En esta nota, la profesora Maria Julia Gnecco describe el mundo que rodeaba al viajero cuando se debían emprender un viaje en carreta, verdadera aventura en la región de Cuyo antes de que llegara el ferrocarril. El texto, las fotos y un poco de imaginación nos llevarán a poner pie en uno de esos viejos transportes y esperar la voz del boyero...
En el siglo XIX, antes de que llegara el “camino de hierro”, la gente no se trasladaba tanto como ahora. Algunas fuentes llegan a decir que ciertas personas no se movían en su vida del lugar donde había nacido, o que algunos propietarios, morían sin conocer sus dominios.
Viajar en ese entonces era una experiencia polvorienta, cansadora y hasta peligrosa, pero por ello atractiva. Los viajes se hacían en carreta y eran tan largos y complicados, que había que disponerse a vivirlos y a sufrirlos o a gozarlos, como verdaderas aventuras.
Un viaje nunca se decidía el día anterior o unas horas antes de la partida como la celeridad de las comunicaciones actuales nos han acostumbrado. Existían los estimulantes preparativos, algo que hoy tiende a desaparecer, y que antes prolongaba el viaje, con las expectativas y las faenas necesarias para cubrir todos los detalles del equipamiento y equipaje.
Un viaje en carreta entre Mendoza y Buenos Aires duraba mínimamente un mes, aunque algunas narraciones o descripciones de viajes del siglo XIX llegan a prolongar su duración hasta seis meses, según, probablemente, las condiciones climáticas, del terreno y problemas de la carga. ¡Cuánto tiempo había que tener disponible para prepararlo y realizarlo!...
Los aprestos de la carreta
Imaginemos los aprestos de una tropa de carretas que transportarían vino y aguardiente, y en menor cantidad frutas secas, al litoral o a Buenos Aires, en la época colonial o principios del siglo XIX.
Podría aparecer en nuestra mente, primero, el hombre trenzando la totora para forrar la botija de cerámica, donde se colocará el vino o el aguardiente. Más tarde, antes de partir, en la bodega, se le pondría la tapa que se le ha confeccionado también en totora y se le sellará con barro o cera, para evitar que el líquido se escape en los mil obstáculos y recodos del deteriorado camino que a veces es sólo una huella.
Otros, los toneleros, habrán preparado los barriles, bordalesas o pipas de madera con sunchos de hierro que servían de envase transportador de estos productos tan cuyanos, aunque San Juan desde época colonial tenía una mayor producción y comercialización de aguardiente.
Habrá que dejar, también, en condiciones las grandes y pesadas carretas cuyanas. Verificar las dos altas ruedas (las fuentes de época hablan de dos y media varas de alto)(1) y el estado de la maza y el eje, que en un principio, eran totalmente de madera muy dura.
Posteriormente se le agregará el hierro para darle solidez a las partes que soportan la mayor fuerza y desgaste, como llantas de hierro en las ruedas, aros en las mazas o bujes para insertar el eje.
No habrá que descuidar el estado de lo que descansaba sobre el eje, y llamaban cajón de la carreta (cuyas medidas, según los relatos del siglo XVllI, eran de cuatro y media varas de largo, por vara y media de ancho), y del pértigo, viga de crucial importancia pues, constituyendo el centro del piso de este cajón, sobresalía dos varas y media hacia delante, de donde era atado el yugo y a éste los bueyes.
Dado que en las dilatadas travesías, cuando no era el sol el que arreciaba, era la tormenta o el sereno de la noche, nuestros viajeros deberán revisar, minuciosamente la totora que cubría los costados de la carreta o los cueros de toro o buey que, cosidos, descansaban sobre unos arcos de mimbre, conformando un techo abovedado, que protegía a estos erráticos personajes de las inclemencias.
Los preparativos del viajero
Mientras tanto, cada viandante, ya tiene presto el equipaje para partir. Es sencillo pero completo, pues serán varios los días y las noches: la petaca con la ropa, que a veces hasta le sirve de asiento en la carreta, y un baúl retobado en cuero, con el plato de madera y la cuchara y el vaso de plata. Por más humilde que fuera el criollo, casi siempre tenía algún utensilio de plata que conservaba de sus antepasados.
Infaltable sería el mate, ya fuera también de plata, o de madera, aspa o simple calabaza… Pero, con ellos iba para acercarles el líquido caliente y estimulante en las mañanas frías, que se transformaban en pretexto para la conversación pausada en los momentos de descanso… Por supuesto llevaba el caldero de cobre para hervir agua.
También incluía en sus bártulos una olla de hierro de tres patas para sus comidas, aunque lo más frecuente era hacer la carne asada, por lo cual no debían olvidar su cuchillo o la daga, que era su arma de defensa y de supervivencia a la vez, por ejemplo para matar un animal, si no conseguían carne en las postas en el camino.
