrio de la Catedral el clero, presidido por el obispo y muchas señoras y hombres”.
El 1 de octubre, la Sala de Representantes había designado al gobernador, brigadier general de la provincia.
Mariano Acha 41 años, valeroso general unitario, llevaba casi 20 años combatiendo. En la historia se lo recordaba por haber entregado a Lavalle al general Dorrego, sabiendo el fin que esperaba al entonces gobernador de Buenos Aires. |
Nazario Benavides gobernador de San Juan. Leal a Rosas pero independiente de este en el gobierno de la provincia. Tenía 39 años y era el segundo jefe del ejército cuyano. |
Gregorio Aráoz de Lamadrid: Hombre de no siempre claras intenciones, este general tucumano de 46 años, era también legendario por su valor en la batalla. Había sido hombre de Rosas pero se pasó a la causa unitaria, combatiendo junto al general Juan Lavalle. |
José Félix Aldao brigadier general y gobernador de Mendoza, jefe del Ejército Combinado de Cuyo. Ex fraile, a los 56 años era uno de los más prestigiosos militares federales. |
Juan Manuel de Rosas gobernaba Buenos Aires.
Cuyo era federal y le respondía, con José Felix Aldao en Mendoza, Pablo Lucero en San Luis y Nazario Benavides en San Juan.
Pero también había defecciones.
El general Gregorio Aráoz de Lamadrid, hombre de Rosas, se había pasado a las filas unitarias. Y otro tanto había hecho el “zarco” Tomás Brizuela —heredero político de Juan Facundo Quiroga— en La Rioja.
El partido unitario había proyectado, con apoyo francés, un movimiento simultáneo en todo el país con el fin de derrocar a Rosas.
El Ejército Combinado de Cuyo, con Aldao a la cabeza y Nazario Benavides como segundo jefe, debía obrar contra las fuerzas de la Confederación.
Caucete, agosto 12 de 1841
Señor
Don José María Oyuela Jefe de las fuerzas sanjuaninas
Señor mío
Mañana temprano estaré con mi columna al frente de usted.
No comprometa ese pueblo. Y si lo hace, que sea para vencer.
La guerra, si se dispara un tiro después de recibir esta, es declarada por mí a muerte.
Si usted quiere tener una entrevista conmigo, será mañana, cada uno al frente de sus fuerzas. Pero es preciso que sea a la inmediación de ese pueblo.
Mariano de Acha
Jefe de vanguardia del Ejército libertador.
¡Viva la Federación!
Suburbios de la ciudad, agosto 21 de 1841
Al Excmo. señor gobernador y capitán Gral. interino de la provincia de Mendoza.
He recibido la honorable nota que el señor ministro, por orden de S.E., se sirve dirigirme, en que me dice avisa mandarme 80 hombres al mando del teniente coronel don Gregorio Ramírez, los que creo que hoy a la noche estarán con nosotros.
El 17 llegué y me reuní con el General Benavides en el Pocito. Marchamos al pueblo a atacar al salvaje Acha.
El 18 le encontramos en La Chacarilla, ocupando su altillo, alturas y demás posiciones ventajosas con una pieza.
Pero resueltos nuestros bravos compañeros lo cargaron, desplegándose nuestra infantería en tiradores, por las paredes y, a pesar de la tenacidad de los contrarios, la actividad y valentía de los nuestros logró hacerles una terrible matanza, quedando en las calles el intrépido jefe Alvarez, muerto de metralla por una de nuestras piezas, con más de 14 infantes, un coronel y el gobernador que fue de Córdoba, Alvarez, que mandaba la caballería, concluyó su carrera de un hachazo y muchos oficiales y tropas que se ignoran sus nombres, porque no ha habido tiempo de recogerlos.
Los bravos policianos cargaron otra parte de caballería, que acuchillaron desde el extremo de la ciudad al sud del río del norte.
Ayer se han recogido 40 cadáveres y por todas las calles se encuentran porciones.
De los nuestros también hemos perdido pero pocos, de que posteriormente avisará V.E. circunstancialmente, no pudiendo ahora verificarlo porque me falta tiempo.
Ahora vamos a estrechar al enemigo pues ayer se le intimó rendicióny no quiso aceptar.
