La siguiente nota realizada a Julián Tornambé fue publicada en El Nuevo Diario el 6 de diciembre de 1991, en la edición 537
A los ochenta y cinco años, Julián Tornambé, sabe que la sabiduría puede hallarse atisbando un amanecer o en las formas que nos permite el sol de la tarde. Ha conocido la rugosidad del árbol, la textura de la madera en la que va asomando una forma y la realidad universal que se plasma en la otra realidad de la plástica.
Se deja vivir en la armonía de su propia intimidad, mansa y armónica, silenciosa y panteísta; agua, tierra, sol y viento son acaso las bases de una manera de discurrir la existencia desde una propia religión, o auscultando los rumores claves del cosmos.
—Este algarrobo que ha constituido su fuente inagotable de inspiración ¿Cómo surgió?
—Cuatro semillas planté y sólo un algarrobo quedó en pie. En aquel tiempo me había vuelto enemigo de los perros, que me habían arrancado los otros tres. Tuve que cercarlo con hierro para que no lo alcanzaran. Un vecino, también se había propuesto hacharlo, pero ya ve como es la vida, a él lo echaron del barrio por malo y anda arrojado por ahí, vaya a saber dónde.
—¿Cómo explica esta inquietud por los algarrobos?
—Todo comenzó con unos algarrobos que hallé camino a Media Agua, que me atrajeron curiosamente. Me iba en bicicleta, hasta El Cerrillo con todo el material a pintarlos, era un lugar solitario que ofrecía la soledad qué yo buscaba. Fui varias veces, hasta que un día, un hombre de la zona los cortó y muy contento, decía que tendría leña para todo el año. Nunca más volví. Hoy pienso que los algarrobos me han gustado sólo para pintarlos.
—¿Desde cuándo trabaja en la madera?
—Desde siempre. Comencé haciendo los muebles a mi madre. Estos sillones donde usted está sentado, fueron para ella y hoy han vuelto a mí. Siempre me ha gustado hacer algo, el hacer es vida, los que no hacen nada, hacen males. Me gusta hacer cosas buenas y lindas, lo malo y lo feo lo dejo para los malos que a ellos les gusta.
—Y en la pintura ¿cuándo se inició?
—Mi padre me decía que pintara, él me animaba espiritualmente, hasta que un día me largué a pintar, los paisajes soleados, lejanos... simples.
—¿Siente usted atracción por la poesía y por las demás opciones que el arte propone ?
—No me ha gustado escribir y eso se debe a que no soy un gran lector. Debo reconocer que lo que sé, se lo debo a la vida. La política, que es "el arte del decir”, tampoco me gusta, es cosa de los humanos, nada más. Me he dedicado a hacer mis cosas. Recuerdo que antes nos invitaban a almorzar y a cenar a todas partes, pero nunca íbamos, acá estábamos siempre, juntos, viviendo la plenitud del hogar y comprometiendo el pensamiento que es un poco la esencia y la búsqueda del arte. Hoy “ando retirado”. No sé si esté descansando de los quehaceres de la vida. Simplemente creo que estoy recordando.
—¿En qué año, llegó a vivir a esta zona?
—En 1936. Había una vieja casa de adobe muy fresca, pero el terremoto de 1944 me la echó abajo. Tuve que construir una piecita en el fondo donde viví 2 años “con mi amiga” —así llamaba a su esposa— allí compartimos las mejores cosas de la vida.
—Supongo que Dios, es el alfarero que ha dado forma a su espíritu inquieto, curioso y creador.
—Yo tengo cuatro dioses a quienes creo profundamente, la diosa tierra, el dios sol, la diosa agua y el dios aire. El Dios de la Cruz, no digo que no exista. Yo no lo conozco. Para encontrarlo hay que recorrer grandes espacios. Es como llegar al Presidente. En cambio los otros dioses, están a mano. Se pueden palpar y nos dan continuamente la vida.