Consigo llevaría también el viajante el yesquero de cola de quirquincho para hacer fuego y la chuspa de cogote de guanaco, para no perder sus monedas de plata. En algunos casos, también una tabaquera, hecha en cuero o lana tejida, para el cigarro que lo acompañaría en los melancólicos atardeceres de los dilatados días, antes de prender la linterna a vela o el candil, que iluminaría sus largas noches.
Al partir cargaría el almofrej, o sea la bolsa de cuero donde iban protegidas las mantas de viaje, pudiendo extenderlas en el mismo piso de la carreta, dado que estaba prevista su transformación en coche dormitorio por las noches, para lo cual les hacían unas ventanillas enfrentadas que permitían el paso del aire y la luz.
Para hacer sus cuentas o sus notas, nuestro comerciante poseía un escritorio de campaña que hasta tenía un compartimiento secreto, donde guardaba sus valores o papeles importantes. Si no contaba con mueble tan exquisito, llevaba una mesita, que podía usar también para comer, unos taburetes de tijera con asiento de baqueta o lona que según cuentan los viajeros del siglo XVIII, colgaban por el lado de afuera del cajón, por lo que es dable imaginar a este conjunto con un aspecto casi faradulesco.
Aprestadas todas estas cosas, estaría listo nuestro viajero para cargar la carreta con las botijas entotoradas y las pipas de madera, portando el alcohólico elemento, sin olvidar la vasija retobada en cuero, con agua porque ésta escaseaba en varios tramos del trayecto, sobre todo en nuestra región semiárida, o inclusive, a veces se descomponía por efectos del calor, lo que obligaba a prolongar una parada dos o tres horas más, hasta llegar a un arroyo o un río para aprovisionarse.
Se llenaban también los chifles, especie de cantimploras hechas con los cuernos del buey, aunque muchas veces contenían aguardiente, indispensable para superar el frio de las noches y de las alturas.
Cerca de la partida, se cargarían algunas provisiones, preparadas con antelación. Los viajeros de aquella época mencionan un pan tipo bizcocho, hecho con una mezcla de harina de maiz y trigo, y la cantidad de leña y fruta que alcanzara, según el espacio. Esta última solía escasear en algunas regiones.
La verdura y la carne se compraban normalmente frescas en haciendas o pequeñas propiedades a la vera del camino, que casi siempre eran las mismas y constituían especie de postas de aprovisionamiento. Aunque probablemente, también llevarían algo de charqui, arroz, garbanzos o fideos para las comidas hechas en la olla de hierro.
Posiblemente, lo último antes de partir sería unir los bueyes al yugo y a la carreta, con las coyundas preparadas al efecto. Debía contarse con un buen número de estos animales y en buen estado. Cada carreta generalmente necesitaba a seis de estos corpulentos ejemplares, para mover la pesada carga que podía ascender a 200 arrobas (2000 kilogramos aproximadamente), o para sortear las dificultades del terreno.
Los problemas del camino
Los problemas más serios eran el vadeo de los ríos y pantanos. Para estar preparados se uncían los bueyes al pértigo, por lo cual se los denominaba “pertigueros”, y dos yuntas más, a una distancia de alrededor de tres varas, unidos al pértigo con una cuarta (por lo que estos últimos se denominaban cuarteros). Eran los cuarteros los primeros en pasar el vado y por la distancia a que se encontraban, recién cuando llegaban a tierra firme, los pertigueros entraban en el agua o al lodo, siendo la fuerza que hacían los primeros de real ayuda para los que estaban más próximos a la carreta.
Estos animales tenían gran fuerza y sorprendente habilidad para manejarse en estas situaciones, solamente caían derribados y llegaban a ahogarse, cuando se enredaban en las coyundas, en cuyo caso podía perderse carga y carreta.
Era el buey un animal dócil, según las narraciones de época, no llevaban riendas y se los animaba con la palabra. Si se ponían mañosos, los azuzaban con picanas de caña o de madera con punta de hierro. Una de ellas, la cuartera, pendía de una pértiga de caña colocada en el techo de la carreta y la otra, llamada picanilla, era llevada en la mano.
El boyero debía conocer el grito y el tono de voz al cual respondían los animales, o de lo contrario tener destreza para manejar la picana cuartera, tirando con una mano de una polea que hacía bajar la caña para que llegara la punta a los bueyes, en el mismo momento que azuzaba con la picanilla, asida con la otra mano, a los pertigueros.
A este noble animal le debe nuestra cultura y gran parte de la humanidad un merecido y agradecido homenaje, porque durante años fue fuente de energía para mover la carreta o el arado y una vez muerto seguía prestando utilidad, dado que su cuero servía para confeccionar múltiples utensilios y elementos de trabajo.
Ya están todas las carretas listas. Normalmente eran varias (de 5 a 20), para ayudarse ante los problemas del camino, tales como el ripio, sinuosidades del camino y el peligro siempre latente del ataque del indio.
Si aguzamos la imaginación, hasta podríamos sentir los gritos guturales y las rechiflas que acompañaban la partida, en medio del polvito cuyano que los envolvía, en una cálida despedida, según la usanza del lugar…
(1) Medida de longitud usada en la Argentina, equivalente a 866 milimetros.