San Juan tuvo una red de ferrocarriles urbanos realmente admirable, la que fue destruida en la década del 90 por ignorantes que usurparon los terrenos y se robaron las vías y los durmientes ante la pasividad del gobierno de entonces.
Sólo nos queda el derecho a la indignación. Pero veamos cómo se originaron esos ferrocarriles que hoy serían una solución para el transporte urbano.
El 11 de junio de 1902, el gobernador Enrique Godoy promulgó una ley concediendo a la Compañía de Ferrocarriles Industriales Ltda. de Londres el derecho de construir y explotar una red de ferrocarriles urbanos en la ciudad de San Juan, que comprendiera los departamentos y distritos de Puyuta, Santa Bárbara, Concepción, Santa Lucía, Trinidad, Alto de Sierra (costado sud del río San Juan), Angaco Norte, Angaco Sur y Caucete (costado Norte del río).
La ley establecía un plazo de seis meses para la firma del contrato respectivo y otros seis meses a partir de ese momento para la presentación de los estudios, planos, presupuestos y pliego de condiciones completos de la línea.
Los trabajos comenzaron a los seis meses de la aprobación de los planos y la obra se completó tres años más tarde.
La trocha de la vía era de un metro sesenta y ocho centímetros, y se colocó un tercer riel para formar trocha de un metro para permitir el empalme con las vías de los ferrocarriles Gran Oeste Argentino.
La compañía depositó en el Banco de la provincia de San Juan quince mil pesos moneda nacional en efectivo, como garantía de cumplimiento de sus obligaciones, suma que fue devuelta cuando la empresa invirtió en la construcción de la vía permanente el veinte por ciento del presupuesto, previa deducción de las multas en que hubiese incurrido.
El artículo séptimo de la ley declaraba de utilidad pública los terrenos necesarios para las vías, desvíos, estaciones, talleres, galpones de carga, casas de camineros y calles que debían circundar las estaciones de acuerdo con los planos quedando facultada la compañía concesionaria para gestionar por su cuenta la expropiación con arreglo a la ley general.
Paralelamente, el gobierno de la provincia gestionó del gobierno nacional la introducción libre de derechos de los materiales destinados a la construcción y explotación del ferrocarril durante veinte años contados desde la fecha del contrato. Durante este mismo número de años la línea y sus dependencias no podían ser gravadas con impuestos fiscales ni municipales.
El artículo 9 establecía que “las tarifas máximas a oro para pasajeros, encomiendas, cargas etc. serán las que rigen el Ferrocarril del Pacífico, teniendo en todo tiempo la compañía el derecho de disminuirlas libremente pero no aumentarlas sin la aprobación del Poder Ejecutivo y se convertirán a papel, aplicando la escala de premios vigentes en dicha línea, rigiéndose además en lo concerniente a tarifas por la ley general de Ferrocarriles vigentes o que dictara el Congreso Nacional”.
El artículo 10 disponía que el Gobierno de la Nación y el de la Provincia tendrían derecho al uso de la línea para sus cargas y transporte de tropas, así como también el de la línea telegráfica con rebaja del cincuenta por ciento sobre las tarifas ordinarias y libre de pasaje para los agentes de policía en servicio dentro de cada departamento e inspectores del Gobierno.
La empresa concesionaria podía transferir esta concesión previo acuerdo con el Poder Ejecutivo y debía construir al lado de la vía un telégrafo eléctrico de dos hilos y tenía el derecho de construir y emplear teléfonos para su mejor servicio y colocar un tercer aislador para la instalación del telégrafo teléfono para el servicio del Gobierno de la Provincia.
Además establecía diversos aspectos como que la empresa podía emplear en sus líneas la tracción a vapor, eléctrica u otra con aprobación del Poder Ejecutivo, tendría derecho a ocupar las calles y caminos públicos para cruzarlos con las vías, previo arreglo con las municipalidades respectivas y que el servicio de correo por las líneas sería gratis.
Dice Isabel Gironés de Sánchez en su libro “La Ciudad Perdida”: “...a partir de 1910, comenzaron a funcionar los “Ferrocarriles Industriales”. Éstos habían sido concesionados en 1902 a la compañía “Ferrocarriles Industriales Limitada de Londres”, cuyo representante en la provincia era el ingeniero Roberto Wilkinson. El objeto específico de la concesión era proveer a las bodegas exportadoras de vinos de líneas auxiliares, que permitieran el traslado de su producción, desde la bodega hasta las estaciones de carga del Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico. Su trazado fue estructurado en tres ramales: Ramal Marquesado, Ramal Circuito San Juan, Ramal Caucete-Albardón. La importancia industrial de estos ramales fue significativa, sin lugar a dudas, pero también fue un medio eficiente como transporte de pasajeros, ya que se permitió al concesionario anexar un vagón de pasaje para el servicio público, sirviendo efectivamente para acortar distancias a Desamparados y Marquesado, Trinidad, Santa Lucía, Concepción, Chimbas, Caucete y Albardón. De este modo, aunque sin grandes comodidades, se rompió el aislamiento de Capital con algunas zonas de la provincia, al menos hasta la construcción de los puentes carreteros sobre el Río San Juan".
