Su nombre era Antonia García y, como la famosa asesina serial de Capital Federal, cometió un crimen en 1992 suministrando una mortal mezcla de pastillas. La víctima, su propio hermano, y su único interés fue la ambición del dinero. La siguiente nota de Walter Vilca fue publicada en Tiempo de San Juan el 7 de junio de 2020
Muchos habrán escuchado alguna vez la historia de Yiya Murano, “La envenenadora de Monserrat”, la asesina serial porteña que en los 70 acabó con las vidas de tres amigas para quedarse con el dinero de ellas. San Juan tuvo su versión más contemporánea de una envenenadora. Una homicida fría y calculadora llamada Antonia Ruiz García, que se hizo conocida en 1992 por matar a su propio hermano con una pócima mortal mezclada en un mate cocido, por la sola ambición.
Antonia Ruiz García era sanjuanina. Su niñez y su juventud la pasó en la zona capitalina de Trinidad, pero por esos avatares de la vida se radicó en Mendoza. Era enfermera profesional. De vez en cuando volvía a la capital sanjuanina para visitar a uno de sus hermanos mayores, a Julio Pablo Ruíz García, un carpintero solterón de 67 años que residía en la calle Rioja de Villa Echegaray, en Trinidad.
Para los vecinos, ambos eran excelentes personas y muy amables. Pero como toda familia es un mundo aparte, pese a que los hermanos se veían, existían fuertes disputas o diferencias entre ellos. “Parece que tenían problemas por la herencia y la mujer quería que vendiera esa casa en la que vivía el hombre”, contó el ex comisario mayor Walter Castro, quien en ese momento recién empezaba su carrera policial e investigó el caso junto a otros policías de la Seccional 3ra.
Las veces que Antonia venía a San Juan se quedaba con su hermano mayor. Qué hablaban o sobre qué discutían, nadie lo sabe; pero algo extraño sucedió el 22 de septiembre de 1991. Julio Ruiz García fue encontrado casi inconsciente y con un cuadro de intoxicación. Ese día desaparecieron 6.500 dólares del interior de su domicilio. O casualidad, ocurrió después de una de las visitas de Antonia.
Ese hecho fue denunciado por Ruiz García en la Seccional 3ra. Y si bien la Policía investigó el caso, no consiguió esclarecer el ilícito y menos vincular a su hermana. No tenía sentido sospechar de ella, pensaron. La señora era su familiar directa, una enfermera universitaria jubilada y una persona que no encajaba con el perfil de alguien capaz de cometer una maniobra criminal de ese tipo.
Mate cocido mortal
Lo acontecido en septiembre de 1991, quedó en el olvido. Así llegó 1992. Antonia volvió el viernes 24 de enero de ese año a la casa de don Julio y pasó una noche allí, la última para él. El sábado 25 la mujer se marchó a Mendoza, a partir de ese día no vieron más al hombre mayor. El muchacho que le alquilaba una parte de la propiedad, no le tomó importancia a la ausencia del carpintero. El domingo tampoco lo vio y menos el lunes 27 de enero. Eso ya le resultó extraño, pero más llamó la atención el fuerte olor que salía del interior de la vivienda del carpintero. Ese fin de semana hubo jornadas muy calurosas.
El inquilino golpeó la puerta y llamó insistentemente a don Julio, pero éste no contestó. También confirmó que el olor pestilente provenía de esa casa. Lo primero que imaginó fue que pudo haberle pasado algo al carpintero, entonces avisó a la Policía. Después de varios intentos, los uniformados entraron por el fondo y abrieron una puerta trasera que estaba sin llave. El aire era irrespirable adentro.
El cuerpo de don Julio permanecía sobre la única cama de su habitación, en avanzado estado de putrefacción. El descubrimiento de su cadáver provocó el alboroto en el vecindario. A luz de lo que observaban los investigadores, la primera suposición fue que se trataba de una muerte natural. Un ataque al corazón u otra afección, especularon. Contrariamente, sus conocidos señalaron que el carpintero gozaba de buena salud. Un pariente aseguró a los policías que no padecía ninguna enfermedad y no andaba depresivo ni apremiado por algo. Paralelamente, los policías al mando del comisario Hugo Vílchez, entre ellos el otrora oficial Walter Castro, notaron un detalle mientras inspeccionaban el lugar. La llave de la puerta principal de la casa estaba sobre una mesa de la habitación. Un familiar puso reparo en esto. Nunca dejaba la llave allí, lo más lógico era que estuviese en la misma puerta, del lado de adentro, o arriba de un mueble de la parte de la delante de la casa, explicaron.
