Hace algunos años Ivelise Falcioni de Bravo contó sus memorias en un libro de atrapante lectura. En esta primera parte cuenta aspectos poco conocidos de su vida, como su primer matrimonio con un empresario italiano, la pérdida de su primer hijo, la separación, la relación tumultuosa con su madre y su desgraciada vida juvenil.
Nací el 7 de noviembre de 1929 que fue un día jueves, a las 21.35, en la calle Ramón Falcón 374 en el pueblo de San Martín, del otro lado de la Gral. Paz. Si bien mi padre llevó personalmente un álbum —Mi bebé— en el que mi primera infancia quedó debidamente registrada, todavía recuerdo nítidamente detalles de mi vida que tengo presentes como si hubieran ocurrido ayer.
Mi nombre es raro, lo sé, y me fue puesto por casualidad. Cuando mi madre, Amalia Sara Riscossa, me dio a luz, le pidió a mi padre que me inscribiera con el nombre de Zaida. Como también se trataba de un nombre poco común, mi padre, según me cuentan, lo olvidó y optó por ponerme el nombre del título del libro que llevaba en ese momento bajo el brazo: Yvelise, un romanzo de Guido da Verona, escritor del novecientos nacido en Módena, Italia, en 1881. Este autor, con fuertes influencias de d’Annunzio, escribía romances erótico-sentimentales y terminó quitándose la vida casi a los sesenta años. Mi padre estaba leyendo una versión en español y por algún motivo fui inscripta como Ivelise Ilda, sin “h”.
Cursé el jardín de infantes y la primaria en el Normal Nº 1 Roque Sáenz Peña, ubicado en Córdoba y Riobamba, adonde viajaba diariamente en tranvía. Me bautizaron tarde, en 1937, en la iglesia castrense de la calle Cabildo; mi madrina fue Adelaida Tamborini de Molina y mi padrino el general Juan Bautista Molina. Tamborini-Mosca fue la fórmula que enfrentó a Perón-Quijano y esta señora era una hermana del doctor Tamborini.
Mis padres eran católicos, por supuesto. Mi papá no era demasiado practicante pero mi madre sí, era de ir a misa todos los domingos; quién sabe por qué se atrasaron con el primer sacramento.
Tuve una hermosa fiesta de bautismo. Para tomar la primera comunión cursé un año en el Colegio de Las Adoratrices ubicado en la calle Luis Viale, y me confesé por primera vez ahí mismo, el 11 de octubre de 1939, el día anterior al de la primera comunión. Pasé todo ese día sumida en la más negra preocupación, muy inhibida, porque se me había advertido que no debía cometer un solo pecado antes de comulgar, para conservar el alma pura. Estaba en tercer grado; opté por no moverme de mi casa y me puse a practicar piano con el libro Hannon, tocando escalas. Yo estudiaba con una excelente profesora, Aurelia López de Acevedo, que le enseñó a todos los hijos de nuestra familia; era casi una parienta más.
Cuando era yo una adolescente de catorce o quince años, mi padre fue trasladado a San Juan para hacerse cargo del comando del Regimiento 22 de Infantería, donde llegamos, precisa y fatalmente, nada menos que el día posterior al del terremoto de 1944 que devastó la provincia. Viajábamos en el tren El Cuyano hacia este destino, y en una de las estaciones esperaban a mi padre con un telegrama que no necesitaba de mayores explicaciones: “Terremoto en San Juan”. Para cuando llegamos, ya no quedaba piedra sobre piedra.
Allí nos quedamos cuatro años. Mi madre administraba el sueldo que papá, el teniente coronel Falcioni, le entregaba puntualmente. No le gustaba andar con dinero encima y le pedía a su esposa hasta para los cigarrillos; fumaba 43, de veinte centavos. Mamá se ocupaba de las cuentas del hogar escrupulosamente y hacía un poco de todo: mataba las pulgas, liquidaba las vinchucas, limpiaba de yuyos el jardín, aseaba el hogar, se arreglaba para esperar al esposo o hacer la vida social habitual.