Estos ferrocarriles funcionaron durante mucho tiempo. La gente podía viajar en ellos hasta el RIM 22 o hasta el Club Amancay, en Alto de Sierra, por ejemplo y las vías entraban en las principales bodegas.
De haberlo conservado hoy la ciudad tendría un sistema urbano de trenes que sería equiparable a los que funcionan en las grandes ciudades europeas.
Lamentablemente, sólo quedan calles o barrios en los lugares que ocuparon las vías y hasta algún pícaro construyó la piscina de su vivienda en esos terrenos. Una vez más, la demagogia y la ignorancia habían triunfado.
¡Pucha que da bronca!
Porque no hay derecho a hipotecar el futuro. Es suficiente con que tengamos el presente comprometido.
Y en esta bendita ciudad, hay sanjuaninos que están comprometiendo el
futuro.
Pero comencemos por el principio.
En nombre del progreso un día a alguien se le ocurrió que los trenes eran un transporte del pasado.
Craso error.
Los trenes son el transporte del
futuro.
Porque no contaminan. Porque pueden transportar gran cantidad de gente sin perturbar el tránsito. Porque constituyen el medio de transporte más seguro. Y porque hoy por hoy —con la ventaja que significa entrar al centro de las ciudades— compiten en velocidad con todos los otros transportes.
Esto está estudiado en el mundo.
Por eso los países más avanzados conservan sus trenes.
Los argentinos —o un grupo de ellos— decidieron eliminarlos.
Simplemente porque los números no cerraban.
Era más fácil decir no hay más trenes que hacerlos eficientes.
Pero en este punto —y en este estado de cosas— debemos aceptar la realidad. Ya no tenemos trenes.
Lo que no significa que nunca más tendremos trenes.
Porque quien esto escribe está convencido —y así lo demuestra la experiencia mundial— que los trenes, sean públicos o privados, seguirán transportando gente.
Fíjese lo que puede ocurrir en San Juan el día que —aún soñamos, aún creemos en milagros— gran parte de la administración pública funcione en el Centro Cívico.
En ese edificio, trabajarán cinco o diez mil personas. Más la gente que hace trámites.
¿Usted sabe lo que significa movilizar a cinco o diez mil personas que entran y salen a la misma hora?
Pero hay más: en las cercanías están ubicados los dos principales estadios de la ciudad: el abierto y el cubierto. Y el único parque. Y la Legislatura.
La suerte quiso que sobre el costado sur del Centro Cívico, simplemente cruzando la avenida Central, tuviéramos la estación del ex ferrocarril San Martín.
Y sobre el costado norte, caminando algunos metros luego de cruzar la avenida del Libertador, tuviéramos la ex estación del Belgrano.
Pero además, que las vías de uno pasaran por Rawson —el departamento con mayor cantidad de habitantes después de la Capital—, Pocito y Sarmiento. Y que tuviera conexiones con Rivadavia, atravesando Desamparados y llegando a Marquesado.
Y que las vías del otro pasaran por los departamentos del norte hasta llegar a Jáchal, por un lado y cruzaran los pueblos del Este, atravesando Santa Lucía, cercanías del aeropuerto, Caucete, pasaran cerca de la Difunta Correa y llegaran hasta los límites.
En una palabra: teníamos —escuche bien, teníamos— una red ferroviaria que unía toda la provincia.
Pero eso no es todo. En momentos en que hablamos del Nuevo Cuyo, de la necesidad de integración, llegará el día que, como ocurre hoy en Japón, Europa o los Estados Unidos, el trayecto entre Mendoza y San Juan pueda cubrirse con trenes rápidos en media hora. Y que dentro de 30 años, San Juan tendrá más de un millón de habitantes y Mendoza 2 o 3 millones. Y que habrá gente que vivirá en San Juan y trabajará en Mendoza o viceversa.
Yo sé que hablar de trenes urbanos hoy, puede ser utópico. Ahora bien... ¿por qué negarnos el futuro? ¿Por qué no pensar en el San Juan de un millón de habitantes. Oiga: no estamos hablando de un futuro que habrá que esperar uno o dos siglos. Estamos hablando de treinta años más.
¿Por qué este apuro en levantar las vías? ¿Por qué transformar las vías en villa miserias?
¿Por qué transformar los espacios en “shoppings”?
Esto es un absurdo. Esto está comprometiendo el futuro de las nuevas generaciones.
Porque, no nos engañemos: volver a contar con esas vías será absolutamente imposible. En una ciudad que crece, hablar de expropiar miles de terrenos es algo que no pasa por ninguna cabeza.
No importa que las vías o las estaciones sean de la Nación o la provincia. Que sean públicas o privadas. De hecho son un patrimonio de los sanjuaninos. Sobre todo de las nuevas generaciones.
Utilicemos las estaciones como se quiera, hagamos parques, predios feriales o plazas, transitoriamente. Pero no levantemos las vías. No entreguemos esa estrecha franja en una provincia que tiene tantos terrenos disponibles. No nos cerremos al futuro.
Juan Carlos Bataller
Este artículo fue publicado en El Nuevo Diario, sección La Ventana, en diciembre de 1995 y reproducido en el libro “Desde la Ventana”, de Juan Carlos Bataller, editado en 1998.
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