Carnaval: Baco y el Pujllay

Cómo Roma creó a Baco, juvenil y jovial, el indio creó al Pukllay —o Pujllay—, el viejo alegre, pintarrajeado, de cabellos canos

 Cómo Roma creó a Baco, juvenil y jovial, el indio creó al Pukllay —o Pujllay—, el viejo alegre, pintarrajeado, de cabellos canos, viejo verde como diríamos hoy, encarnación del juego, de la alegría, de la fiesta y sobre todo de la embriaguez que, más que un hábito es una virtud". Con su "genio y figura", móntase al viejo en un asno andariego y retozón de la comarca. Detrás de Pukllay van en primer término cantores y cantores (está de más decir que deben ser buenos bebedores), que entonan sus himnos de entusiasmo al toque repetido y monótono del tamboril indígena. De cuando en cuando, o en todos los trechos se bebe y se canta una vidalita monótona y dolorida, con aquel pié repetido de "Vidalita por el carnaval / que se ha de acabar/ al año cabal”.

Este texto pertenece al jurista, poeta y folklorólogo sanjuanino Adán Quiroga, quien en su obra "Folklore calchaquí", continúa describiendo la ceremonia: "De tiempo en tiempo y también entre música, jaleo, risas, bullicio, cohetes y algazara, todos los del séquito echan almidón en la cara y la cabeza del dios ridículo, del viejecito de trapo que va sobre su burro moviéndose de un lado a otro, con el cuello suelto como si no se pudiese tener de ebrio, disputándose cada cual la preferencia de echarle el primer puñado. Cuando la procesión termina y la fiesta pasa, es necesario sepultar a Pukllay porque ya se acabaron las alegrías y a fin de que éste reviva vigoroso al año siguiente. El entierro debe ser siempre en las afueras de la aldea y en el suelo sombreado por la copa del "tacú" (algarrobo), al lado de su tronco. Una vez sepultado el Pukllay el carnaval concluye y recomienzan las diurnas faenas".

La presencia del árbol es indispensable en la conclusión de la ceremonia y al respecto Quiroga advierte "la coincidencia particular de que los primeros ídolos del Baco griego se relacionaban con el culto fetichista de los árboles, en los que suponían había fijado su residencia".

El equivalente del Pukllay calchaqui es, en Santiago del Estero es el "Cacharpaya" y su nombre deriva de dos voces quechuas: "ca''accha" que significa activo, enérgico, animoso y "paya”, partícula verbal que indica hacer lo que manda el verbo con demasía o exceso o hacerlo permanentemente.

Últimamente el cacharpaya es un muñeco de trapo que es quemado en una hoguera, en un sitio público, después de haber sido paseado por el poblado. Pero el auténtico cacharpaya era un ser vivo y el investigador santiagueño Oreste Di Lullo lo describe como "uno de los juerguistas del carnaval disfrazado en forma típica. Monta en un burro flaco, o en un caballo blanco defectuoso, o en otra cabalgadura. Se viste de andrajos risibles, con trozos de pellón de oveja que cuelgan lastimosamente por doquier y lleva la cara pintarrajeada con grosería. Con una bolsa al hombro y las alforjas ávidas recorre la población seguido de su "pacota" —grupo bullanguero que recorre el pueblo actuando por su cuenta o acompañando una máscara o personaje de la fiesta—: gente divertida y una turba de chiquillos que cantan al son de las cajas o al ruido de instrumentos improvisados con tarros o latas. En cada rancho, cacharpaya detiene su cabalgadura y se apea para dirigirse, cojeando, hacia los dueños de casa. El coro canta: Cacharpaya, cacharpaya / despáchala que se vaya / que se pierda, que se vaya/ lleva en la pierna la marca."

Al igual que el Pukllay, el Cacharpaya era "enterrado" durante el miércoles de ceniza o el domingo que sigue a su fiesta y según lo relata Di Lullo, la ceremonia se hacía en un lugar prefijado, donde el personaje se dirigía con su séquito, siempre al son de la música y al llegar se introducía en un hoyo; los acompañantes echaban sobre él paladas de tierra, significando con esto que el carnaval había terminado.

En la región cuyana no existen antecedentes tradicionales de la existencia de Pukllay o Cacharpaya. Se sabe sí, que en algunas zonas era tradicional la quema de un muñeco caracterizado, denominado a la europea "Momo" —ser mitológico de la risa y de la burla, expulsado del Olimpo —residencia de los dioses paganos— por la causticidad de sus dichos; hijo del sueño y de la noche y dios mitológico de la burla y la censura entre los antiguos, a quien se representa levantándose la más cara o teniendo en la mano una especie de cetro terminado en una cabeza grotesca, símbolo de la locura. Aunque en realidad, el carnaval sanjuanino rendía homenaje a otra versión de Momo: la del dios pagano, ataviado burlescamente de capa y corona de espinas, que personifica la entrada de Jesucristo en Jerusalén durante el día correspondiente al "domingo de ramos" del calendario litúrgico.