Cuando mi madre volvió a tomarle el gusto a la vida, concluidas las tareas hogareñas, se sentaba al piano y cantaba; tocaba el piano con gran maestría —había estudiado en el Conservatorio Nacional— y cantaba con una voz cálida, melodiosa, tango, folklore, fox-trot, de todo. En el regimiento, además de disfrutar de la música que se escurría por las ventanas de nuestra casa, se comenzó a murmurar que evidentemente mi padre se había casado con una artista, cuando dicho apelativo era cualquier cosa menos un piropo.
El comentario llegó a oídos de mi padre, y éste, ni corto ni perezoso, irrumpió un día en la casa, bajó la tapa del piano, la cerró con llave, guardó la llave en su bolsillo y se marchó. A partir de ese momento mamá sólo podría tocar piano cuando él lo pidiera, poniendo en claro que ella no andaba haciendo lo que le venía en gana, sino que debía tocar únicamente para él, el marido, cuando éste se encontraba en su casa. Y punto.
En algún momento durante los cuatro años que permanecimos en San Juan, mi padre enfermó de nefritis. Las piernas se le hinchaban, sufría dolores intensos y debió ser tratado por los médicos de San Juan; el doctor José Flores, hoy fallecido, le aconsejó viajar a Buenos Aires. Allí se hizo atender en el Hospital Militar Central donde lo tomaron a cargo los doctores Pascualini —padre del actual genetista—, Ferradás, Roger, Lascalea, lo mejor de lo mejor.
Permanecía internado por largos períodos, pero en esos tiempos todavía no había diálisis, de modo que retenía mucho líquido, se edematizaba seriamente y doña Amalia, mi madre, desesperaba con tanta preocupación.
Eva Perón le consiguió un lugar permanente como acompañante en el Hospital Militar Central para que pudiera quedarse con mi padre cuando hiciera falta; hasta que un día mi abuela María se quebró una cadera y allí la situación se complicó, porque como suegra del coronel Falcioni a ella no le correspondía ser tratada en esa institución. Mi madre recurrió a Evita y ella hizo que le facilitaran una habitación para su madre, no de las mejores pero tampoco de las peores, de manera que mamá pudo asistir simultáneamente a su marido y a su madre. Mi padre falleció finalmente después de cinco años de enfermedad y agonía. Su esposa lo atendió con toda dedicación y estuvo a su lado hasta el final.
Primeros contactos con Eva Perón y la definición de mi carrera profesional
Andaba yo por mis dieciocho, diecinueve años, me encontraba ya en Buenos Aires y mi padre todavía estaba en este mundo. Eva Perón solía preguntarme qué pensaba hacer y me aconsejaba con un cierto dejo de impaciencia que en vez de Derecho, que es lo que yo quería estudiar, cursara Medicina, “porque en la política, si alguna vez te interesa, vas a poder acercarte mucho mejor a la gente como médico que como abogada; es muy cercana la relación de un médico con sus pacientes”, recuerdo que me dijo, casi textualmente. E insistía: “Acá van a hacer falta muchachas preparadas, estudiosas, las vamos a necesitar porque hay mucho por hacer. Y los médicos serán más útiles que los picapleitos”. Eva por entonces ocupaba una oficina en la Secretaría de Trabajo y Previsión y tendría unos diez años más que yo.