Está reducido al recinto de la plaza, favorecido en las torres y azoteas.
Su fuerza es de cerca de 200 infantes y 12 de caballería. Todo lo demás lo ha perdido.
Se les ha tomado cerca de 200 fusiles, muchos prisioneros y soldados que se le están pasando, con lo que ha aumentado nuestra infantería, que ya se compone de 140.
Logramos salvar los prisioneros del 16 y algunos soldados.
El enemigo nos tomó el 18 una pieza, sin armón, con 3 tiros, que pude haberla salvado pero creo la rescataremos. Era de San Juan, que las 2 más las tengo.
Otra de San Juan se destrozó ayer al primer tiro.
Asi es que mis dos piezas no más tenemos y el enemigo otras dos con la que tomaronporque una de las de ellos el 18 se les rompió.
Esta nota va toda desquiciada porque le escribo entre la bulla y alboroto sólo porque V.E. se satisfaga de nuestro estado actual.
Municiones no tengo. Ni un cartucho más de los que están amunicionados.
José Santos Ramirez
Comandante en jefe de las fuerzas auxiliares de Mendoza en San Juan
Mucho se ha escrito sobre la batalla de Angaco considerada por el general Paz como “un suceso extraordinario... acción gloriosa, que hace el más alto honor al valor, al patriotismo y la abnegación de los que en ella se encontraron”
Muchas son las anécdotas de la batalla.
Se habla, por ejemplo, del oficial unitario Trifón Mugica que no sólo desobedeció la orden de sus superiores de no atravesar la zanja sino que mandó cargar a los efectivos a su mando, pereciendo todos ahí mismo. Más dramático aun es el hecho protagonizado por el mayor Melchor Aldao, sobrino del general. Su tropa había quedado destrozada pero él quería seguir peleando. Clavó espuelas a su caballo y saltó la zanja, cayendo detrás de la línea unitaria. Alguien gritó:
—¡No maten a ese valiente!
Era tarde, ya jinete y caballo estaban ensartados por las bayonetas enemigas.
No sólo peleaban los ejércitos. También los oficiales se desafiaban en duelos personales.
Un relato habla de un unitario y un federal que se miraron, se insultaron y se retaron a un duelo personal.
Ambos tomaron un fusil y dispararon. Los dos quedaron muertos en el acto.
El 20 de agosto, Benavides envia una nota al general Acha, atrincherado en la totrre de la Catedral, intimándolo a rendirse.
Señor:
comandante de las fuerzas disidentes semisalvajes
Don Mariano Acha
El infrascripto se halla en el deber de intimar a usted rendición de armas a discresión, proponiéndole por garantía salvarle la vida, lo mismo que a sus oficiales y tropa, bien entendido que si no lo verifica la noche del día de mañana, se hará usted indigno de toda consideración y deferencia, pues se halla decididamente resuelto a descargar sobre su cabeza todo el rigor de las armas federales hasta dejarlo reducido a escombros, con la miserable fuerza que lo acompaña.
No abuse usted de hallarse situado en el centro del pueblo para no acceder a lo que se le propone, porque nada respetará el infrascripto si su obstinación trata de sacrificar más víctimas.
Pero el “caudillo manso” de San Juan, siempre humano pese a la ferocidad de la lucha en la que le tocaba participar, agrega otra esquela, esta personal:
Al señor general
Don Mariano Acha
Muy señor mío:
Al usar la política de girar a usted la nota adjunta, no tiene más objeto que corresponder a las consideraciones que ha dispensado a mi familia pues si no fuese agradecido omitiría tocar este medio en obsequio suyo.
El general Acha contestó las dos notas. Y para las dos tuvo estas respuestas:
Al jefe de las fuerzas de los esclavos Don Nazario Benavides
Hágole presente haber recibido la carta de usted fecha 20 y tiene el gusto de contestar diciéndole que puede usted disponer su ataque a la hora que guste, seguro que las fuerzas a mi mando no se rinden.
La nota personal de Acha decía:
General Benavides:
En favor de su familia no he tenido que hacer nada. Quisiera que su señora me hubiese ocupado en algo, pues los jefes del ejército libertador no toman jamás venganza contra la familia de los que se manifiestan enemigos.
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