El Pujllay es introducido a la celebración del carnaval local a principios de la década del 70 por el entonces director de turismo Guillermo Barrena Guzmán. El personaje consistía en un muñeco montado en un burro; encabezada los coros y era quemado al finalizar las fiestas.

Otro antecedente contemporáneo de la existencia del Pujllay en la región cuyana, lo encontramos en un poema del mendocino Armando Tejada Gómez, titulado "La mujer de la albahaca".

"Una se pasa él año soñando con la albahaca.

Pasa que nunca pasa el año mujeriego.

Una anda de soltera sin levantar los ojos
y aprende entre las viejas el tacto de los ciegos.

Una guarda en la oreja algunas picardías,
picaduras de abejas y cuentos de velorio,
siembra albahaca a la orilla de la acequia sonora
hasta que el carnaval suelta todos los toros
y más luego, el Pukllay fusila la tristeza
y una no sabe nunca quién le ardió la pollera,
la cosa es que una tiene de azufre los sentidos
ahí nomás, de espaldotas, cae a la primavera.

Es diablo el carnaval, sabe todas las mañas,
pellizca en los fortines inocente de harina,
le chaya al pobrerío tanta alegría simple
que el miércoles nomás todo queda ceniza.

Después vienen los lloros, vuelve lo cotidiano
y, si hay suerte, una tiene quien le ronde las casas.


Albahaca chicha y aloja
En este fragmento del poema. Tejada Gómez hace referencia no sólo al Pujllay del carnaval sino también a situaciones y expresiones características de estas celebraciones, expresadas con la sencillez y la ternura de la mujer que espera el carnaval como desahogo espiritual y carnal.

Y también en el texto el poeta alude a uno de los elementos infaltables en los carnavales tradicionales: la albahaca, a cuyo aroma algunos le atribuyen poderes eróticos, porque dicen que enciende la sangre y convoca al vino para mezclarlos en la alegría y el amor. Otros, por el contrario, creen que aleja al diablo y las tentaciones —frecuentes en las fiestas de carnaval—.

Sea cual fuere el contenido esotérico de la aromática, lo cierto es que la copla popular dice que “Carnaval sin albahaca es como chinita flaca”.
Tampoco puede faltar en estas celebraciones la Chicha: bebida fabricada con harina de maíz en las zonas de marcada influencia incaica y de uva en Cuyo. De ella dice Agusto Raúl Cortazar que “su prestigio viene tanto de su honda raíz telúrica como de su saborcillo algo picante. Su color rubicundo hace pensar en el oro fundido y no sería de extrañar que los incas la consideraran, en momentos de entusiasmo orgiástico, sangre del Padre Sol, concedida a sus hijos para alegría de sus corazones y dichosa plenitud de su alma”.

Pariente cercana de la chicha es la Aloja, elaborada de algarroba —árbol al que el pueblo indígena le ofrecía su fiesta propia» la "Algarrobiada”, en los tiempos de cosecha —los meses de enero y febrero—. En consecuencia. Cortazar sostiente que "de ahí la coincidencia de la festividad estacional subsiguiente con las carnestolendas europeas. La chaya autóctona que celebra al dios Pujllay se fundió entonces con la fiesta de Momo. Y en muchos sitios del país, la animada excursión al monte es también un prolegómeno del carnaval”.


Murgas y comparsas
Capítulo aparte merecen las murgas y comparsas que recorrían las (calles de los barrios y del centro de la ciudad, en los carnavales de antaño, dando muestras de agudeza e ingenió tanto en las letras —muchas veces improvisadas— como en los ritmos con los que animaban el desfile de los pintarrajeados, ataviados con singulares vestuarios de diferente calidad en cuanto a materiales, confección y diseño.

Como el tema requiere de una profunda investigación, por la riqueza que encierra, dejamos el tratamiento para otra ocasión.


Cantares
Diversas expresiones culturales han cantado el jolgorio del carnaval que se celebra en San Juan y en otras latitudes. Uno de los más proficuos autores locales, Jorge Ramos dice en sus versos dedicados a las fiestas carnestolentas las siguientes estrofas:

Chayando
 Cuando viene la chaya,
se duermen las tristezas, las rutinas, los llantos;
se despierta la dicha y echa a andar a baldazos.

Cuando es tiempo de chaya
pareciera que el viento desplegara sus cantos
para volcarse en risas que estalla en mil pedazos.

Cuando viene la chaya,
más de un mozo se atreve por contar sus quebrantos
a esa niña inquietante de los grandes ojazos.