Perón y Falcioni, mi padre, no eran de la misma promoción pero había sólo un año de diferencia entre ellos, estaban ambos en el GOU y mantenían una buena amistad. Seguramente se cruzaron durante los años pasados en San Juan, deben de haberse visto con alguna frecuencia, porque Perón, desde la posición que ocupaba en ese entonces, participó activamente en numerosas tareas que se llevaron a cabo en la provincia a raíz del terremoto. La primera vez que aparecieron por mi casa, Perón le dijo sin preámbulos a mamá: “Acá le traigo un presente griego” y le mostró a Evita, una chica delgada, jovencita, de cutis transparente, sin maquillaje, que se cubría la cabeza con un fino pañuelo de gasa anudado al cuello. Con el tiempo, Irma Cabrera de Ferrari, la asistente de Evita, por orden expresa de ella, siempre estaría a disposición para cualquier cosa que mi familia necesitara.
Roma: mi primer matrimonio
A Fulvio lo conocí en un congreso de estudiantes universitarios del tercer mundo que organizó Perón, para que jóvenes en vías de desarrollo supieran de primera mano qué era el Justicialismo. Yo fui designada presidenta de la sección femenina de ese congreso, llamado Organización Mundial Universitaria, OMU.
Entre los universitarios visitantes estaba Fulvio, Justino Lino Di Fulvio, proveniente de Italia. El congreso en pleno se trasladó a Bariloche, donde fuimos recibidos en el centro cívico con bandas municipales, fanfarrias y mucha alegría. Me acompañó Lula, mi prima hermana, casada actualmente con Osvaldo Genaro Blanco. Nos alojamos todos en el hotel Buriloche, donde el trabajo y los festejos continuaron por unos cuantos días. En la universidad, como organismos políticos enfrentados, se destacaban la FUBA y la CGU. Yo militaba en la segunda organización, la Confederación General Universitaria, con estudiantes de filiación peronista.
Es inexacto que comenzara mi militancia después de conocerlo a Leopoldo Bravo, o que mi interés por la política se despertara únicamente después de encontrarme con quien más tarde sería mi marido. A mí ya me había picado el bicho de la militancia en la universidad o antes, cuando actuaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) también con Lula, y tal vez la política ya se me había metido bajo la piel cuando los primeros encuentros con Eva. La conocí de muy joven, papá era amigo de Perón, en verdad nunca me la saqué del alma... Después, me casé con Bravo.
Volviendo a Fulvio, nos cruzamos en ese congreso universitario y compartimos los días de Bariloche. Mi papá murió el mismo día que volví a Buenos Aires, el 22 de junio de 1955. Me esperó para verme una vez más, no se quiso ir sin despedirse de mí.
Fulvio revalidó su título de abogado y de doctor en Ciencias Políticas y decidió quedarse en Buenos Aires, porque le interesó lo que estaba ocurriendo en el país. Andaba solo por estos rumbos, el padre era funcionario de la FAO y vivía en Roma con su mujer y otro hijo varón, Juan Pablo.
Año y medio después, en 1956, cuando recibí mi diploma de abogada, nos casamos en la iglesia del Santísimo Sacramento y decidimos viajar a Italia para que yo conociera a su familia y pasáramos nuestra luna de miel.
“Mi madre no quería a Fulvio”
Si alguien supone que doña Amalia, mi madre ya viuda, estaba contenta con mi casamiento, supone mal. Yo era joven, atractiva y mi pretendiente no se dejó amilanar por los desplantes de su futura suegra: hasta que no nos casamos no paró. Fulvio tuvo que tragarse mil y un desprecios de su futura madre política; pero como era un luchador, no perdió de vista su objetivo ni se dejó intimidar. Invariablemente se presentaba en el segundo piso de Rivadavia 4720 con un ramo de flores para mí, como cualquier enamorado, como todo un caballero, como cualquier hombre que corteja a una mujer como es debido. Ahora bien. A mi madre se le revolvía la bilis cada vez que lo veía llegar al tanito con flores. Verlo en la puerta de nuestro departamento con el ramillete en la mano y esa expresión levemente impertinente como de “no va usted a hacerme desistir”, le provocaba un instantáneo ataque de hígado.
