Eran tiempos bravos en la política sanjuanina. En cada elección todos los protagonistas de la vida provinciana sabían que no sólo estaban en juego las ambiciones y los ideales de cada uno. Hasta el pellejo estaba en juego.
Y en esto no había distingo de colores. Lo mismo ocurría con los conservadores que con los bloquistas o los radicales.
Esta historia tuvo lugar a mediado de los años 20. Gobernaban los bloquistas y a los conservadores les tocaba sufrir.
Don Juan Maurín, que luego sería gobernador en 1934, vivía entonces en la calle Mendoza, casi llegando a 9 de Julio.
Era verano y Maurín con su familia —como lo hacían siempre para la época estival— estaban instalado en la finca de Caucete.
Pero aquel día don Juan tenía un compromiso político en la ciudad. Tenía que ayudar a salvar la vida de un correligionario.
El caso es que desde hacía algún tiempo Maurín tenía escondido en una finca de su propiedad en Pocito a un hombre al que buscaba el oficialismo por problemas políticos.
El caso es que urgía sacarlo de aquella finca.
El operativo se puso en marcha.
Al hombre lo traerían disfrazado de mujer. Y lo esconderían en la casa de Maurín hasta que pudieran sacarlo de San Juan.
Maurín envió a hombres de su confianza a buscarlo en su coche tirado por dos caballos.
—Cuando comience a atardecer ustedes lo traen. Si está todo tranquilo yo los estaré esperando en la puerta de mi casa. Si no estoy en la puerta o alguien me acompaña, ustedes sigan de largo porque significa que hay problemas.
Llegó el atardecer y don Juan se instaló en la puerta de su domicilio. De pronto vio aparecer por la calle Mendoza su coche. Y en ese mismo momento se le acercó don Salmuni, colchonero vecino. Y comenzó a darle conversación.
El caso es que los hombres que iban en el coche tirado por caballos vieron a Maurín acompañado y siguieron de largo, con aquella extraña mujer a bordo.
Y Maurín que no sabía cómo hacer para que terminara aquella tarde con Salmuni. Pero entre que “la tarde está calurosa”, que “como está la familia”, que si “en Caucete hace más o menos calor”, los minutos pasaban.
Maurín vio que su breack volvía a aparecer a lo lejos. Y él no podía meterse en su casa porque su ausencia significaba que había problemas. Y no podía estar acompañado por la misma causa.
Eran las instrucciones que él mismo había dado. La única posibilidad era que Salmuni volviera a su negocio y lo dejara solo.
Para colmo de males, Salmuni era simpatizante bloquista.
Maurín era un hombre muy formal. Y cuando el coche pasó por segunda vez no tuvo más remedio que intentar un recurso desesperado.
—Don Salmuni, tengo que hacerle una confidencia.
—Lo escucho, don Juan.
—Se trata de algo reservado...
—Por favor, don Juan, si usted no lo desea nadie sabrá lo que usted me diga...
—Usted sabe que mi familia está en Caucete...
—Así es...
—Bueno, yo había decidido aprovechar la ocasión para... no sé cómo decirle... bueno, recibir a una señorita.
—Pero don Juan... — contestó Salmuni con una sonrisa cómplice.
—El caso es que para que esta señorita venga... yo no tendría que estar acompañado. ¿Me entiende no? Ella prefiere mantener su anonimato.
—Por supuesto que lo entiendo.
—Por lo que si usted no tiene inconvenientes ni se opone a lo que... bueno... a lo que yo voy a hacer, le pediría que me dejara un momento sólo acá hasta que la señorita venga y entre.
—Faltaba más, don Juan y pierda cuidado que ésto nadie lo sabrá.
En la tercera pasada el breack se detuvo y la extraña mujer descendió, entrando rápidamente en la casa.
Aquel hombre que llegó disfrazado permaneció varios días escondido en la casa de Maurín que continuó con sus vacaciones en Caucete.
Doña Josefa González, que vivía por la calle General Paz entre Mendoza y Entre Ríos, al lado de la casa de su primo segundo e importante dirigente cantonista, Rodríguez Pinto, fue la encargada de traerle todos los días comida y lavarle la ropa.
Josefa no se visitaba con su pariente y gozaba de la confianza de Maurín en cuya casa trabajaba cada tanto.
Tiempo después el hombre fue sacado de San Juan y enviado a La Rioja.
Don Salmuni nunca comentó el episodio. Pero contaba Maurín —que nunca quiso revelar el nombre del perseguido a su familia—, que más de una vez lo miraba como diciendo:
—¡Quién iba a decir que don Juan Maurín también era capaz de tirarse una canita al aire...!
(Contado por Raquel Maurín de Mó)
Extraída del libro “El lado humano del poder, anécdotas de la política sanjuanina”, de Juan Carlos Bataller, publicado en marzo de 2006