También hallaron una taza que contenía lo que parecía restos de mate cocido. Y lo sorprendente fue que, en una bolsa de residuos, encontraron unos blísters de capsulas de Trapax y Renitec. Uno es un potente ansiolítico y el otro medicamento usado para tratar la presión arterial alta. Su mezcla puede ser un coctel mortal. A todo ese curioso escenario, que sembraba sospechas en torno a la muerte del carpintero, se agregó otro dato no menor. Una hermana del fallecido comentó a los policías que faltaba el dinero de una caja en la que éste solía guardar sus ahorros.
La única sospechosa
Mientras transcurrían los días, los investigadores se convencían cada vez más que estaban frente a un asesinato. A través de los vecinos averiguaron que en los días previos al hallazgo del cuerpo de Ruiz García había estado de visita su hermana Antonia. Pero claro, todavía no tenían certeza de nada.
Lo que respaldó la hipótesis del crimen, en definitiva, fue la autopsia y el análisis químico de los restos recogidos de esa taza. Los especialistas en medicina forense establecieron que el carpintero había muerto entre la noche del 24 y la mañana del 25 de enero de 1992 a consecuencia de una intoxicación con medicamentos. La conclusión era: si no estaba enfermo y no tenía motivos para suicidarse, entonces alguien lo envenenó.
De inmediato pensaron en Antonia, la hermana. Ella había estado en esos días en la casa de don Julio. Ahí nomás recordaron que aquella vez que el carpintero sufrió una intoxicación y el hurto de dólares en su casa, en septiembre de 1991, también había recibido la visita de ella. Todo cerraba. Para los investigadores no existía otra sospechosa más que Antonia Ruiz García. Además, en los días posteriores constataron que ella había hecho una copia de la llave de la casa de la víctima en una cerrajería de la zona.
El entonces juez José Enrique Domínguez, a cargo del Primer Juzgado Penal ordenó la captura de la enfermera jubilada. No hizo falta buscarla en su casa en la ciudad mendocina de Las Heras. Los policías la detuvieron a mediados de febrero de 1992 cuando la mujer regresó a San Juan a interiorizarse sobre la herencia que dejó el difunto. “La señora tenía una frialdad tremenda. Estaba de lo más normal, como que se hacía la santurrona. Para nada daba el aspecto de una homicida”, recordó el comisario Castro.
La confesión
Fue tan largo el interrogatorio a la mujer, que su declaración duró dos días. En dicha indagatoria, de la que participó su abogado defensor, la enfermera reconoció que estuvo en la casa de su hermano antes de que éste muriera y que discutieron por la venta de la casa. Incluso contó que el hombre se puso muy nervioso y quiso pegarle, y confesó que “le dio 3 o 4 pastillas junto con el mate cocido, pero para tranquilizarlo, no para matarlo. Ella tenía respuesta para todo y se justificaba. Y decía que quería muchísimo a su hermano”, comentó el investigador. Esa declaración terminó por complicarla. El juez del caso no sólo la acusó del asesinato de su hermano, la hizo responsable del hurto de los 6.500 dólares de esa casa en septiembre de 1991.
Antonia Ruiz García fue enjuiciada en 1993 por los delitos de hurto simple y homicidio calificado por alevosía. El 15 de julio de ese año, la jueza Lucy Rodríguez del Sexto Juzgado Penal condenó a la enfermera jubilada de 59 años a la pena de prisión perpetua.
Así como la famosa envenenadora porteña Yiya Murano, Antonia pasó muchos años entre rejas. En su caso, dentro del penal de Chimbas. Los guariacárceles que la conocieron contaron que era una mujer correcta y de buen comportamiento, siempre una señora con todos. Su pecado había sido su ambición.
Lo que se sabe de Antonia Ruiz García es que abandonó la cárcel de San Juan a principios del 2000. Como no tenía contactos con sus parientes sanjuaninos y ni siquiera sabía cómo manejarse en el Gran San Juan por los años que permaneció presa, las autoridades penitenciarias dispusieron que una comisión de guardiacárceles la trasladara hasta la vecina provincia y la dejara en la casa de un hijo suyo. Quizás ya murió o ahora esté recluida en algún lugar de Mendoza viviendo sus últimos años.