Un día no aguantó más y cuando Fulvio se retiraba, luego de haber depositado un casto beso en mi mejilla, doña Amalia manoteó las flores, se asomó al balcón y cuando mi pretendiente puso el primer pie en la vereda le arrojó el ramo de flores por la cabeza, no así el florero, afortunadamente.
La historia se repitió, porque Fulvio siguió apareciendo con su ramo de flores y mi madre siguió tirándoselo por la cabeza cuando él se retiraba. Conviene aclarar que Amalia Riscossa de Falcioni, mi mamá, era toda una dama: educada, elegante, de apariencia impecable, muy talentosa además para la música, de modales cuidados; con todo, Fulvio le sacaba de sus casillas. Pero nos casamos.
Fulvio, una vez asegurada yo como esposa, no se privó de volver a poner en práctica sus dotes de Don Juan y además comenzó a viajar frecuentemente, siempre tratando se hacerse una buena posición. Era un hombre capaz, inteligente, tesonero, ambicioso, que llegó a ser el presidente de Agip Gas para todo el mundo. Se iba a Francia, España, África, mientras yo quedaba sola en casa de mis suegros.
La madre de Fulvio me trataba con cariño, me hacía regalitos, me llevaba a pasear... era como haber cambiado a mamá por la signora Cesarina, sólo que el tamaño del afecto por una y otra era bien distinto. A esas alturas yo ya me preguntaba si mi matrimonio no había sido un inmenso error.
Los problemas serios se desencadenaron cuando al mes y medio de llegar sentí una puntada muy dolorosa en el lado derecho de la ingle, que interpreté como una inflamación del apéndice. Pero inmediatamente sufrí una fuerte hemorragia interna y terminé internada en la clínica Santa María Maggiore. No se trataba en absoluto de apendicitis, sino de un embarazo ectópico, extrauterino, que casi me lleva a la tumba. Perdí a la criatura y contando los días llegué a la conclusión de que ese hijo había sido concebido en el trasatlántico Giulio Césare, durante el viaje.
Mi suegra, debo decirlo, me atendió como a una hija: me preparaba la comida, me limaba las uñas, se sentaba a mi lado a tejer crochet y conversar, para no dejarme sola. A las dos semanas estaba completamente repuesta, lo suficiente como para que no se me escapara que con la familia Di Fulvio las cosas ya no eran como antes. Algo sutil había cambiado: tomaban distancia de mí, había un enfriamiento en el trato. Pensaron que no iba a poder embarazarme más, que no iba a darles nietos... eran corteses, pero las cosas habían cobrado un matiz diferente. Y hablé con mi marido:
-¡Fulvio, sacame de acá, ya no me siento cómoda, tengamos nuestra propia casa!-. Fulvio accedió y nos instalamos en la Vía Floglia 7, en realidad, muy cerca de la casa de los Di Fulvio.
La separación de Fulvio
La esposa del embajador argentino tomó la iniciativa: se puso en contacto con mi madre y le contó lo mucho o poco que sabía, sin guardarse nada. Enterarse mamá de lo que estaba ocurriendo y mandarme ipso facto un pasaje de regreso fue todo uno.
La aparente buena relación entre Fulvio y yo, o el deseo de evitar una ruptura dolorosa, como se prefiera, continuó hasta último momento.
Mi viaje de regreso quedó planteado como una separación temporal, hasta que me recobrara totalmente. Dicho sea de paso, yo rezumaba salud por todos los poros y el fantasma de mi infertilidad quedó completamente conjurado, desvirtuado, hecho polvo, cuando años después di a luz seis hijos de don Leopoldo, todos perfectamente saludables, prácticamente uno atrás del otro. Pero así estaban las cosas. Fulvio iba a concentrar todo su esfuerzo en labrarse un porvenir para los dos. Después volveríamos a reunirnos. Ese después nunca llegó.