Cuando viene la chaya,
San Juan se hace cascada con la bulla de tantos,
que la siesta despierta jugando a los bombazos.

(de "Cantata sanjuanina"
—poemas a mi tierra huarpe—,
de Jorge Ramos (1977).


La chaya de mi infancia
 Por Rodolfo Ferrer


“No hay fiesta primitiva sin excesos; la fiesta es un retorno a los tiempos míticos originarios en que los antepasados, por su potencia mágica, organizaban el caos en cosmos a su gusto y deseo. Los actores de la fiesta remontan simbólicamente el curso del tiempo, violando los tabúes tradicionales".

R. Caillois.

Carnaval… que misterio encierra su pa­labra, de dónde proviene y que quedará de él.

Carnaval... era tan importante como el día de Reyes, quizás porque en ambos habla algo de mágico, de gozo, de alegría, de misterio. Sabía que se acercaba pues escuchaba el ensayo de la murga por la calle Corrientes y General Acha y ansioso y expectante preguntaba cuántos días fal­taban para carnaval.

Evoco aquellos años con especial inti­midad. En la caja de juguetes había "dormi­do" durante un año el pomo de goma y despertaba otra vez entre mis manos para llenarlo de agua y tomar a cada rato de él: extraño sabor a goma porque los plásticos de un litro no existían.

Una careta de cartón que representaba a un personaje humorístico de historieta, "don Fulgencio" (el hombre que no tuvo infancia) ya no servía pues estaba aplastada su enorme nariz roja y el agua había corrido la pintura a pesar que como letanía los "disfrazados" casi rogaban: "a las mascaritas no se las moja".

Inútil... Tan inútil como el cuidarse del arrebato del viejo y negro antifaz que hacía juego con el traje de dominó de tafeta, tan económico como el disfraz de viejo o vieja, o aquel extraño traje de arpillera recubierto de tapitas de cerveza que nunca más volví a ver.

Un temor me poseía cuando de repente la casa era invadida por extraños persona­jes, todos ellos gritando con voces atipladas, como ridículas sopranos.

Eran los disfrazados que visitaban a amigos y parientes. Extraña diversión y acertijo en tratar de conocer a alguno de ellos. Y así, desde temprano, iban de casa en casa como quien hace un vía crucis sacrílego, bebiendo en cada paradero cerveza o una fresca "chicha" preparada para la ocasión. Alguno que otro comentario de doble intención se permitían en el anonimato de sus disfraces.

Terminaba el peregrinaje en el baile de algún club —era el furor del baión, él tango, Antonio Tormo y su "Rancho e'''''''' la "cambicha"—; o en la ida en patota al corso, donde no faltaban la toalla y el hule del mantel que servía paca resguardar el agua que caía de las azoteas de las casas, al grito de "¡chaya!".

Las fuerzas físicas parecían redoblarse, pués a la siesta la "chaya" ya había sido organizada. Los niños por un lado, los gran­des por el otro. Las ollas y lecheras de aluminio quedaban abolladas por algún golpe; de pronto se oía gritar pan con pan comida de zonzos!". Esto dignificaba que un varón había mojado a otro y la regla del juego tácitamente estipulaba que una ve­reda pertenecía a los hombres y otra a las mujeres y no debían mojarse los del mismo sexo. Sin embargo, el amor filial llamaba como algo sobrenatural y el hijo menor avisaba a la madre si alguien escondido la estaba por sorprender con el improvisado balde hecho de lata de aceite, con manija de alambre.

El hombre busca a veces retener su infancia en algún objeto material. Hasta hace poco tenía mi disfraz de payaso y aún hoy, el olor a corcho quemado me recuerda aquellos ridículos y enormes bigotes que me pintaba mi madre y que completaba exprimiendo en mi mejilla el jugo rojo de las flores de dengue.

Los tiempos van cambiando, pero en la historia de la humanidad siempre hubo un momento de trabajo y un momento para las fiestas. El carnaval es uno y quizá la mejor definición es la que dio Platón: "... los dio­ses, en su piedad por la raza humana, instituyeron momentos de relajación para las fatigas: son las fiestas durante las cuales el hombre tiene trato con la divinidad”.

Esta nota fue publicada en El Nuevo Diario, el 18 de febrero de 1994 en la edición 644 en la sección La Nueva Revista.

GALERIA MULTIMEDIA
Rodolfo Ferrer.
Imagen de la chaya que se realizaba en la siesta sanjuanina en los días de carnaval. (Fuente: foto publicada en El Nuevo Diario, en febrero de 1994)
La foto muestra las mascaritas durante una noche de los corzos que se realizaban para los días de carnaval, en calles de nuestra ciudad. (Fuente: imagen publicada en El Nuevo Diario, en febrero de 1994)