Fulvio murió joven, a los 38 años, y me transformé en su viuda puesto que en Argentina aun no existía el divorcio. En un primer momento no lo supe pero mi primer marido había formado una nueva pareja, aunque no hubo boda. Regresó a Buenos Aires, fue presidente de Agip Gas mundial y lo llevó a la tumba un problema cardiaco que el doctor René Favaloro, cirugía de por medio, no pudo revertir.
“En mi vida todo fue no”
Mi estadía en Italia se extendió un año y medio entre una cosa y otra, y no pude darme el gusto de estudiar canto. En mi vida todo fue no. Canto, no. Medicina, no. La política, como yo la sentía, no.
Fulvio me acompañó a Nápoles para que abordara el Augustus, el trasatlántico gemelo del Giulio Césare, que meses atrás nos había depositado en suelo italiano.
Lloré en la cubierta de ese buque durante muchos días. Tanto, que cuando estábamos por atracar en el puerto de Buenos Aires, un oficial me contó que habiéndome visto tan triste, más de una vez temió que me arrojara por la borda, por lo cual dentro de sus posibilidades había tratado en todo momento de no perderme de vista. Yo estaba deshecha, desilusionada, pero a bordo recibí todo tipo de atenciones y hasta el capitán me invitó a bailar en el cruce del Ecuador.
Paulatinamente mi llanto fue cesando y hasta se podría pensar que esos largos días de navegación sirvieron para restañar un tanto las heridas de mi corazón. Esto ocurría allá por el ‘56. Había perdido un hijo, me separaba de mi esposo, mi matrimonio había fracasado. En Buenos Aires me esperaba mi madre. Yo no estaba demasiado ansiosa por volver a vivir bajo su égida. Pero seguramente también, por primera vez en muchos meses, iba a sentirme segura, protegida, en mi casa, en mi tierra, entre familiares y amigos.
¿Cómo habría de ser el reencuentro entre mi madre y yo?, me pregunté más de una vez, mientras el inmenso transatlántico surcaba el océano. ¿Mamá se daría el gusto de murmurarme al oído un hiriente “te lo dije” o habría de cobijarme protectoramente, con ternura, en sus brazos de madre? ¿Estaría en el puerto para recibirme, ansiosa, feliz de tenerme de vuelta o esperaría en su casa a que yo llamara a la puerta con la cabeza gacha?
Me esperó en casa. Yo, que traía una dulce e infinita tristeza en los ojos, la abracé con fuerza. Así concluía un episodio de mi juventud, breve, pero amargo.
De regreso en Buenos Aires
No sé por qué no me fui a vivir sola. Pude haberlo hecho. Era una profesional, hubiera podido mantenerme, tenía algunos ahorros, estaba mi familia para ayudarme.
No mucho después de mi regreso obtuve el registro de escribana de la provincia de Buenos Aires, el número 76, de San Martín, que me fue otorgado el 11 de mayo de 1959 y el 20 de febrero de 1979 hice el traslado a la capital, donde nuevamente recibí el correspondiente registro, esta vez el número 749.
Veinte años mantuve el registro sola, viajando a San Martín, o poniendo algún adscripto o pidiendo, cuando era el caso, licencia por maternidad, hasta que mi hijo Federico Jorge se recibió de abogado y escribano, optó por esta última profesión y tomó las riendas de la escribanía, más tarde él obtendría su propio registro; hoy es un destacado escribano de la Capital Federal.
El coraje nunca fue una de mis carencias, pero por alguna razón me instalé nuevamente en el hogar materno, en Caballito, donde doña Amalia reincidió en sus roles mezclados de madre solícita y sargento de caballería, siempre tratando de manejarme la vida.
Más de una vez me prohibió salir. Mucho más de una vez llegó al extremo de no permitirme usar el teléfono, que quedaba guardado en algún placard.
Pero como no era ni soy de las que se rinden sin presentar pelea, cuando me quedaba aislada por la imposibilidad de hablar por teléfono, me ponía a patalear furiosamente sobre el piso de mi dormitorio en el segundo piso. En el primero vivían mis amigas Lidia y Negra Sotile, compañeras de la secundaria. Al percibir mis señales de humo, se asomaban al balcón y yo entonces les pedía que se comunicaran con quien yo quisiera contactarme. La incomunicación impuesta por mi madre quedaba así automáticamente neutralizada.
En el quinto piso vivía otra de mis amigas de la infancia, Irene Valdez, también buena compañera de aventuras juveniles y de los bailes del Club Italiano.
La primera reacción que algunos experimentan frente a mis relatos son de solidaridad hacia mi persona, de consternación y asombro por las situaciones que tuve que atravesar debido a la disciplina casi castrense impuesta por mi madre. Pero en algún punto también han llegado a sentir un poco de lástima por ella. En verdad, siempre estuvo a mi lado, en verdad, me amó profundamente, equivocada o no en muchas de sus actitudes, y en verdad... nunca pudo conmigo. Doña Amalia Riscosa era brava. Yo no lo era ni lo soy menos. Se diría que fuimos dignas contrincantes. Que toda la vida tuvimos una relación conflictiva, pero estuvimos una junto a la otra, hasta esa triste tarde en San Juan, cuando el 27 de mayo de 1995, plácidamente, entregó su alma, cuarenta años después que mi padre.
Pero en ese momento, cuando regresé de Italia, desde el punto de vista de mamá, su conducta vigilante estaba plenamente justificada porque ahora ya cargaba con un penoso estigma: era una mujer separada, un papelón que había que esconder, era casi un cadáver social para el medio en el que había sido criada. Las costumbres castrenses siempre han sido conservadoras; y hay que tener presente que mi padre era militar, mi madre la viuda de un militar y que buena parte de mi infancia y juventud habían transcurrido en distintos cuarteles, los cuales constituían casi un mundo cerrado.
Y aquí también es oportuno ubicarse en el tiempo. El planeta estaba a una década de distancia del Mayo francés, de la matanza de Tlatelolco en México, de la revolución del flower power y el movimiento hip, y el hombre estaba ahí nomás de poner un pie en la luna. Pero yo, que era una joven abogada argentina, una profesional adulta, separada, en completo uso de mis facultades mentales, en Buenos Aires, Argentina, un país supuestamente europizante y progresista, me veía privada de mi derecho a salir a la calle sin la autorización previa de mi señora madre.
Para dar por definitivamente terminado el episodio italiano, pedí la disolución eclesiástica de mi matrimonio por Iglesia ante la Sacra Rota. Me la otorgaron tiempo después sin ningún inconveniente. Motivos hubieron y sobrados. Años más tarde, como diputada por el bloquismo sanjuanino durante el gobierno de Raúl Alfonsín y respondiendo a los lineamientos de mi partido, voté afirmativamente por la Ley del Divorcio, con la cual, por lo demás, estaba en un todo de acuerdo.
Una mañana desayunaba con don Leopoldo y éste me puso debajo de las narices la página de obituarios de dos o tres de los principales diarios capitalinos. Me dijo: “Mirá lo que tengo para vos” —ya sabemos que Bravo nunca fue un hombre de muchas palabras— y puso el dedo sobre las columnas y columnas de participaciones del fallecimiento de Fulvio Di Fulvio, quien había llegado a ser, por mérito propio, todo un personaje en el ámbito empresario e industrial.
Tal parece que Leopoldo no había terminado de digerir completamente este primer matrimonio mío; aunque en una carta a los hijos, que escribió en Moscú en 1977, siendo embajador plenipotenciario en la ex Unión Soviética, parecía tomarlo como un hecho menor y le pedía a los hijos varones comprensión y respeto para su madre ante la eventualidad de que él faltara.
NOTA PUBLICADA EN EL NUEVO DIARIO EL 7 DE OCTUBRE DE 2016